sábado, 31 de mayo de 2025

Las izquierdas en España (II)

Del liberalismo a los partidos políticos

El liberalismo supuso la novedad de poder expresar y defender ideas, incluso, opuestas. Así, según las conveniencias y expectativas de cada situación, aquellos liberales de principios del siglo XIX, hijos de la Ilustración, bascularon políticamente entre los que defendían la libertad a ultranza y los que priorizaban el orden frente a cada cambio. El adversario ya no eran solos los absolutistas, sino que surgieron distintas interpretaciones del programa liberal. Todos intentaban, sin embargo, responder mediante la simbiosis de ambas actitudes a la complicada realidad española, zarandeada por la Guerra de Independencia y la abdicación de los titulares de la Corona ante el avance de la invasión francesa, por un lado, y la convocatoria de las Cortes de Cádiz por parte de una Junta central que intentaba hacer frente al vacío de poder, por otro lado.

De este modo, ilustrados y liberales se enfrentaban contra reaccionarios y absolutistas. Se trataba de actitudes claras que, ya desde los tiempos de Carlos III, habían generado unas tradiciones y realizaciones específicas que estaban representadas más por elementos individuales de aquellas élites letradas, muy activos, que por grupos orgánicos homogéneos, pues sus componentes variaban habitualmente en función de las cuestiones abordadas.

Durante la Guerra de Independencia, las élites se dividían en dos grupos entre liberales y absolutistas: el “afrancesado”, que aglutinaba a los que aceptaban las reformas y la causa de Napoleón, y el “patriota”, que reunía a los partidarios del reconocimiento de Fernando VII como legítimo rey, tachados despectivamente como “serviles” por los  contrarios al absolutismo del monarca. La mayor división existente en la sociedad correspondía a la actitud frente a los franceses, de apoyo o rechazo. Estos grupos rehuían considerarse partidos, ya que estos no les parecían compatibles con su idea de libertad, de Constitución y forma de Gobierno. Percibían al partido como “facción” y, por tanto, debía rechazarse. Tanto liberales como absolutistas coincidían en ese rechazo a los partidos. Además, la idea de partido se vio dificultada no solo por su inicial identificación con facción, sino también por la inexistencia del derecho de asociación, lo que impedía su implantación social.

Tras la abdicación de Fernando VII, es el pueblo y los notables locales quienes se hacen cargo de luchar contra el invasor  Así, en ausencia del rey y ante el vacío de poder, se crean de modo revolucionario unas juntas provinciales, que se declararon soberanas, para hacer frente a la invasión y sustituir a las autoridades oficiales. En ellas trabajan representantes del Antiguo Régimen opuestos a Bonaparte junto a herederos del pensamiento liberal de la Ilustración, deseosos de dar un giro enérgico a la política del país.

Integradas esas juntas provinciales en una Junta Central, esta convoca en 1810, en nombre de una Regencia que ejercía de titular de la soberanía en ausencia del rey, las Cortes generales en Cádiz, ciudad alejada de las bayonetas francesas y protegida por una escuadra anglosajona. Y lo que en principio parecía una reunión estamental más, a la vieja usanza, se convierte rápidamente en una revolución liberal que desmonta la arquitectura del Viejo Régimen, aprueba la libertad de expresión, la Inquisición es abolida, se suprimen los diezmos y desaparecen los señoríos jurisdiccionales y los mayorazgos. Y reconoce, por primera vez, la “libertad de imprenta, pensamiento e ideas”, con lo que emerge una prensa como fenómeno social y político, necesariamente plural.

Esas  Cortes de Cádiz, reunidas a razón de un diputado por cada 50.000 “almas”, proclaman en 1812 una Constitución que establece algunas bases a partir de las cuales surgirían posteriormente los partidos políticos porque, aparte de la separación de poderes, reconocían la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos. Ello posibilitaría la formación de partidos para defender sus intereses en un sistema político parlamentario que acabaría con el poder absoluto del rey.  Se trataba, pues, de una revolución en toda regla.

Aparte de los citados anteriormente, en las Cortes se crearía otro grupo integrado por los diputados americanos, cuyos planteamientos solían estar próximos a los liberales. Y aunque cada uno de estos grupos (afrancesados, liberales, absolutistas, realistas y americanos) contaba con un ideario bastante definido, no se sentían identificados todavía como partidos políticos. Pero ello no fue impedimento para que el ideario catalogado como liberal se fuera expandiendo gracias a la prensa, panfletos y manifiestos que, desde 1808, dieron origen a lo que se denominó “opinión pública”, la cual empezaba a considerarse expresión del sentir popular y, por ende, referente de legitimación política.

Y es que, a pesar de no considerarse “partidarios”, estos grupos se expresaron a través de la prensa para difundir sus respectivas tendencias. Así, el liberalismo moderado defendía el ideario ilustrado con fórmulas de representación parecidas a las existentes en el Reino Unido (cámara legislativa y sufragio censitario), que coincidía con los afrancesados; el grupo de los “doceañistas” propugnaba la aplicación sin retrocesos ni componendas de las reformas liberales; y, por último, los exaltados, que eran partidarios no solo de aplicar las reformas sino de avanzar en sus contenidos democratizadores. Estas tres opciones liberales coincidieron en buscar la unidad contra los absolutistas y en darle voz a la nación a través de unas elecciones. En 1813 se practicó por primera vez el sufragio universal masculino, aunque con método indirecto, y en las Cortes elegidas se reprodujo la nítida división política entre liberales y absolutistas.

Sin embargo, la Constitución de 1812 duró poco, porque en 1814 tuvo lugar un pronunciamiento, protagonizado por militares absolutistas, que restableció el poder absoluto de Fernando VII, quien de inmediato suprimió toda la legislación revolucionaria elaborada por esas Cortes y desencadenó una furibunda persecución tanto de los liberales como de los españoles que hubieran  apoyado al rey Bonaparte.

Después de un período de lucha política de violencia y pronunciamientos entre absolutistas y liberales, con exilios, gobiernos y una trágica guerra civil de siete años, finalmente se celebraron, en 1821, tras el pronunciamiento de Riego, unas segundas elecciones a Cortes con las normas establecidas en la Constitución gaditana. El grupo afrancesado, que en parte regresó del exilio durante el Trienio Constitucional de 1820-1823, se aglutinó en el ala más conservadora del nuevo régimen, tratando de reforzar un liberalismo moderado que apoyó la monarquía absoluta de Fernando VII en su última etapa reformista y la constitucional de Isabel II, a cuyo servicio se adscribieron, constituyó lo que sería  el Partido Moderado.

La prensa animaba durante esas elecciones a la participación, como también hacían lo propio una proliferación de sociedades patrióticas y otras organizaciones constituidas al amparo de la libertad de expresión. Tal debate público hizo de la prensa un “cuarto poder”. Se inauguraba, así, una nueva cultura política que tendría un amplio alcance, con la reclamación del derecho al voto que más tarde sería característica de otras culturas políticas catalogadas como de izquierdas.

La Constitución de Cádiz de 1812 tuvo, desgraciadamente, una vigencia fugaz de dos años, pues fue abolida por el golpe de Estado absolutista protagonizado por el propio Fernando VII. Pero luego tuvo otros periodos de vigencia, aunque igualmente efímeros: tres años y medio en 1820-1823 y menos de uno en 1836-1837.  Se trata de un largo período de confusión, alternancias y vacío de poder que acabaría por derribar definitivamente al Antiguo Régimen y que condicionaría el proceso de construcción de un Estado nacional moderno. Fue entonces, durante esos vaivenes de luchas y enfrentamientos con avances y retrocesos,  cuando sectores que, desde el liberalismo monárquico y conservador hasta el liberalismo progresista, acabarían cuajando en el Partido Moderado. Mientras que movimientos revolucionarios populares, donde el alineamiento con los militares y políticos progresistas convivía con tendencias democráticas o abiertamente republicanas, confluirían en la formación del Partido Progresista.

Y es que,  desde el inicio del liberalismo, se evidenciaron las diversas opiniones existentes entre ellos respecto a las principales cuestiones políticas, económicas y sociales. Incluso en las Cortes de Cádiz y, sobre todo, durante el Trienio Constitucional, estaban claras las diferencias existentes entre los liberales españoles. Unas diferencias que apuntaban a la existencia de dos tendencias que acabarían dando lugar a estos partidos políticos: uno gubernamental, partidario de un ritmo lento en las reformas, que daría origen al Partido Moderado. Y otro grupo de oposición, que pretendía cambios más profundos y rápidos, anunciaba al Partido Progresista.

Con el acceso al trono de Isabel II, y ante las pretensiones de los que querrían que gobernara el hermano de Fernando VII, Carlos María de Isidro, que desataron lo que se conoce como guerras carlistas, los defensores de la reina buscaron el apoyo de los liberales, situando al liberalismo como ideológica principal. Es en este periodo cuando pueden datarse los partidos políticos en España que canalizan las tendencias ideológicas existentes de periodos anteriores. Así, en un primer momento, surgieron el Partido Moderado y el Partido Progresista. De una separación del Partido Progresista surgió un nuevo partido, el Partido Demócrata. Y también la Unión Liberal,  formado por quienes se declaraban como de centro o indecisos.

Y aunque no había una cobertura teórica para que los partidos pudieran percibirse como organización social, desde mediados de 1821 comenzaron al menos a considerarse como organizaciones intraparlamentarias, es decir, como grupos parlamentarios que reunían a diputados con ideología afín. De esta forma, la idea de partido como facción comenzó a superarse, aunque hasta mediados de 1837 aun no se habían establecido como tales. El desconocimiento del partido en el ámbito social era comprensible puesto que durante este período tanto liberales como progresistas seguían negando el derecho de asociación.

De ahí que la existencia del partido viniera favorecida esencialmente por dos causas: por el nuevo origen y contenido de las Constituciones isabelinas y por el incipiente surgimiento del sistema parlamentario de gobierno. Es decir, por las Constituciones de 1834, 1837 y 1845 que contenían las bases que posibilitaron la división ideológica dentro del sistema. Y por el paulatino desarrollo de convenciones constitucionales que supusieron una parlamentarización de la Monarquía.

Es así cómo desde el liberalismo se evoluciona hacia los partidos políticos en España. Un camino nada fácil ni libre de sobresaltos.

(Continuará)

jueves, 29 de mayo de 2025

Las izquierdas en España (I)

Este es el primero de una serie de artículos sobre el origen del pensamiento de izquierdas en España que no es más que una reseña –amplia, eso sí- del libro Historia de las izquierdas en España, del historiador Juan Sisinio Pérez Garzón (Editorial Catarata, 2022), del que extraigo la mayor parte de los datos (ver bibliografía), y que resulta sumamente interesante no solo para cualquier curioso de la Historia de España, en general, sino también para el simpatizante, militante o no, de esa historia particular de la ideología de izquierdas en nuestro país.   

Y es que en España puede rastrearse hacia el pasado la aparición del pensamiento de izquierdas -ese conjunto de ideas y prácticas de libertad y progreso caracterizado por luchar contra las injusticias, las desigualdades y la explotación- hasta finales del siglo XVIII y principios del XIX, cuando desaparecen las monarquías absolutas del Antiguo Régimen gracias al impacto que tuvieron en España la revolución industrial del Reino Unido, la norteamericana que validó la República  como régimen y, fundamentalmente, la Revolución francesa, de cuya Asamblea Nacional emergen, precisamente, los conceptos de izquierda y derecha por la posición que ocupaban, respecto del presidente de la institución, los partidarios de anular el poder absoluto (sentados a su izquierda), los defensores del absolutismo monárquico (a la derecha) y los moderados o indecisos (en el centro). Estas posiciones ya se tomaban en la Cámara de los Comunes británica, donde el Gobierno se sienta a la derecha del Presidente y la oposición a su izquierda.

Como fuese, ya podemos ubicar la etiqueta y la época en que surgió la izquierda como idea que, con la Ilustración, engloba a los que piensan que por medio de la razón se puede organizar una sociedad de ciudadanos libres e iguales y, por tanto, solidarios y felices, luchando contra cualquier clase de opresión a través de la reforma o eliminación de cuantas tradiciones y normas impidan la emancipación de todas las personas, sin distinción.

En cualquier caso, hay que señalar que, desde esos mismos inicios, las izquierdas, en plural, siempre han estado divididas y fragmentadas entre radicales y moderados, lo que explica, de alguna manera, que el presente siga endeudado con ese pasado convulso de unos ideales  que, compartiendo los fines, difieren del método (drástico o paulatino) para alcanzarlos. Es lo que determina que cada generación abrigue sus propias expectativas y vías para modificar las estructuras de dominación existentes e, incluso, hasta la propia definición de lo que es ser de izquierda. Casi podría afirmarse que la izquierda  es un ideal dinámico que se adapta a cada contexto y época, pero siempre bajo los criterios de racionalidad y universalismo, por lo que su etiqueta no es ni absoluta ni estática.

El liberalismo como germen

La idea de libertad es antigua y común en muchas culturas, pero es desde la Ilustración, en que Kant propugna la consigna “sapere aude” (atrévete a saber) y deja la sentencia de “La Ilustración es la liberación del hombre [por medio de la Razón] de su culpable incapacidad”, cuando la libertad se convierte en principio para organizar la vida política y social. Es decir, cuando en el Occidente cristiano, constreñido hasta entonces por dogmas y tutelas religiosas, nace el deseo de libertad y de la razón para desarrollar la ciencia y demás saberes humanos, sin dogmas ni ataduras, y lo que es más revolucionario, germina la exigencia de una moral y un derecho basados en la soberanía de cada individuo en virtud de su libertad.

Es así como las élites españolas empezaron también a asumir ese ideario revolucionario de libertad y progreso que venía allende los Pirineos  y con el que acabaron subvirtiendo los cimientos de la sociedad estamental, el feudalismo y el absolutismo monárquico que caracterizaban al Antiguo Régimen, aquel en que la soberanía la detentaba la Corona, considerada de origen divino, y cúspide de toda la pirámide social. Un absolutismo que, desde el siglo XVI, consideraba que la autoridad del rey era absoluta, estaba solutus ab lege o legibus solutus, es decir, no sometida a ninguna norma superior a su voluntad, no reconocía autoridad por encima (soberanía) ni institución que limitara su poder.

Durante el Antiguo Régimen se consideraba a los seres humanos incapaces por naturaleza, salvo los estamentos privilegiados, para desempeñar funciones políticas activas y, por tanto, para trascender su condición de súbditos. Era un régimen que se apoyaba en la aristocracia y el clero, los cuales, con criterios despóticos y pautas improductivas, se repartían la geografía transatlántica (península y dominios) en reinos, virreinatos, intendencias, capitanías generales, señoríos solariegos, audiencias judiciales y señoríos eclesiásticos  El poder se ejercía en nombre de una sola persona, el rey, y se proyectaba a través de varias jurisdicciones: la de la Corona, la de la Iglesia y la de los señores. No existía el individuo como sujeto político, sino que eran tratados según el estamento al que pertenecían (sociedad estamental).

Desde la Ilustración, sus  partidarios sostenían, en cambio, que el hombre está capacitado por la razón para ejercer la soberanía política y, por ende, ser tratado como ciudadano, sujeto libre e igual en derechos y deberes, amparado por una única legislación, la de la nación política o Estado.

Sin embargo, no es hasta la abdicación de Fernando VII, en 1808, cuando el Antiguo Régimen en España se derrumba gracias a las ideas liberales de los ilustrados, a pesar de que desde la década de 1770, con el inicio de la Revolución Industrial, esas ideas de libertad habían ido diseminándose por la península hasta constituir los cimientos de una nueva sociedad, la de individuos con derechos, liberal y burguesa.

Y es que aquellas élites ilustradas, que eran conocedoras  de las ideas y los textos de la Ilustración europea, aspiraban a introducir en nuestro país las reformas racionalizadoras que inspiraron la Revolución Francesa. Un campesinado antifeudal y esas élites “afrancesadas” propugnaban  un sistema más justo basado en la libertad y la iniciativa individual. Tal defensa de la libertad acabaría asociándose enseguida al significado del concepto político de “liberal” y que, en castellano, equivalía a ser generoso. No obstante, no es un término atemporal, pues su significado varía según las circunstancias e intereses de cada época.

Sería durante la “revolución española”, que se enmarca históricamente con la invasión francesa de la península y el ocaso del Imperio español por la emancipación de las colonias americanas, convertidas ya en repúblicas independientes, cuando se popularizaron los términos liberalismo y liberal. Se utilizaron para definir, frente a los absolutistas que defendían los privilegios del antiguo régimen señorial y teocrático, a los partidarios de asumir y aprovechar las experiencias de las revoluciones americana y francesa. De este modo, en las Cortes de Cádiz, los protagonistas de la revolución española se definieron a sí mismos como liberales frente a los “serviles” que defendían la sumisión al poder absoluto del monarca.

Aquellos liberales “afrancesados” sostenían propuestas reformistas propias del cosmopolitismo de unas clases altas acostumbradas a aprender idiomas –fundamentalmente el francés-, leer obras extranjeras y recibir a visitantes ilustres y viajar ellos mismos fuera del país. Pero también había liberales, tanto reformistas como radicales, que diferían respecto a las ideas de patria y patriotismo como etiquetas para distinguirse de los que decían representar ideas foráneas.

El pensamiento liberal de oposición al monopolio del poder, aquel que ejercían de manera feudal los estamentos aristocráticos y eclesiásticos amparados por la Corona, fue incubándose gracias al terreno abonado desde el Renacimiento con el humanismo utópico de Francis Bacon, Tomás Moro o Tommaso Campanella. Pero floreció de forma activa con el impulso de las transformaciones sociales que supusieron la Revolución Industrial de Gran Bretaña, la Independencia de los Estados Unidos y, con más impacto en nuestro país, la Revolución Francesa.

Un contexto convulso

España atravesaba, en aquel tiempo de finales del siglo XVIII y principios del XIX, por una especial coyuntura. Aquel contexto convulso, caracterizado por la guerra y la revolución -dos procesos estrechamente imbricados entre sí-, supuso que surgieran, desde el principio, diferencias entre las élites ilustradas. Así aparecieron los reaccionarios o absolutistas, que rechazaban rotundamente cualquier novedad; los moderados o reformistas, que defendían una adaptación parcial de los principios revolucionarios; y los liberales, que plasmaron su ideario en la Constitución de 1812 y, anteriormente, en la de Bayona de 1808, la primera constitución escrita de la historia de España. Las dos fueron elaboradas por españoles y ambas definían por primera vez las instituciones de un Estado constitucional. 

No puede dejar de ubicarse esa preocupación por transformar la España de súbditos en un país de ciudadanos, dotados de derechos y deberes, en el marco histórico de rupturas que vivieron sus protagonistas, y que propició el derrumbe de una monarquía absoluta secular para dar paso, por primera vez en España, a la construcción de un Estado moderno, regido por una monarquía constitucional.

Aquella monarquía española agotaba, en cuanto régimen absolutista, su proceso histórico tras las crisis sufridas a partir del hundimiento de la Armada (Trafalgar, 1805), la invasión francesa de la península, las abdicaciones de Carlos IV y Fernando VII (1808), la guerra que se inició entonces conocida como la Guerra de Independencia, y la rebelión de las colonias americanas desde 1810 por conquistar su independencia como estados. Todos estos factores explican la “revolución española” que, en aquel escenario de guerra de casi tres decenios de duración, impulsó una serie de propuestas revolucionarias de cambio institucional, que acabarían consolidándose como transformaciones estructurales, en respuesta a los desafíos de tan difícil momento.

Fue, de hecho, un cambio tan revolucionario que significó la aniquilación del Antiguo Régimen para construir en su lugar un Estado moderno, en que la soberanía la detentaba el pueblo y no el rey. Y allí estaban esas incipientes “izquierdas” protagonizando el empeño, conformadas por una élites intelectuales y los sectores protoburgueses de las capas medias del campesinado antifeudal que podrían considerarse los anclajes sociales y políticos de lo que, sin lugar a dudas, acabarían siendo las primeras izquierdas en España. Y aunque no se identificaban como partido (concepto que denostaban), fueron los embriones de los futuros partidos políticos. Unas izquierdas que en su origen fueron liberales, pues estaban enraizadas en principios liberales. Y de cuyas semillas brotaría lo que conocemos por izquierda en nuestro país.

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Bibliografía:
*Historia de las izquierdas en España, de Juan Sisinio Pérez Garzón. Ed. Catarata. Madrid, 2022.
*La construcción del Estado en España, de Juan Pro. Alianza editorial. Madrid, 2019.
*Breve historia de España, de Fernando García de Cortázar y José Manuel González Vesga. Alianza editorial. Madrid, 1993.
*Los partidos políticos en el pensamiento español (1783-1855), de Ignacio Fernández Sarasola. Tesis doctoral.
*Evolución del Sistema de Partidos en España desde la Transición, de Daniel García Ruiz. Trabajo Fin de Grado en Economía.

martes, 20 de mayo de 2025

La desinformación es poder

Parafraseando la conocida sentencia que Hobbes escribió en El Leviatán, se podría afirmar, sin caer en el error, que la desinformación es una manera de poder controlar la opinión pública, influir en la política y conformar una sociedad acrítica y sumisa. Tal es el volumen de desinformación con el que se nos bombardea a diario y por todos los medios que dicha práctica resulta ya inevitable por rutinaria. Y no es algo nuevo, aunque en esta era digital de las comunicaciones se haya convertido en un fenómeno mucho más intenso y extenso, hasta el extremo de representar una seria amenaza para la democracia, la confianza en las instituciones y la convivencia ciudadana. Además de afectar al ámbito de los derechos fundamentales y las conquistas históricas, como la libertad de expresión, a los que tiende restringir o eliminar. No en balde Daniel Innerarity, catedrático de filosofía política de la Universidad del País Vasco, califica nuestra sociedad como la de la desinformación y el desconocimiento. Entre otras razones porque, como asegura Manuel R. Torres Soriano, también catedrático en Ciencia Política y de la Administración de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla, “las nuevas tecnologías de la información nos han hecho más vulnerables frente a la mentira”.

Y es que el mundo digital –el de las nuevas tecnologías y las redes sociales- ofrece herramientas potentísimas para la promoción y diversificación de mentiras, bulos y tergiversaciones al servicio de determinados intereses o discursos políticos que, por su cantidad y sutileza, representan el mayor intento de manipulación de masas de la historia. Se trata de estrategias de falseamiento informativo que impiden a la opinión pública conocer la realidad de los acontecimientos, conduciéndola al engaño, a la polarización y, a la postre, a la desafección política y hacia la desconfianza, cuando no al cuestionamiento, del sistema democrático. Porque la desinformación no es más que el final de un proceso comunicativo que falsea el mensaje respecto a los datos veraces. Para la RAE, consiste en “dar información intencionalmente manipulada al servicio de ciertos fines”.

Así, por ejemplo, se inculcan tendencias de odio, sectarismo, racismo y de exclusión en amplios sectores de la sociedad, ya que, influidos por noticias falsas, parciales o tendenciosas, convenimos en culpar a los extranjeros, a los inmigrantes o a otros colectivos de todos los males y problemas que nos aquejan, disuadiéndonos de prestar atención o conocer las causas reales y profundas de los mismos. Es más, nos hace ser presas dóciles de una estrategia con la que fomentamos y  compartimos ese discurso de odio que refuerza la desinformación, pero que no garantiza, en absoluto, el  derecho a una información veraz, pertinente y de verdadero interés público.

La diseminación de información manipulada, que interfiere incluso procesos electorales para alterar sus resultados, es aun más dañina y peligrosa cuando se proyecta sobre un público no preparado para descubrir o enfrentar el engaño. Ello es posible porque la desinformación se elabora de tal manera que apela a las emociones, dificultando el análisis racional, y porque la velocidad del consumo informativo, junto a la comodidad de la brevedad de las redes sociales, inducen a procesar esa desinformación mediante “atajos cognitivos”, sin valorar si es falsa, parcial o tendenciosa y sin comprobar su veracidad. Nos acostumbra a guiarnos por lo morboso, lo conflictivo o lo anómalo en vez de la importancia, el interés social y la utilidad pública como criterios de selección y consumo de información.

En esa diseminación y permeabilidad de la desinformación radica su peligrosidad al incidir en elementos nucleares de la democracia representativa, como son la participación ciudadana, el pluralismo y el control del poder, que precisan de la libertad de expresión de ideas u opiniones y del derecho a la información no manipulada sobre hechos relevantes (veraces y de interés general), que son imprescindibles para fomentar la deliberación y la creación de una fundada opinión pública.

Tan peligrosa como compleja, pues es difícil detectar y defenderse de la desinformación, ya que emplea una amplia variedad de recursos eficaces para el engaño y la manipulación de sus destinatarios. Desde la falacia selectiva que considera válidos únicamente los datos que la confirman o corroboran, hasta el hecho factoide, esa creencia popular sin base factual, que se convierte en supuestamente incontrovertible por repetirse innumerables veces y fuentes, pasando por la técnica reactiva de negar la evidencia y defenderse atacando, invirtiendo las figuras de víctima y agresor, o la de la propaganda y réplica, que consiste en emitir multitud de mensajes en corto tiempo para que la cantidad y rapidez de los argumentos prevalezcan sobre su veracidad. Sin olvidar, por supuesto, las mentiras, los bulos, las exageraciones, las fakenews, las noticias basura (junk news), las presuntas conspiraciones y los pseudoescepticismos (negacionistas que se consideran escépticos), etc.

Todos esos recursos -y muchos más que no recopilamos para no hacer demasiado larga su descripción- constituyen los potentes y enrevesados tentáculos de la desinformación, como recoge un artículo de The Conversation,  y son sumamente útiles para saturar el debate, apabullar al receptor y reducir o condicionar la deliberación pública, impidiendo el derecho a recibir una imagen objetiva de la realidad por medio de una información precisa, veraz y relevante.

Y es un peligro, por si fuera poco, porque la desinformación afecta cada día más al periodismo de calidad. Máxime cuando, solo desde el periodismo aferrado a la verificación de los hechos, ligado a la verdad y que obtiene la información de forma lícita, es posible evitar y combatir la desinformación. Solo recurriendo a medios de acreditada solvencia, que se guían por prestar como servicio público el derecho a la información, situando los hechos en su contexto, se puede eludir la trampa de la desinformación y no caer presos de sus tentáculos.

Solo los verdaderos periodistas que actúan con diligencia, desde su papel como mediadores sociales, y unos medios de comunicación responsables, que no ocultan ni su dependencia empresarial ni su línea editorial ni sus fuentes de financiación, pueden ofrecer una información verídica y relevante, fiel a la realidad y sujeta a la verdad, imprescindible para el debate público, la participación ciudadana y el efectivo control del poder en toda democracia.

Y es que la desinformación es lo opuesto al buen periodismo, aquel que se basa en el rigor, la selección y fundamentación de los hechos noticiosos, la verificación de la información  y el contraste de fuentes. Ese buen periodismo diligente que implica el análisis crítico de la información mediante la comprobación y contextualización, utilizando fuentes plurales y sin mezclar opinión con información. Y que, aparte de inspirar credibilidad,  combate, desde su rigor y honestidad, eso que se ha dado en llamar infodemia, la capacidad que otorgan las redes sociales a la ciudadanía para emitir contenidos sin atenerse a criterios de calidad periodísticos, y a la posverdad, definida por la RAE como “información o afirmaciones que no se basan en hechos objetivos, sino que apelan a las emociones, creencias o deseos del público”.

Todas juntas, la desinformación y sus “franquicias” de la infodemia y la posverdad son peligrosas, además, porque promueven la ignorancia y el desprecio a la verdad objetiva, pues se basan en la mentira, la falsedad y la manipulación o distorsión de los hechos. Para colmo, nos abocan al riesgo de no saber distinguir entre lo verdadero y lo falso e, incluso, a la indiferencia hacia tal distinción. Todo lo cual alimenta un clima de desconfianza, tanto hacia los medios de comunicación en general como hacia las instituciones, que es caldo de cultivo para la polarización y la crispación social, la  desafección a la democracia o su cuestionamiento y al auge de los populismos. En definitiva, para conformar una sociedad acrítica y sumisa, fácilmente manipulable.      

Tal es el dantesco poder de la desinformación hoy en día, debido, en parte, a ese afán tan cómodo de suplantar al verdadero periodismo por los pseudomedios y los agitadores ideológicos que están al servicio de determinados intereses y discursos políticos. Una desinformación que se potencia al despreciar o limitar el trabajo de los periodistas, impidiéndoles el acceso a ruedas de prensa y actos de partido. Y, sobre todo, cuando preferimos y nos conformamos con la información parcial y necesariamente sin rigor, por su inmediatez y brevedad, rebotada viralmente por las redes sociales, como vía para “informarnos” de lo que sucede en el mundo, en el país y en nuestra ciudad.

No, no es una boutade afirmar que la desinformación es, hoy, poder. Mucho poder. Y se lo hemos dado nosotros.

martes, 13 de mayo de 2025

El cuco de Israel

Con el genocidio que está practicando en Gaza y parte de Cisjordania, Israel no hace más que comportarse como ese pájaro que se caracteriza por poner sus huevos en nido ajeno y eliminar a los pollos de su anfitrión, expulsándolos al vacío. También se caracteriza esa ave solitaria y asesina por su insistente canto que, traducido a lenguaje humano, diría algo así: “somos el pueblo elegido por dios”.

Y es que Israel, como el cuco, se ha instalado en el nido palestino y desde entonces no deja de expulsar a los pobladores de aquellas tierras para apropiárselas por las buenas y, sobre todo, por las malas. Es lo que hace actualmente en la franja de Gaza con la excusa de “defenderse” de unas milicias armadas palestinas que atentaron contra varios kibutz y puestos militares israelíes, causando 1.189 muertos y apresando 251 rehenes,  un fatídico 7 de octubre de 2023.

Aquel atentado, la primera operación dentro de Israel desde 1948, fue cometido por guerrilleros de Hamás, con apoyo de la Yihad Islámica palestina, movilizando, entre ambos grupos armados, 1.400 hombres a lo largo de 41 kilómetros de frontera que lograron acceder  24 kilómetros dentro del territorio israelí. Los motivos esgrimidos para tan cruenta e ineficaz operación eran, según sus organizadores, lograr la liberación de 5.000 prisioneros palestinos detenidos en cárceles israelíes, frenar las incursiones judías en la mezquita de Al Aqsa y levantar el bloqueo que durante 17 años lleva imponiendo Israel a Gaza, desde que Hamás ganó las elecciones en la Franja.

Lo que se consiguió con aquel ataque ya lo sabemos: la reacción desaforada y asesina de Israel que ha causado la destrucción de Gaza, ha matado más de 50.000 gazatíes inocentes, la mayoría de ellos mujeres y niños, con cerca de 120.000 heridos, y ha endurecido el bloqueo absoluto del enclave, hasta el extremo de que ni la ayuda humanitaria logra franquearlo, provocando una hambruna intencionada como nunca antes en la historia, con el propósito de matar de hambre a la población o desplazarla al exterior, en su afán por hacer una completa limpieza étnica en un territorio que ambiciona anexionarse.

Triste balance de la acción de las milicias propalestinas, que solo ha servido para ofrecer la excusa que necesitaba Israel para ocupar y apropiarse completamente y sin disimulos el enclave palestino de Gaza, además de “limpiar” Cisjordania de los núcleos palestinos que impiden la proliferación de colonias judías ilegales. Justamente lo que un cuco practica de manera innata: expulsar a los pobladores del nido que invade.

Y no es nuevo, puesto que Israel siempre ha expresado, directa o indirectamente, esa intención: construir el “gran Israel” en lo que antiguamente era Palestina. Se trata de una historia que se remonta a mediados del siglo pasado, cuando la ONU en 1947 decidió, al no conseguirlo las potencias que controlaban una parte del antiguo Imperio Turco Otomano del Próximo Oriente, que en aquellas tierras se crearan dos Estados: un 54 por ciento para los hebreos y el resto para los árabes palestinos. Reparto que no satisfizo a ninguno.

Se cumple, pues, el 77º aniversario de la Nabka (catástrofe en árabe), que cada 15 de mayo evoca el éxodo palestino como consecuencia del nacimiento del Estado hebreo en 1948. Y que Israel lo celebra con la intensificación de los ataques desmesurados, desproporcionados e injustificados  contra Gaza y Cisjordania, siguiendo al pie de la letra un proceso planificado y progresivo, desde el principio, por ocupar todo el territorio, como muestran los mapas sobre la voracidad de crecimiento de Israel a lo largo de su corta historia.

Han sido, hasta la fecha, seis las guerras que los hebreos han librado contra sus vecinos árabes, pero sobre todo contra los palestinos que nunca ha podido crear su propio Estado soberano e independiente. Es más, con cada una de esas guerras el pueblo palestino solo ha conseguido ser expulsado de sus tierras o comprobado cómo menguaba el territorio que habitaba históricamente. Un pueblo que iba siendo lanzado al vacío cada vez que el cuco judío pretendía apropiarse del nido originariamente palestino.

Y, así, hasta hoy, en que el descabellado ataque de Hamás ha propiciado el último motivo a Israel, sin que le hiciera falta, para acometer el definitivo plan de expansión de sus fronteras, desde el Mediterráneo hasta el rio Jordán y de los Altos del Golán hasta Egipto, y expulsión de cualquier rastro de población árabe de unas tierras que ambicionaba desde su creación, hace menos de un siglo. Un comportamiento racista y asesino que asemeja increíblemente al del pájaro y su cantinela: “me quedo el nido para mí solito”, cu-cu.   

jueves, 8 de mayo de 2025

Guindas de un negro porvenir

En un comentario anterior me preguntaba qué más podría pasar en nuestro país para intranquilizar aun más a los españoles. Enumeraba entonces una serie de calamidades naturales y políticas que nos abocan a un futuro de sobresaltos, puesto que, a pesar de la larga lista de lo ya soportado hasta la fecha (Dana, guerras, Filomena, erupciones volcánicas, pandemia, crisis económicas, apagón eléctrico, etc.), las cosas todavía podían ir mucho peor si no ponemos de nuestra parte para evitarlo y no destruir lo conseguido. Pero me quedé corto. Porque faltaba indicar que el cielo se nos podía caer encima. Literalmente.

Porque está previsto que caigan, no de la atmósfera sino del espacio sideral, objetos (naturales y artificiales) que podrían ocasionar grandes destrozos y poner en peligro la vida de mucha gente, dependiendo donde acaben estrellándose. Ya no son fenómenos climáticos que nos congelan, achicharran o ahogan con sus arrebatos de ira, ni lava de volcanes que sepulta campos y ciudades dejándolos petrificados, tampoco la ineptitud o mediocridad de políticos incapaces de prever y gestionar catástrofes incluso pronosticadas de antemano, sino enormes y pesados objetos pétreos o metálicos que se precipitarán sin control sobre algún punto del globo, destrozando lo que encuentren.

Uno de esos objetos es un peñasco de 90 metros de diámetro que vaga silente y casi invisible por el Sistema Solar. Hace algún tiempo hablé de él aquí, puesto que su probabilidad no anula la posibilidad de que acabe chocando contra nosotros, allá por el año 2032, según cálculos precisos de los astrónomos. Las órbitas que describe lo acercan progresivamente a nuestro planeta hasta el punto de poder "tropezar" con él. Y dependiendo donde lo haga, sobre todo si es sobre zonas urbanas, podría causar una devastación equivalente a la explosión de mil toneladas de dinamita o, lo que es lo mismo, a una bomba nuclear pequeña capaz de arrasar una ciudad entera. Lo dicho: algo improbable pero no imposible, pero que nos mantiene sobre ascuas por la inseguridad que infunde. Y una guinda más que ensombrece un futuro inquietante.

Pero hay otra. Se trata de un viejo artefacto soviético que ha permanecido en órbita durante más de medio siglo. Un cacharro que está a punto de realizar un reingreso descontrolado en la atmósfera dentro de pocos días, sin que todavía se sepa -cuando escribo estas líneas- dónde acabará cayendo. Es la cápsula Kosmos 482 (nombre preliminar) que se lanzó hacia Venus en marzo de 1972, cinco días después de su gemela, Venera 8 (nombre oficial por resultar una misión exitosa).

Sin embargo, la Kosmos no tuvo suerte. El encendido de la última etapa de su cohete, que debía empujarla en dirección a Venus, duró la mitad del tiempo previsto y la sonda quedó atrapada en una órbita terrestre elíptica, con un apogeo de 9.000 kilómetros de distancia, pero un perigeo muy bajo que la hacía rozar levemente con las capas altas de la atmósfera cada vez que se acercaba a la Tierra. Con los años, la fricción con la atmósfera hizo que la nave fuera descendiendo hasta una altura de unos 150 kilómetros, lo que provocará su caída inminente.

¿Y qué es lo que caerá? Pues la cápsula que debía posarse en Venus, una esfera de unos 600 kilos de peso, fabricada para resistir las temperaturas y presiones de aquel planeta. Por eso es probable que no se destroce ni desintegre al atravesar la atmósfera y caiga como un meteorito a unos 250 kilómetros por hora. Con su peso y esa velocidad, el impacto podría provocar serios daños, sobre todo si es sobre una región poblada. Pero hasta poco antes de la reentrada no se puede calcular con exactitud el lugar de caída. Lo que se sabe es que sucederá entre las latitudes 53 norte y 53 sur; esto es, una franja que recorre Europa, Asia, América y parte de África, aunque las probabilidades se inclinan por que lo haga en el mar o zonas desérticas*. ¡Ojalá!

Como sea, lo que nos faltaba eran esas dos guindas celestiales para enturbiar aun más el inquieto porvenir que nos acecha. Porque, cuando no son catástrofes naturales y desastres políticos, son bólidos siderales los que nos caen encima e impiden que vivamos tranquilos, confiados y en paz en este rincón privilegiado de la Tierra. ¡Vaya siglo llevamos! ¿Qué otra cosa podría pasar?

Menos mal que ya tenemos nuevo papa que pastoree la grey de fieles católicos, para sosiego de millones de personas atribuladas por esta vida y la del más allá. 

Actualización:

*Al final, la sonda ha caído en aguas del Océano Índico, al oeste de Yakarta (Indonesia), a las 6:24 GMT (8:24 hora peninsular española) de hoy sábado, sin ocasionar ningún daño, según Roscosmos, la agencia espacial rusa. 

sábado, 3 de mayo de 2025

¿Qué más puede pasar?

No se puede decir que lo que llevamos del siglo XXI haya sido, precisamente, tranquilo y llano. Que sus primeros 25 años fuesen monótonos y sosegados. A lo mejor, eso era lo que deseábamos tras un siglo XX traumático, en el que se produjeron dos guerras mundiales, una guerra civil en España y muchas otras desgracias que los más viejos conservan frescas en su memoria. Lo cierto es que esta nueva centuria nos está sorprendiendo con sobresaltos y traumas tan inesperados como variados. Tanto que, en el primer cuarto del siglo, se han sucedido acontecimientos inimaginables que han zarandeados violentamente nuestras confiadas y entretenidas existencias. Cinco lustros en los que hemos asistido a continuas crisis migratorias, un genocidio cometido a plena luz del día a orillas del Mediterráneo oriental, una guerra imperialista ante las mismas puertas del Este de Europa, una crisis inflacionaria que disparó los precios a cotas jamás vistas, una pandemia mundial que nos mantuvo encerrados y aislados durante meses, diversas crisis climáticas que, o bien cubrieron de nieve media España, o bien inundaron de agua y fango a una parte de la otra, destrozando bienes y segando la vida de centenares de personas en el Levante español. Por ver, hasta vimos la erupción de un volcán que sepultó bajo cenizas a una isla y, por si fuera poco, sufrimos un masivo apagón eléctrico que dejó a oscuras y paralizó toda la península, Portugal incluido, dejándola sin luz, sin comunicación ni transportes. ¿Qué más puede pasar?

No se puede decir, aunque resulte repetitivo, que estos cinco lustros no nos hayan inmunizado contra todo lo que cabría esperar por parte de la naturaleza (catástrofes naturales) o de nosotros mismos (guerras y crisis económicas o políticas) por el número de desgracias padecidas. Un primer cuarto de siglo tan agitado y convulso que tal parece intencionado para acostumbrarnos a esperar golpes venideros aun más duros y de magnitud global, como podría ser un desequilibrio mundial de nuestra gobernanza basada, hasta ahora, en leyes y acuerdos que eran consensuados y respetados.

Y es que, si a todo lo anterior, sumamos personajes como Putin, Milei. Netanyahu o Trump, entre otros, el panorama no puede resultar más sombrío. Ellos solos, ya de por sí, representan  la inquietante perspectiva del poder del más fuerte, la expresión de la voluntad más intempestiva y sectaria, el desprecio al débil o diferente, la preponderancia del interés particular monopolista, el cuestionamiento y la desobediencia a los organismos regulatorios internacionales, la inutilidad de la ONU, la UNESCO, la OMS, del FMI, la FAO, etc. En definitiva, una deriva de tal calibre que hasta un informe reciente de Amnistía Internacional lo considera alarmante, puesto que aboca al mundo a balancearse al borde de un precipicio liberticida, autoritario y xenófobo en relación con los derechos humanos, lo que nos conduce “a pasos agigantados hacia una época brutal, donde el poder militar y económico prevalece sobre los derechos humanos y la diplomacia”.

Parece, por tanto, que estos últimos veinticinco años quisieran recordarnos con cada tragedia que nada hay seguro y estable, que nuestras confianzas y certezas son inválidas para unos tiempos, como los actuales, tan volátiles, caracterizados por lo imprevisto y disruptivo. Una época en que hasta la democracia es instrumentalizada o pisoteada por líderes populistas y partidos radicales que recurren al miedo y a las inseguridades que ellos mismos propalan y exageran, mediante mensajes catastrofistas, para confundir y atraer la confianza de la gente asustada y sin criterio. Un cuarto de siglo, en fin, que nos induce a esperar lo peor para transigir con lo malo; esto es, con menos libertad bajo promesa de más seguridad y con menos derechos como condición para “proteger” lo “nuestro”. Nos disuaden de que la libertad y los derechos son frágiles y transitorios, no conquistas permanentes.

Qué más puede pasar, nos preguntamos con preocupación. Y advertimos, con aun más preocupación, que puede pasar que demos por bueno gobiernos reaccionarios que ignoran el interés público, las libertades constitucionales y los derechos que asisten a todos, incluidas las minorías, sin distinción ni exclusiones. Que radicales antidemocráticos e intolerantes accedan al poder, como hizo Hitler en 1933,  gracias a la generosidad de una democracia que les abre las puertas para que repitan estragos ya vividos con el fascismo y el comunismo en el pasado. Que claudiquemos, como mal menor, ante el dogmatismo y las imposiciones arbitrarias, que nos resignemos a los privilegios de unos pocos frente al atropello de la mayoría y que aceptemos una cultura y una sociedad ahormadas por la censura y el pensamiento único, el que dicta el poderoso en defensa de sus intereses, como hace Trump con universidades y medios de comunicación que no acatan sus mentiras, manipulaciones y mezquindad.

Aparte de reiteradas catástrofes naturales (sequías, lluvias torrenciales, olas de frío o de calor, aumento del nivel del mar, erupciones volcánicas, terremotos, etc.), causadas por los efectos de un cambio climático que no hemos querido combatir aunque sabíamos cómo frenarlo, lo que puede pasar es también la emergencia de un futuro aterrador e inmanejable, provocado por inercias ideológicas que, pudiéndolas evitar, no quisimos hacerlo a causa de nuestra ceguera o comodidad. Una actitud tan irresponsable que explica que a posteriori nos preguntemos cómo fue posible, sin que asumamos nuestra responsabilidad.

Porque es sumamente fácil imaginar cómo actuarían los fanáticos de la exclusión y el sectarismo ante los problemas que este cuarto de siglo nos ha deparado. Es fácil imaginarlo con solo comparar lo que hicieron gobiernos que ignoran a los desfavorecidos y solo velan por los suyos y los poderosos, como hizo Rajoy al rescatar los bancos, recortar prestaciones o implantar copagos en la sanidad durante una crisis financiera en su mandato, dejando en la estacada a la población humilde y trabajadora. Es fácil imaginarlo por cómo se posicionan líderes iluminados a favor de sus intereses o privilegios en perjuicio del interés general, como hace Aznar defendiendo a compañías nucleares antes incluso que se conozca la causa de un fallo masivo eléctrico.

 Es fácil imaginar ese oscuro panorama por cómo gestionaron problemas graves gobiernos que anteponen la defensa del capital al interés colectivo, como cuando los atentados terroristas de Atocha, la tragedia del Yak-42 o esa guerra ilegal en la que nos involucraron, sin el respaldo de la ONU, mediante mentiras, manipulaciones y tergiversaciones absurdas e insultantes de las que no se arrepìenten.

¿Qué más puede pasar? Lo último que puede pasar es que renunciemos a la responsabilidad que nos corresponde como generación, que es evitar que el mundo que entreguemos a nuestros hijos sea peor que el que heredamos de nuestros padres. Que no seamos capaces, no ya de rehacerlo y mejorarlo, sino de impedir que se desmorone o destruya.

Puede pasar de todo por, simplemente, dejadez y despreocupación de quienes no sabemos valorar lo bueno que tenemos la suerte de disfrutar. Y de preservarlo.