jueves, 16 de mayo de 2024

¿Una ultraderecha independentista?

Pues sí. En las pasadas elecciones catalanas del 12 de mayo, un partido ultraderechista e independentista ha obtenido dos diputados en el Parlament (uno por Gerona y otro por Lérida), haciendo que Cataluña sea la primera –y, por ahora, única- Comunidad Autónoma que alberga dos partidos de extrema derecha: Vox y Alianza Catalana (AC). Todo un síntoma de los confusos tiempos que corren.

¿Y cómo se come eso de un partido ultra y separatista al mismo tiempo? Pues siendo doblemente ultra: ultraconservador y ultraindependentista. Más o menos el mismo caldo, pero dos tazas, por si querías más extremismo. Y funciona. Tanto que AC, liderado por la alcaldesa de Ripoll, ha obtenido representación en la cámara catalana, compartiendo escaños con los ultraderechistas de Vox, la derecha sin complejos del Partido Popular, los socialistas del PSC, los derechistas separatistas de Junts, los republicanos independentistas de ERC y los soberanistas anticapitalistas de la CUP. Un buen mosaico de la complejidad ideológica que bulle en la sociedad catalana. Hasta el extremo de albergar dos partidos fascistas de ultraderecha (españolista uno e independentista otro) y dos partidos de derechas (nacional uno y autonómico separatista otro). Un lío.

Pero todo tiene su porqué. Toda esta amplia, opuesta y hasta duplicada oferta obedece a insatisfacciones, miedos y desconfianzas que sienten los ciudadanos en un contexto determinado de su convivencia en sociedad. Es decir, cuando el sistema y las instituciones no satisfacen las expectativas (subjetivas) de la gente, cuando los problemas y las amenazas se perciben como inminentes y especialmente graves (sea cierto o no) y cuando la política y los partidos producen (objetivamente) desafección y recelo en los votantes. En esos momentos y de tales situaciones surgen los populismos y  extremismos de uno y otro signo, atrayendo a los insatisfechos, miedosos y desconfiados gracias a mensajes emocionales y promesas de soluciones simples e inmediatas a problemas complejos que es complicado resolver de un plumazo. Se trata de un fenómeno global que afecta a las democracias de los países desarrollados o en vías de desarrollo, donde se vive relativamente bien pero el futuro se antoja preñado de nubarrones. En los demás, en aquellos en los que la democracia  y las libertades son todavía un mero sueño, la gente no se atreve o no puede buscar más alternativa que la oficial.

Por eso, para entender la aparición de Alianza Catalana, tan ultra y tan separatista, hay que saber que la formación cuenta con el grueso de seguidores en la comarca del Ripollés, y está liderada por la alcaldesa de Ripoll, localidad de donde procedían los autores de los atentados islamistas de Las Ramblas de Barcelona en 2017. La alcaldía de Gerona estuvo presidida, antes de saltar a la Generalitat, por Carles Puigdemont, aquel que proclamó durante unos segundos la República en Catalunya antes de huir a Bruselas, dejando aquí el enredo y la frustración del “procés”. Son circunstancias que explican el carácter independentista y xenófobo (en especial, contra los musulmanes) de la nueva formación, que explota esas emociones y esos miedos a la sustitución demográfica y a la inseguridad en sus mensajes, al tiempo que tacha de “traidores” a Junts, ERC y la CUP por no haber resuelto el problema de la independencia y el terrorismo islamista con la presteza con que Alianza Catalana lo haría. Con quebrantamiento de la legalidad constitucional, teorías `conspiranoicas´ y soflamas antiinmigración. Así de fácil. Y va la gente y le vota. Como a Vox a escala estatal. 

Lo malo de estos mensajes racistas, sectarios e intolerantes de la ultraderecha es que son asumidos por la derecha conservadora –la civilizada, en teoría- con tal de no perder votos e impedir que sus simpatizantes la sustituyan por esas formaciones ultras, más atractivas por la beligerancia y la radicalidad de sus propuestas. Y es malo porque, al final, la derecha convencional acaba compartiendo el pensamiento y aceptando los diagnósticos sociales y políticos de la ultraderecha a la hora de analizar los problemas y actuar en la sociedad.

Es, justamente, lo que le está pasando al Partido Popular (PP) en su competición por el electorado con Vox:  ya son prácticamente indiferenciables, como se desprende de ese exabrupto de su presidente, Alberto Núñez Feijóo, precisamente durante la campaña catalana: “…pido el voto a los que no admiten que la inmigración ilegal se deje en nuestras casas, ocupando nuestros domicilios y nosotros no pudiendo entrar en nuestra propiedades”. Si a la ultraderecha se le recrimina, entre otras cosas, que criminalice la inmigración, ¿cuál es la diferencia con la civilizada derecha del PP? ¿O con la ultra-ultraderecha separatista de AC? Nada, apenas un matiz que depende del lugar del que se irradie el odio al diferente.

Ahora Cataluña dispone de doble ración ultra, ya que cuenta con dos partidos de ultraderecha (Vox y AC) y dos partidos de derechas (PP y Junts), que satisfacen la sensibilidad del conservador más quisquilloso. Todo un récord. Y un doble peligro: el de contaminarse con el discurso retrógrado de la derecha radical y fascista si, como hace el PP con Vox, se asumen sus postulados y se le permite acceder a instituciones y gobiernos, minimizando u olvidando que cuando el fascismo conquistó el poder en Europa en la primera mitad del siglo pasado, lo que sembró fue odio, injusticias, desigualdad, pérdida de libertades y terror.

Porque para la ultraderecha siempre existen colectivos de los que desconfiar y cargar con todas las culpas de nuestros males. En Cataluña funcionó el temor a los inmigrantes, a quienes se los relaciona con los problemas de la vivienda, del empleo, la inseguridad e, incluso, el terrorismo. Le funcionó a AC, pero también al PP, cuyo candidato, Alejandro Fernández, no tuvo empacho de asegurar, advirtiendo sobre la inmigración: “…que Cataluña tiene los índices de criminalidad, de robos y de hurtos y de reincidencia de los más altos de España”. Eso sí, ambas formaciones se cuidaron de callar que, gracias a la inmigración, el campo, los servicios, la natalidad y la Seguridad Social encuentran trabajadores y cotizantes que contribuyen al crecimiento de la economía, al sostenimiento de las pensiones y al relevo generacional. Y que, en puridad estadística, la criminalidad del país está generada sobre todo por delincuentes nacionales, siendo residual la protagonizada por extranjeros en situación legal o ilegal.

Allí donde se empieza odiando a los inmigrantes, luego a los colectivos LGTBi y más tarde al feminismo, se acaba, finalmente, condenando al vecino que piensa diferente. Y si, encima, eres ultra-independentista, reniegas de cualquiera que no sea de tu pueblo o región, intentando convencer a tus seguidores de que con la independencia conseguirían vivir, aislados del resto del país y de Europa, en una arcadia de pureza, prosperidad y felicidad. De este modo ha conseguido dos diputados en Cataluña el último partido ultra que germina en España. Lo que sumado a los que ya se sientan en parlamentos, instituciones  y gobiernos autonómicos de las demás formaciones de ultraderecha y de derecha extrema del país, ¿no creen que corremos peligro de caer, otra vez, en las fauces del totalitarismo más aciago en nuestro país? ¿No les resulta inquietante? Es para pensárselo.   

martes, 7 de mayo de 2024

Gaza, campo de exterminio.

Veamos las cosas como son. Israel no está ejerciendo el derecho a la legítima defensa. Lo que hace Israel es practicar el exterminio del pueblo palestino de Gaza. De este modo, Israel ha mutado de víctima del holocausto judío a victimario del holocausto palestino en Gaza. Y acomete dicha tarea genocida ante la indiferencia cómplice de la inmensa mayoría de países del mundo que se consideran democráticos pero desisten del cumplimiento de los Derechos Humanos y el respeto a la legalidad internacional. Tal es la situación.

La matanza indiscriminada de la población civil de Gaza solo puede compararse con la masacre de Srebrenica y el sitio de Sarajevo. Pero sobrepasándolos con creces en cuanto al número de víctimas y crueldad inhumana. Más de 35.000 palestinos han sido asesinados sin piedad, la mayoría de ellos mujeres y niños, acorralados en un espacio cercado, bombardeado e invadido por un ejército fuertemente armado, como si se enfrentara a una guerra con un enemigo de igual capacidad, y no contra una milicia de civiles militarizados con cuchillos, rifles y cohetes caseros. Ambos matan, pero unos, en el peor de los casos, a no más de 1.500 inocentes, y otros, sin esforzarse mucho, a más de 35.000 víctimas también inocentes.  

El balance provisional de los que están predestinados a perder, tras seis meses de esa “legítima defensa” que practica Israel, es, pues, descaradamente desproporcional, en comparación con el inesperado y salvaje ataque de Hamás al sur de Israel. La venganza israelí es monstruosamente sangrienta, pero no ciega. Utiliza inteligencia artificial para realizar una vigilancia masiva de los habitantes de Gaza y seleccionar a los que se convertirán en objetivo a abatir, según determine un algoritmo diseñado para tal fin. Hasta fosas comunes con centenares de civiles muertos, algunos de ellos con las manos atadas a la espalda, han sido halladas bajo los escombros de hospitales y escuelas tras el paso de las tropas hebreas. Y es que ni siquiera la búsqueda y rescate de los 240 rehenes capturados en aquel ataque del pasado 7 de octubre les hace aflojar el gatillo vengativo. A estas alturas, cuando ya comienza el ataque a Rafah, el último rincón donde se refugia más de un millón y medio de palestinos que han huido del resto de un territorio completamente arrasado, solo cabe esperar que el líder de U2 componga una canción para emocionarnos hipócritamente, dentro de unos años, encendiendo móviles o mecheros en los conciertos por la matanza de Gaza.

Porque lo que Israel está haciendo en Gaza es, simplemente, un delito de lesa humanidad por el que tarde o temprano tendrá que rendir cuentas ante la justicia y/o la historia. Ningún país civilizado y democrático puede emprender el exterminio de un pueblo, por enemigo que sea, con el descaro, la impunidad y la inmoralidad con que lo está haciendo Israel  en Gaza. Así solo se comportan las autocracias más miserables y racistas que no dudan en invadir y ocupar por la fuerza territorios limítrofes, simplemente para expulsar a sus habitantes y expandir sus fronteras.

Y eso es, exactamente, lo que lleva haciendo Israel prácticamente desde su fundación como Estado sionista. Y cada vez con más desfachatez y cinismo, actuando con total impunidad, porque cuenta con el respaldo incondicional de EE UU., que lo protege con su veto cada vez que la ONU vota alguna resolución o acuerdo que disguste a Israel. Y le proporciona el apoyo armamentístico que necesite para sus incursiones defensivas y ofensivas en la región. Por eso Israel se comporta como se comporta: como un matón sin escrúpulos. 

La cuestión es que Israel no oculta ya que tiene un plan en marcha, y no es el que la ONU propugna para solucionar el conflicto palestino-israelí. Un conflicto que nació el mismo día que se creó el Estado de Israel, en 1948. Aquella partición del antiguo Mandato británico de Palestina en dos Estados, uno judío y otro árabe, acordada por la ONU, nunca ha sido del agrado de las autoridades de Israel.

El objetivo hebreo  ha sido siempre el de construir una gran nación para todos los judíos en la que no tienen cabida los palestinos ni los árabes originarios del territorio. La fórmula de los dos Estados le repugna a Israel y jamás ha dado un paso hacia esa solución acordada por la ONU. Y no lo acepta porque la población árabe era mayoritaria en esas tierras y sofocaba demográficamente a la judía. De ahí la expulsión de árabes y palestinos de sus territorios a lo largo de todo este tiempo y las sucesivas guerras e intifadas que han estallado desde la fundación de Israel.

De hecho, Israel rechaza de plano el retorno de los palestinos expulsados y refugiados en campamentos de Líbano, Jordania o Siria, entre otros lugares, mientras aplica, simultáneamente, una constante política de “disolución” de la población palestina residente en Cisjordania mediante la creación de colonias y asentamientos judíos ilegales, que infestan el reducto supuestamente palestino. En ese contexto, el de invadir tierras y expulsar a su población, hay que insertar la guerra aniquiladora que Israel ha emprendido en el único trozo de Palestina que era habitado en exclusiva por su población autóctona: Gaza. Una guerra que el insólito ataque de Hamás propició para que Israel pudiera considerar al enclave como un ente hostil, una amenaza, incluida su población civil, que debía ser “neutralizada”, es decir, literalmente eliminada, a pesar de que Gaza siempre ha estado asediada y controlada por el Ejército israelí, hasta el extremo de que de allí no salía ni entraba nadie sin su consentimiento.

¿Y qué hace el mundo ante tamaño desastre humanitario? Absolutamente nada efectivo. Se limita a pedir contención y cautela, pero se resiste adoptar medidas de presión, como hace contra otros agresores en condiciones semejantes. Nadie se atreve a romper vínculos diplomáticos, boicotear su economía o productos y cesar de venderle armas y municiones, como se ha hecho con Rusia por invadir Ucrania. Sólo cuando aparecen síntomas de escalada del conflicto, los equidistantes alzan un poco la voz. Como cuando vociferaron para condenar a Irán por lanzar misiles contra Israel en represalia del ataque israelí a la embajada de Irán en Damasco (Siria), que destruyó totalmente las instalaciones y mató a siete mandos del Ejército de los Guardianes de la Revolución Islámica. El temor a que se extendiera el conflicto hizo que el pulso militar entre ambos enemigos declarados se limitara a esas escaramuzas sumamente controladas y exquisitamente quirúrgicas. Al menos, por ahora. Porque el mundo tembló ante la posibilidad de que Irán cerrara el Estrecho de Ormuz, en el golfo Pérsico, por donde pasa una quinta parte del petróleo y gas a Occidente, sin trayectos alternativos.  Eso fue lo que movió a la diplomacia internacional a pedir contención a las partes.

Sin embargo, contra la barbarie y el sufrimiento a los que se somete a los gazatíes, la “presión” internacional ha sido absolutamente inútil. Entre otras coas, porque esa presión es testimonial  y, como mucho, se circunscribe a recordar el respeto a los Derechos Humanos cuando se ejerce esa “legítima” defensa que nadie discute  a Israel. Porque lo único que hay en juego son vidas humanas de palestinos inocentes, no petróleo ni gas.    

Ese doble rasero para juzgar el conflicto contamina, incluso, al mismo organismo internacional que impulsó y autorizo la creación del Estado judío. Así, la ONU ha rechazado la resolución, presentada por Argelia, de aceptar a Palestina como país miembro, impedida por al veto de EE.UU y dos abstenciones entre una votación de 12 miembros. El veto de Washington, al ser miembro permanente del Consejo de Seguridad, ha dejado sin efecto la propuesta. Este alineamiento tan incondicional de EE.UU. con Israel  está quebrando el apoyo social al presidente Joe Biden, provocando algaradas, manifestaciones y concentraciones entre los estudiantes universitarios, que recuerdan a las organizadas por sus abuelos durante la guerra de Vietnam.

A pesar de su aparente impunidad, la verdad es que ya nadie, salvo Israel y EE.UU., se traga que lo que hace Netanyahu en Gaza sea “legítima” defensa, sino un auténtico genocidio a la vista del mundo entero. Y todos esos "nadies" confían en que, más tarde o temprano, tales acciones criminales acaben siendo objeto de persecución penal y sus responsables, castigados con la debida  condena. Es lo que, al menos, cabría esperar si la decencia, la legalidad, la moral y la justicia continúan inscritas en el frontispicio de las naciones civilizadas y, por ende, democráticas, a pesar de que, hoy día, parezca que esos principios también han sido víctimas de las bombas que destruyen Gaza.

sábado, 4 de mayo de 2024

Tampoco eso, presidente.

Al final, no ha dimitido usted, señor presidente, como se desprendía de la carta que remitió a los ciudadanos después de tomarse cinco días de reflexión. No ha renunciado a la presidencia del Gobierno, como una mayoría de españoles se temían, y por lo que me permití un comentario para que así, de esa forma, no acabara tan abruptamente su mandato. No debía usted desdeñar la responsabilidad que le otorgaron los votantes en las pasadas elecciones de hace menos de un año. Le reclamé que así no, presidente, que así no podía usted irse.

Pero ahora le convino a que tampoco puede continuar de esta forma, mediante una simple declaración de intenciones y vaguedades. Así no puede usted zanjar el desasosiego, la tensión y las tribulaciones que ha causado en la ciudadanía con esa pausa para reflexionar en la que nos ha embarcado a todos. Porque, con el mismo respeto que mereció su decisión de parar a pensar, la ciudadanía merece explicaciones más convincentes y planes de futuro más detallados acerca de los motivos de ese insólito paréntesis que usted ha protagonizado para desconcierto de todo el país. La excepcionalidad por la que un gobernante interrumpe voluntariamente sus obligaciones durante cerca de una semana debe ser debidamente justificada. De lo contrario, se convierte en una arbitrariedad inaceptable.

Y, hasta ahora, lo que usted ha verbalizado, primero por carta y luego en una comparecencia sin preguntas, no ofrece razones suficientes para irse ni tampoco para quedarse. Debería usted explicar, sin ofender la inteligencia de sus paisanos, los graves asuntos que le inclinaron a seguir al frente del Ejecutivo. Porque, si la situación era tan delicada como para tentarlo a renunciar, la misma importancia adquiere el hecho de tener que continuar dirigiendo la nación, a pesar de sus intenciones previas. A menos que se trate de otra cosa, de un ardid, que no creo. 

Con lo pasado se da por descontada la irritación de los partidos de la oposición, sobre todo los de la derecha, por su decisión de seguir gobernando como si nada hubiera pasado. Ya le criticaron por pararse a reflexionar, acusándolo de débil, infantil e irresponsable. Y ahora por quedarse, tachándolo de ser el gobernante más autoritario, desde Franco, en la historia de España. En cualquier caso, esas formaciones no hacen más que ser fieles a su forma de oponerse a todo, con exageraciones y exabruptos. Si lo primero las descolocó en su estrategia de confrontación por tierra, mar y aire, lo segundo las defraudó cuando ya creían –y celebraban- cobrada su presa. A diferencia de ellas, no ponemos en cuestión lo que usted ha hecho con objeto de apartarle del poder, sino por el respeto que nos infunde la institución que usted encarna, nada menos que la presidencia del Gobierno, y por la debida transparencia y ejemplaridad con que debe ser asumida en toda democracia que se precie. Es decir, con rendición de cuentas a los ciudadanos. Cosa que usted ha efectuado con racañería.

Los ciudadanos esperan que clarifique usted eso que parece el resultado de su retiro reflexivo y el motivo prioritario para continuar en La Moncloa: su  “compromiso de trabajar sin descanso, con firmeza y serenidad, por la regeneración pendiente de nuestra democracia y por el avance y la consolidación de derechos y de libertades”. Unos problemas que usted relaciona con la propagación de noticias falsas como causa esencial del daño a la convivencia. Si los bulos y la desinformación le parecen el núcleo de nuestros  conflictos, habría que recordarle que tales amenazas ni son nuevas ni exclusivas de nuestra democracia.

Hace lustros que la información falaz y tendenciosa circula abiertamente  por todos los canales de la comunicación y la información a los que tienen acceso los ciudadanos. Es más, tales informaciones truculentas forman parte de los discursos y la propaganda no sólo de la política, sino también de la industria, el comercio, la economía, el deporte, el arte, el entretenimiento y hasta de los ecos de sociedad. Eso sí, ahora multiplicados exponencialmente por el predominio absoluto de las redes sociales y los medios digitales. Si usted descubre ahora la importancia y gravedad de estos problemas, tanto como para exigir una regeneración de la democracia española y la consolidación de los derechos y las libertades, al menos debería usted ser más explícito de la peligrosidad que representan y ofrecer una mayor concreción de las medidas que piensa adoptar para evitar que sigan alterando gravemente, hasta el extremo de hacerle pausar en sus obligaciones, nuestra tolerante convivencia como sociedad plural y pacífica. Continuar en el cargo basándose sólo en un etéreo compromiso vocacional sin justificar, no es de recibo. Tampoco eso, presidente.

Porque desde hace años la política se judicializa y la justicia se inmiscuye en la política. Ya no resulta extraño que cualquier disenso político acabe en los tribunales ni que jueces cuestionen y hasta se manifiesten con sus togas por decisiones políticas. ¿Qué propone usted para que las instituciones democráticas y los poderes del Estado no sobrepasen los cauces de sus propias atribuciones constitucionales? Más fácil aun: ¿cómo piensa restaurar el respeto y la educación en el debate político y la diatriba parlamentaria? El desborde de los primeros y la discusión tabernaria de los segundos constituyen el abono más fértil para la germinación abundante de bulos, fakenews y demás información tendenciosa que pretende manipular la voluntad de los ciudadanos. Pero no es algo nuevo. Ya Alfonso Guerra tildaba a Adolfo Suárez de “tahúr del Mississippi” y opinaba que “en política, la única posibilidad de ser honesto es siendo aficionado”.  Hoy la confrontación es, cotidianamente, más burda y barriobajera que nunca y se extiende de forma instantánea.   

Pero, puesto que esa desinformación es práctica habitual en la actualidad, ¿cómo planea usted corregir tal tendencia en los medios de comunicación que se valen de ella con fines espurios? ¿Cómo obligarlos  a no mezclar intencionadamente opinión con información? ¿Cómo convencer a los propagadores de bulos de que no consientan ser meros propagandistas  de información sin contrastar, sino que se rijan con deontología profesional? ¿Cómo evitar que medios de comunicación, sin más financiación que las ayudas y la publicidad de instituciones públicas, actúen como gabinetes de comunicación de partidos políticos y administraciones concretas? ¿Cómo controlar y regular ese matrimonio de conveniencia entre el periodismo y la política, señor presidente, sin que las libertades de expresión y de prensa y el derecho a la información se vean afectados o restringidos? Explíquelo, por favor.

En definitiva, ¿qué va a hacer con las denuncias y los rumores que se han vertido sobre su entorno familiar con ánimo de apartarle de sus obligaciones? ¿No va a responder a esos ataques al parecer infundados? Porque, aunque es evidente que con su pausa para reflexionar ha conseguido que nos percatáramos del lodazal en el que chapotea la política, sus explicaciones no son suficientes. Hace falta que anuncie un viraje decidido a favor de la transparencia, la honestidad y la legalidad de la labor pública y en apoyo a los servidores que la desempeñan, sean elegidos o funcionarios. Aparte de señalar el fango, debió usted subrayar lo obvio: que su esposa defenderá su inocencia, como cualquier ciudadana particular, de las ofensas vertidas sobre ella. Y explicar con todo detalle, en las instancias correspondientes, todos aquellos asuntos que sus oponentes sospechan próximos a la corrupción o al tráfico de influencias, mostrando cuantos papeles, procedimientos y resoluciones en sede parlamentaria sean pertinentes para alejar cualquier duda de irregularidad. Le faltó anunciar que asumirá, este sí, el compromiso formal y permanente de informar y ser más transparente acerca de todo asunto controvertido, sin esperar a que le sea requerido o le resulte conveniente. Y que denunciará ante los ciudadanos y los tribunales, llegado el caso, el método de la difamación, la infamia y la injuria, que constituyen el grumo de los bulos, por quienes hacen uso de ello para el ejercicio indigno de la política.

Si usted, señor presidente, hubiese añadido en su comparecencia explicaciones prolijas sobre los motivos que le tentaron a dimitir, el alivio por su continuidad no se hubiera limitado a los afiliados y simpatizantes de su partido, sino también al conjunto de la sociedad que contempla atónita la deriva de chabacanería por la que se despeña la política en estos tiempos. Y se lo hubieran agradecido. Porque, además de exhibirse usted como un político sagaz para afrontar adversidades, también habría podido mostrar el lado humano y sensible de su persona, defendiendo su dignidad y la honestidad intachable de su familia y su gobierno. Los ciudadanos no esperaban otra cosa, señor presidente.

sábado, 27 de abril de 2024

Así no, presidente.

Cuando escribo estas líneas no conozco la decisión de Pedro Sánchez de continuar o no como presidente del Gobierno. Sus dudas obedecen a las acusaciones aireadas por la derecha y la extrema derecha sobre presuntos delitos de corrupción que implican a miembros de su familia, en particular a su mujer Begoña Gómez. Y aunque es evidente que tales acusaciones forman parte de la guerra sucia que las derechas de este país promueven para intentar obstaculizar y, si es posible, derribar el Gobierno del líder socialista, que cuenta con el apoyo de todos los partidos representados en el Congreso de los Diputados, excepto, precisamente, los de de derechas, parece que esas acusaciones sin pruebas colman el vaso del presidente Sánchez. Más aun cuando un juez ha admitido a trámite una denuncia formulada por el pseudosindicato ultra Manos Limpias, que eleva la presión sobre el entorno del presidente a niveles judiciales, a pesar de que el texto de la denuncia no aporta indicio alguno de delito, como marca la ley procesal, sino que reproduce meros recortes periodísticos extraídos de medios de la derecha mediática. La denuncia está firmada por el presidente de Manos Limpias, un exdirigente de Fuerza Nueva y “caballero de honor” de la Fundación Francisco Franco.

Por todo ello, Pedro Sánchez ha decidido, a través de una carta dirigida a los ciudadanos, tomarse unos días para reflexionar si merece la pena que su familia sea objeto de esta brutal campaña de desprestigio y bulos para que él siga ocupando la presidencia del Gobierno. Y el plazo que se concedió para decidirlo expira el lunes, días después de que yo escriba este comentario. Pero, incluso sin conocer su decisión, me atrevo a expresar mi opinión al respecto.

Reconozco que comprendo el impulso del presidente de tirar la toalla. Yo mismo, en circunstancias infinitamente menos relevantes pero igual de trascendentes para mi, he optado por abandonar sitios y ocupaciones que causaban tensión en las relaciones con mi familia o en mi tranquilidad personal. Porque lo que más corroe la moral de cualquiera que se entrega honestamente a realizar su trabajo es que éste no sólo no sea reconocido por sus resultados, sino que se intente infravalorarlo y hasta desprestigiarlo por cuestiones personales, envidias o rivalidad profesional. Y si esto sucede en el ámbito individual y anónimo de cada cual, no cuesta trabajo imaginar lo que se sufre cuando tu objetivo es, nada menos, que el progreso del país y la mejora de la vida de todos los ciudadanos. La frustración que se debe sentir ha de ser inmensa cuando tus adversarios políticos, en vez de plantear alternativas políticas y defenderlas ante los ciudadanos en las instancias y por los cauces que dispone la democracia, recurren al insulto, a la difamación, las calumnias, los bulos y las mentiras no solo sobre tu persona, sino incluso contra de tu familia, sin importar el daño reputacional y emocional que puedan causar. Llega un momento en que ya no se aguanta más y entran ganas de dejarlo todo. Máxime si, como parece, nadie reconoce mérito alguno al trabajo realizado.

Desde el mismo instante en que ganó aquella moción de censura al Gobierno conservador de Mariano Rajoy, en 2018, tras haber sido condenado el partido gobernante por corrupción, las derechas no han dejado de emprender cualquier iniciativa que contribuyese a deslegitimar y entorpecer los sucesivos gobiernos de izquierdas encabezados por Pedro Sánchez. Las derechas no toleraron que las desalojaran del poder, y menos de forma tan humillante, mediante la única moción de censura que ha tenido éxito en la democracia española. Pero todavía menos aun por el motivo que la motivó: la censura a un PP condenado por corrupción. Desde entonces andan enrabietadas por desprestigiar a un Gobierno al que califican desde el primer día como “ilegítimo”, aunque posteriormente fuera ratificado en las urnas. Y no dudan en implicarlo en cualquier escándalo de corrupción que puedan atribuirle, sea cierto o no, con pruebas o sin ellas. Así hasta hoy, cuando parece que, al fin, han hallado el punto débil de Pedro Sánchez: su esposa, a la que acusan de tráfico de influencias. Y el presidente ha dicho basta y parece decidido a dimitir.

Pero así no, presidente, no renuncie de esta forma a la posibilidad de gobernar que le fue confiada democráticamente por los ciudadanos en las últimas elecciones generales. No conceda este triunfo a quienes buscan vencer de mala manera, usando todos los turbios instrumentos de guerra sucia -judicial y mediática-, para obligarle abandonar. Por muchos que sean quienes le atacan de manera tan espuria, son muchísimos más los que le apoyan con sinceridad, desde el compromiso con la democracia, en defensa de los valores y las conquistas que representa la opción política que usted lidera. No los defraude dimitiendo, señor presidente.

Ya sabemos cómo las gasta la derecha cuando se propone derribar, sin esperar el resultado de las urnas, a un adversario ideológico. Juan Carlos Monedero, Mónica Oltra, Victoria Rosell, Pablo Iglesias, Irene Montero, Carlos Sánchez Mato y hasta el juez Garzón, que quiso enjuiciar los crímenes del franquismo, son ejemplos, entre otros, de los cadáveres que la derecha deja en el camino, tras someterlos al acoso político, mediático y judicial, en su encarnizada lucha por el poder a cualquier precio. No se sume usted a esa lista y demuestre que se puede vencer a esta derecha, por muy sucio que actúe. No permita que la derecha consuma el golpe de  tumbar un gobierno por medio de maniobras turbias e inmorales en vez de por el resultado de los votos. La calidad de nuestra democracia depende de la resistencia que muestran los que creen en ella y tratan de evitar que sea erosionada y cuestionada por esos desestabilizadores de la derecha y la ultraderecha, que no aceptan un país diferente al de su modelo nacional-católico. Usted, señor presidente, encarna hoy la resistencia frente a esos nostálgicos de regímenes que no respetan la democracia y que contaminan el debate público con mentiras, bulos, tergiversaciones, insidias, manipulaciones, amenazas e  insultos. Esa “nebulosa de instintos oscuros y de pulsiones insondables”, como diría Umberto Eco, no puede doblegarle.  Asi no, presidente.

Que sean los ciudadanos con su voto los que le marquen la salida del poder, los que le retiren su confianza para continuar gobernando. Mientras eso no suceda, usted tiene la obligación de cumplir su compromiso electoral con los votantes. Todos aquellos que han visto mejorado su salario mínimo se lo exigen. Y los que se benefician de un contrato indefinido, en vez de temporal, en el trabajo. También se lo piden los que han tenido la oportunidad de recibir la ayuda del ingreso mínimo vital o el bono con el que pueden tener acceso a la oferta cultural de su ciudad. Son muchos cuya voz no resuena con el estruendo de los sectarios, pero que también deberá escuchar para ponderar su decisión. Como la de los jóvenes que consiguen estudiar gracias al incremento en el número de becas y demás ayudas familiares. La de los amparados con las medidas de protección frente al desempleo. Y las de esa mitad de la población que, por ser mujer, todavía es víctima de la discriminación y la desigualdad que sufre en muchos aspectos de su vida, incluida su propia seguridad personal frente a la violencia machista. No debe olvidar usted a quienes conservaron su trabajo, gracias a los Ertes ideados por su gobierno, durante la pasada pandemia y la crisis económica. Ni a los beneficiados por las ayudas para combatir la inflación y el alza de precios de la energía y la cesta de la compra a causa de la guerra en Ucrania. Tampoco puede defraudar a los que sobrevivieron a la pandemia del coronavirus al no negar con sus políticas la gravedad de la situación ni la atención que se debía a la población con las vacunas y el reforzamiento de la atención médico-hospitalaria, en contraste con otras administraciones que dejaron morir a ancianos en las residencias por no derivarlos a centros sanitarios. Por favor, señor Sánchez, no desista usted de seguir defendiendo el nivel adquisitivo de las pensiones y la regeneración de nuestra democracia. Permanezca usted en su puesto para seguir procurando la recuperación de la memoria democrática de nuestro país y el reconocimiento a las víctimas de la Guerra Civil y la dictadura.

Ya sabemos, señor presidente, que la presión y la ofensiva que usted soporta es prácticamente inaguantable. Nadie, en cualquier otro puesto, lo soportaría.  Pero en el que usted ocupa, en la gobernación del país, debe usted resistirla y vencerla. Más que por su bien o el de su familia, por el bien de la inmensa mayoría que confía en usted y en su labor. No permita que se salgan con la suya, mediante una ofensiva inmoral e indigna, los que no consiguen el refrendo de las urnas. Es la democracia lo que está en juego. Y la democracia siempre merece la pena. Piénselo bien.            

martes, 16 de abril de 2024

Feria clasista

Esta semana se celebra en Sevilla su celebérrima Feria de Abril, la fiesta primaveral por excelencia de una ciudad fiel a sus costumbres y celosa de su arraigada personalidad. Tanto que ni en el real de la Feria, ese espacio efímero de jolgorio en casetas de lona engalanadas con farolillos y calles por las que circulan coches de caballos, jinetes, flamencas y toda clase de personajes, olvida sus esencias. Y su esencia es una clara distinción de clases sociales que, entre bailes por sevillanas y brindis con manzanilla o rebujito, no hacen más que representar o aparentar su estamento en un ambiente de falsa y feliz convivencia.

Ya desde sus orígenes, a mediados del siglo XIX, como feria mercantil agrícola y ganadera, los sevillanos aprovecharon el certamen comercial para disfrutar de unos días de bailes y cantes, hasta el punto de que los comerciantes tuvieron que solicitar al ayuntamiento un mayor control policial porque tenían dificultades para realizar sus tratos. En aquellos tiempos, las faldas largas y los mantones, como se vestían las cigarreras, era la indumentaria habitual de las mujeres, de la que deriva el actual traje de flamenca. Para unas era su vestido diario, y para otras, un traje confeccionado para engalanarse y exhibirse, como fijó en un óleo el pintor costumbrista Gonzalo Bilbao.

Y es que, una vez instituida oficialmente la fiesta, precisamente a instancias de dos concejales, de origen vasco y catalán, respectivamente, pronto comenzó la Feria a atraer primero la curiosidad, luego la visita y finalmente la participación de los habitantes de la ciudad y de gentes de todo el país y hasta del extranjero. Se convirtió, así, en el espacio propicio para que todo el mundo intentara parecer lo que le gustaría ser pero que no era, representar el personaje o la capacidad que anhela, al menos, durante los días de feria, y mezclarse en falsa convivencia en una festiva farándula de apariencias.

Porque eso es la Feria. Salir aunque no se pueda y mezclarse con quienes el resto del año marcan claras distinciones. Todos intentan ser cordiales, generosos y alegres, aunque con diferencias. Los menos pudientes se conforman con pasear y dejarse ver deambulando hacia ningún sitio por esa ciudad efímera de luces, música y saludos, mientras los privilegiados se reúnen en sus casetas privadas, cerradas para los demás, compartiendo palmas, gambas y vinos con los de su clase. Unos acuden a pie o en bus, y otros en taxis o coches de caballos. Pero todos se cruzan por el real como si fueran vecinos de una misma comunidad, ocultando cada cual sus pequeñas miserias y mostrando la máscara de su representación en ese escenario apretujado de la feria, como diría Paco Robles.

Es, también, lugar de relaciones fortuitas o acordadas. De sonoros y efusivos abrazos, grandes sonrisas y generosas invitaciones a “tómate una copa” en la trastienda de la caseta, donde se ubica el ambigú que no para de despachar vinos, cervezas y platos de gambas o “pescaíto” frito. Pero solo una vez porque la generosidad ha de ser correspondida. Los que no pueden permitírselo, miran y pasean. Y hasta es posible que conozcan a alguien que les permita acceder a una caseta y afrontar de su bolsillo lo que allí consuman, mientras los niños bailan y los padres observan el teatro del que participan, a ser posible, con traje y corbata, y la parienta,  de flamenca. Porque el disfraz es imprescindible. Si no, la imagen que se ofrece es la de un extraño o excluido de la fiesta, seguramente un gorrón.

Y ese es el peor estigma con el que podrían señalarte. Algo así como un apestado. Por eso, si deseas participar y disfrutar de la Feria de Sevilla, ciudad clasista donde las haya, lo mejor es aparentar, gastar tus ahorros y batir las palmas. Hacer como si fueras uno más de los que desde el real se van a los toros a fumarse un puro antes de regresar a la caseta para pasar la noche de fiesta.  Y así, día tras día. ¡Olé!