martes, 7 de mayo de 2024

Gaza, campo de exterminio.

Veamos las cosas como son. Israel no está ejerciendo el derecho a la legítima defensa. Lo que hace Israel es practicar el exterminio del pueblo palestino de Gaza. De este modo, Israel ha mutado de víctima del holocausto judío a victimario del holocausto palestino en Gaza. Y acomete dicha tarea genocida ante la indiferencia cómplice de la inmensa mayoría de países del mundo que se consideran democráticos pero desisten del cumplimiento de los Derechos Humanos y el respeto a la legalidad internacional. Tal es la situación.

La matanza indiscriminada de la población civil de Gaza solo puede compararse con la masacre de Srebrenica y el sitio de Sarajevo. Pero sobrepasándolos con creces en cuanto al número de víctimas y crueldad inhumana. Más de 35.000 palestinos han sido asesinados sin piedad, la mayoría de ellos mujeres y niños, acorralados en un espacio cercado, bombardeado e invadido por un ejército fuertemente armado, como si se enfrentara a una guerra con un enemigo de igual capacidad, y no contra una milicia de civiles militarizados con cuchillos, rifles y cohetes caseros. Ambos matan, pero unos, en el peor de los casos, a no más de 1.500 inocentes, y otros, sin esforzarse mucho, a más de 35.000 víctimas también inocentes.  

El balance provisional de los que están predestinados a perder, tras seis meses de esa “legítima defensa” que practica Israel, es, pues, descaradamente desproporcional, en comparación con el inesperado y salvaje ataque de Hamás al sur de Israel. La venganza israelí es monstruosamente sangrienta, pero no ciega. Utiliza inteligencia artificial para realizar una vigilancia masiva de los habitantes de Gaza y seleccionar a los que se convertirán en objetivo a abatir, según determine un algoritmo diseñado para tal fin. Hasta fosas comunes con centenares de civiles muertos, algunos de ellos con las manos atadas a la espalda, han sido halladas bajo los escombros de hospitales y escuelas tras el paso de las tropas hebreas. Y es que ni siquiera la búsqueda y rescate de los 240 rehenes capturados en aquel ataque del pasado 7 de octubre les hace aflojar el gatillo vengativo. A estas alturas, cuando ya comienza el ataque a Rafah, el último rincón donde se refugia más de un millón y medio de palestinos que han huido del resto de un territorio completamente arrasado, solo cabe esperar que el líder de U2 componga una canción para emocionarnos hipócritamente, dentro de unos años, encendiendo móviles o mecheros en los conciertos por la matanza de Gaza.

Porque lo que Israel está haciendo en Gaza es, simplemente, un delito de lesa humanidad por el que tarde o temprano tendrá que rendir cuentas ante la justicia y/o la historia. Ningún país civilizado y democrático puede emprender el exterminio de un pueblo, por enemigo que sea, con el descaro, la impunidad y la inmoralidad con que lo está haciendo Israel  en Gaza. Así solo se comportan las autocracias más miserables y racistas que no dudan en invadir y ocupar por la fuerza territorios limítrofes, simplemente para expulsar a sus habitantes y expandir sus fronteras.

Y eso es, exactamente, lo que lleva haciendo Israel prácticamente desde su fundación como Estado sionista. Y cada vez con más desfachatez y cinismo, actuando con total impunidad, porque cuenta con el respaldo incondicional de EE UU., que lo protege con su veto cada vez que la ONU vota alguna resolución o acuerdo que disguste a Israel. Y le proporciona el apoyo armamentístico que necesite para sus incursiones defensivas y ofensivas en la región. Por eso Israel se comporta como se comporta: como un matón sin escrúpulos. 

La cuestión es que Israel no oculta ya que tiene un plan en marcha, y no es el que la ONU propugna para solucionar el conflicto palestino-israelí. Un conflicto que nació el mismo día que se creó el Estado de Israel, en 1948. Aquella partición del antiguo Mandato británico de Palestina en dos Estados, uno judío y otro árabe, acordada por la ONU, nunca ha sido del agrado de las autoridades de Israel.

El objetivo hebreo  ha sido siempre el de construir una gran nación para todos los judíos en la que no tienen cabida los palestinos ni los árabes originarios del territorio. La fórmula de los dos Estados le repugna a Israel y jamás ha dado un paso hacia esa solución acordada por la ONU. Y no lo acepta porque la población árabe era mayoritaria en esas tierras y sofocaba demográficamente a la judía. De ahí la expulsión de árabes y palestinos de sus territorios a lo largo de todo este tiempo y las sucesivas guerras e intifadas que han estallado desde la fundación de Israel.

De hecho, Israel rechaza de plano el retorno de los palestinos expulsados y refugiados en campamentos de Líbano, Jordania o Siria, entre otros lugares, mientras aplica, simultáneamente, una constante política de “disolución” de la población palestina residente en Cisjordania mediante la creación de colonias y asentamientos judíos ilegales, que infestan el reducto supuestamente palestino. En ese contexto, el de invadir tierras y expulsar a su población, hay que insertar la guerra aniquiladora que Israel ha emprendido en el único trozo de Palestina que era habitado en exclusiva por su población autóctona: Gaza. Una guerra que el insólito ataque de Hamás propició para que Israel pudiera considerar al enclave como un ente hostil, una amenaza, incluida su población civil, que debía ser “neutralizada”, es decir, literalmente eliminada, a pesar de que Gaza siempre ha estado asediada y controlada por el Ejército israelí, hasta el extremo de que de allí no salía ni entraba nadie sin su consentimiento.

¿Y qué hace el mundo ante tamaño desastre humanitario? Absolutamente nada efectivo. Se limita a pedir contención y cautela, pero se resiste adoptar medidas de presión, como hace contra otros agresores en condiciones semejantes. Nadie se atreve a romper vínculos diplomáticos, boicotear su economía o productos y cesar de venderle armas y municiones, como se ha hecho con Rusia por invadir Ucrania. Sólo cuando aparecen síntomas de escalada del conflicto, los equidistantes alzan un poco la voz. Como cuando vociferaron para condenar a Irán por lanzar misiles contra Israel en represalia del ataque israelí a la embajada de Irán en Damasco (Siria), que destruyó totalmente las instalaciones y mató a siete mandos del Ejército de los Guardianes de la Revolución Islámica. El temor a que se extendiera el conflicto hizo que el pulso militar entre ambos enemigos declarados se limitara a esas escaramuzas sumamente controladas y exquisitamente quirúrgicas. Al menos, por ahora. Porque el mundo tembló ante la posibilidad de que Irán cerrara el Estrecho de Ormuz, en el golfo Pérsico, por donde pasa una quinta parte del petróleo y gas a Occidente, sin trayectos alternativos.  Eso fue lo que movió a la diplomacia internacional a pedir contención a las partes.

Sin embargo, contra la barbarie y el sufrimiento a los que se somete a los gazatíes, la “presión” internacional ha sido absolutamente inútil. Entre otras coas, porque esa presión es testimonial  y, como mucho, se circunscribe a recordar el respeto a los Derechos Humanos cuando se ejerce esa “legítima” defensa que nadie discute  a Israel. Porque lo único que hay en juego son vidas humanas de palestinos inocentes, no petróleo ni gas.    

Ese doble rasero para juzgar el conflicto contamina, incluso, al mismo organismo internacional que impulsó y autorizo la creación del Estado judío. Así, la ONU ha rechazado la resolución, presentada por Argelia, de aceptar a Palestina como país miembro, impedida por al veto de EE.UU y dos abstenciones entre una votación de 12 miembros. El veto de Washington, al ser miembro permanente del Consejo de Seguridad, ha dejado sin efecto la propuesta. Este alineamiento tan incondicional de EE.UU. con Israel  está quebrando el apoyo social al presidente Joe Biden, provocando algaradas, manifestaciones y concentraciones entre los estudiantes universitarios, que recuerdan a las organizadas por sus abuelos durante la guerra de Vietnam.

A pesar de su aparente impunidad, la verdad es que ya nadie, salvo Israel y EE.UU., se traga que lo que hace Netanyahu en Gaza sea “legítima” defensa, sino un auténtico genocidio a la vista del mundo entero. Y todos esos "nadies" confían en que, más tarde o temprano, tales acciones criminales acaben siendo objeto de persecución penal y sus responsables, castigados con la debida  condena. Es lo que, al menos, cabría esperar si la decencia, la legalidad, la moral y la justicia continúan inscritas en el frontispicio de las naciones civilizadas y, por ende, democráticas, a pesar de que, hoy día, parezca que esos principios también han sido víctimas de las bombas que destruyen Gaza.

sábado, 4 de mayo de 2024

Tampoco eso, presidente.

Al final, no ha dimitido usted, señor presidente, como se desprendía de la carta que remitió a los ciudadanos después de tomarse cinco días de reflexión. No ha renunciado a la presidencia del Gobierno, como una mayoría de españoles se temían, y por lo que me permití un comentario para que así, de esa forma, no acabara tan abruptamente su mandato. No debía usted desdeñar la responsabilidad que le otorgaron los votantes en las pasadas elecciones de hace menos de un año. Le reclamé que así no, presidente, que así no podía usted irse.

Pero ahora le convino a que tampoco puede continuar de esta forma, mediante una simple declaración de intenciones y vaguedades. Así no puede usted zanjar el desasosiego, la tensión y las tribulaciones que ha causado en la ciudadanía con esa pausa para reflexionar en la que nos ha embarcado a todos. Porque, con el mismo respeto que mereció su decisión de parar a pensar, la ciudadanía merece explicaciones más convincentes y planes de futuro más detallados acerca de los motivos de ese insólito paréntesis que usted ha protagonizado para desconcierto de todo el país. La excepcionalidad por la que un gobernante interrumpe voluntariamente sus obligaciones durante cerca de una semana debe ser debidamente justificada. De lo contrario, se convierte en una arbitrariedad inaceptable.

Y, hasta ahora, lo que usted ha verbalizado, primero por carta y luego en una comparecencia sin preguntas, no ofrece razones suficientes para irse ni tampoco para quedarse. Debería usted explicar, sin ofender la inteligencia de sus paisanos, los graves asuntos que le inclinaron a seguir al frente del Ejecutivo. Porque, si la situación era tan delicada como para tentarlo a renunciar, la misma importancia adquiere el hecho de tener que continuar dirigiendo la nación, a pesar de sus intenciones previas. A menos que se trate de otra cosa, de un ardid, que no creo. 

Con lo pasado se da por descontada la irritación de los partidos de la oposición, sobre todo los de la derecha, por su decisión de seguir gobernando como si nada hubiera pasado. Ya le criticaron por pararse a reflexionar, acusándolo de débil, infantil e irresponsable. Y ahora por quedarse, tachándolo de ser el gobernante más autoritario, desde Franco, en la historia de España. En cualquier caso, esas formaciones no hacen más que ser fieles a su forma de oponerse a todo, con exageraciones y exabruptos. Si lo primero las descolocó en su estrategia de confrontación por tierra, mar y aire, lo segundo las defraudó cuando ya creían –y celebraban- cobrada su presa. A diferencia de ellas, no ponemos en cuestión lo que usted ha hecho con objeto de apartarle del poder, sino por el respeto que nos infunde la institución que usted encarna, nada menos que la presidencia del Gobierno, y por la debida transparencia y ejemplaridad con que debe ser asumida en toda democracia que se precie. Es decir, con rendición de cuentas a los ciudadanos. Cosa que usted ha efectuado con racañería.

Los ciudadanos esperan que clarifique usted eso que parece el resultado de su retiro reflexivo y el motivo prioritario para continuar en La Moncloa: su  “compromiso de trabajar sin descanso, con firmeza y serenidad, por la regeneración pendiente de nuestra democracia y por el avance y la consolidación de derechos y de libertades”. Unos problemas que usted relaciona con la propagación de noticias falsas como causa esencial del daño a la convivencia. Si los bulos y la desinformación le parecen el núcleo de nuestros  conflictos, habría que recordarle que tales amenazas ni son nuevas ni exclusivas de nuestra democracia.

Hace lustros que la información falaz y tendenciosa circula abiertamente  por todos los canales de la comunicación y la información a los que tienen acceso los ciudadanos. Es más, tales informaciones truculentas forman parte de los discursos y la propaganda no sólo de la política, sino también de la industria, el comercio, la economía, el deporte, el arte, el entretenimiento y hasta de los ecos de sociedad. Eso sí, ahora multiplicados exponencialmente por el predominio absoluto de las redes sociales y los medios digitales. Si usted descubre ahora la importancia y gravedad de estos problemas, tanto como para exigir una regeneración de la democracia española y la consolidación de los derechos y las libertades, al menos debería usted ser más explícito de la peligrosidad que representan y ofrecer una mayor concreción de las medidas que piensa adoptar para evitar que sigan alterando gravemente, hasta el extremo de hacerle pausar en sus obligaciones, nuestra tolerante convivencia como sociedad plural y pacífica. Continuar en el cargo basándose sólo en un etéreo compromiso vocacional sin justificar, no es de recibo. Tampoco eso, presidente.

Porque desde hace años la política se judicializa y la justicia se inmiscuye en la política. Ya no resulta extraño que cualquier disenso político acabe en los tribunales ni que jueces cuestionen y hasta se manifiesten con sus togas por decisiones políticas. ¿Qué propone usted para que las instituciones democráticas y los poderes del Estado no sobrepasen los cauces de sus propias atribuciones constitucionales? Más fácil aun: ¿cómo piensa restaurar el respeto y la educación en el debate político y la diatriba parlamentaria? El desborde de los primeros y la discusión tabernaria de los segundos constituyen el abono más fértil para la germinación abundante de bulos, fakenews y demás información tendenciosa que pretende manipular la voluntad de los ciudadanos. Pero no es algo nuevo. Ya Alfonso Guerra tildaba a Adolfo Suárez de “tahúr del Mississippi” y opinaba que “en política, la única posibilidad de ser honesto es siendo aficionado”.  Hoy la confrontación es, cotidianamente, más burda y barriobajera que nunca y se extiende de forma instantánea.   

Pero, puesto que esa desinformación es práctica habitual en la actualidad, ¿cómo planea usted corregir tal tendencia en los medios de comunicación que se valen de ella con fines espurios? ¿Cómo obligarlos  a no mezclar intencionadamente opinión con información? ¿Cómo convencer a los propagadores de bulos de que no consientan ser meros propagandistas  de información sin contrastar, sino que se rijan con deontología profesional? ¿Cómo evitar que medios de comunicación, sin más financiación que las ayudas y la publicidad de instituciones públicas, actúen como gabinetes de comunicación de partidos políticos y administraciones concretas? ¿Cómo controlar y regular ese matrimonio de conveniencia entre el periodismo y la política, señor presidente, sin que las libertades de expresión y de prensa y el derecho a la información se vean afectados o restringidos? Explíquelo, por favor.

En definitiva, ¿qué va a hacer con las denuncias y los rumores que se han vertido sobre su entorno familiar con ánimo de apartarle de sus obligaciones? ¿No va a responder a esos ataques al parecer infundados? Porque, aunque es evidente que con su pausa para reflexionar ha conseguido que nos percatáramos del lodazal en el que chapotea la política, sus explicaciones no son suficientes. Hace falta que anuncie un viraje decidido a favor de la transparencia, la honestidad y la legalidad de la labor pública y en apoyo a los servidores que la desempeñan, sean elegidos o funcionarios. Aparte de señalar el fango, debió usted subrayar lo obvio: que su esposa defenderá su inocencia, como cualquier ciudadana particular, de las ofensas vertidas sobre ella. Y explicar con todo detalle, en las instancias correspondientes, todos aquellos asuntos que sus oponentes sospechan próximos a la corrupción o al tráfico de influencias, mostrando cuantos papeles, procedimientos y resoluciones en sede parlamentaria sean pertinentes para alejar cualquier duda de irregularidad. Le faltó anunciar que asumirá, este sí, el compromiso formal y permanente de informar y ser más transparente acerca de todo asunto controvertido, sin esperar a que le sea requerido o le resulte conveniente. Y que denunciará ante los ciudadanos y los tribunales, llegado el caso, el método de la difamación, la infamia y la injuria, que constituyen el grumo de los bulos, por quienes hacen uso de ello para el ejercicio indigno de la política.

Si usted, señor presidente, hubiese añadido en su comparecencia explicaciones prolijas sobre los motivos que le tentaron a dimitir, el alivio por su continuidad no se hubiera limitado a los afiliados y simpatizantes de su partido, sino también al conjunto de la sociedad que contempla atónita la deriva de chabacanería por la que se despeña la política en estos tiempos. Y se lo hubieran agradecido. Porque, además de exhibirse usted como un político sagaz para afrontar adversidades, también habría podido mostrar el lado humano y sensible de su persona, defendiendo su dignidad y la honestidad intachable de su familia y su gobierno. Los ciudadanos no esperaban otra cosa, señor presidente.

sábado, 27 de abril de 2024

Así no, presidente.

Cuando escribo estas líneas no conozco la decisión de Pedro Sánchez de continuar o no como presidente del Gobierno. Sus dudas obedecen a las acusaciones aireadas por la derecha y la extrema derecha sobre presuntos delitos de corrupción que implican a miembros de su familia, en particular a su mujer Begoña Gómez. Y aunque es evidente que tales acusaciones forman parte de la guerra sucia que las derechas de este país promueven para intentar obstaculizar y, si es posible, derribar el Gobierno del líder socialista, que cuenta con el apoyo de todos los partidos representados en el Congreso de los Diputados, excepto, precisamente, los de de derechas, parece que esas acusaciones sin pruebas colman el vaso del presidente Sánchez. Más aun cuando un juez ha admitido a trámite una denuncia formulada por el pseudosindicato ultra Manos Limpias, que eleva la presión sobre el entorno del presidente a niveles judiciales, a pesar de que el texto de la denuncia no aporta indicio alguno de delito, como marca la ley procesal, sino que reproduce meros recortes periodísticos extraídos de medios de la derecha mediática. La denuncia está firmada por el presidente de Manos Limpias, un exdirigente de Fuerza Nueva y “caballero de honor” de la Fundación Francisco Franco.

Por todo ello, Pedro Sánchez ha decidido, a través de una carta dirigida a los ciudadanos, tomarse unos días para reflexionar si merece la pena que su familia sea objeto de esta brutal campaña de desprestigio y bulos para que él siga ocupando la presidencia del Gobierno. Y el plazo que se concedió para decidirlo expira el lunes, días después de que yo escriba este comentario. Pero, incluso sin conocer su decisión, me atrevo a expresar mi opinión al respecto.

Reconozco que comprendo el impulso del presidente de tirar la toalla. Yo mismo, en circunstancias infinitamente menos relevantes pero igual de trascendentes para mi, he optado por abandonar sitios y ocupaciones que causaban tensión en las relaciones con mi familia o en mi tranquilidad personal. Porque lo que más corroe la moral de cualquiera que se entrega honestamente a realizar su trabajo es que éste no sólo no sea reconocido por sus resultados, sino que se intente infravalorarlo y hasta desprestigiarlo por cuestiones personales, envidias o rivalidad profesional. Y si esto sucede en el ámbito individual y anónimo de cada cual, no cuesta trabajo imaginar lo que se sufre cuando tu objetivo es, nada menos, que el progreso del país y la mejora de la vida de todos los ciudadanos. La frustración que se debe sentir ha de ser inmensa cuando tus adversarios políticos, en vez de plantear alternativas políticas y defenderlas ante los ciudadanos en las instancias y por los cauces que dispone la democracia, recurren al insulto, a la difamación, las calumnias, los bulos y las mentiras no solo sobre tu persona, sino incluso contra de tu familia, sin importar el daño reputacional y emocional que puedan causar. Llega un momento en que ya no se aguanta más y entran ganas de dejarlo todo. Máxime si, como parece, nadie reconoce mérito alguno al trabajo realizado.

Desde el mismo instante en que ganó aquella moción de censura al Gobierno conservador de Mariano Rajoy, en 2018, tras haber sido condenado el partido gobernante por corrupción, las derechas no han dejado de emprender cualquier iniciativa que contribuyese a deslegitimar y entorpecer los sucesivos gobiernos de izquierdas encabezados por Pedro Sánchez. Las derechas no toleraron que las desalojaran del poder, y menos de forma tan humillante, mediante la única moción de censura que ha tenido éxito en la democracia española. Pero todavía menos aun por el motivo que la motivó: la censura a un PP condenado por corrupción. Desde entonces andan enrabietadas por desprestigiar a un Gobierno al que califican desde el primer día como “ilegítimo”, aunque posteriormente fuera ratificado en las urnas. Y no dudan en implicarlo en cualquier escándalo de corrupción que puedan atribuirle, sea cierto o no, con pruebas o sin ellas. Así hasta hoy, cuando parece que, al fin, han hallado el punto débil de Pedro Sánchez: su esposa, a la que acusan de tráfico de influencias. Y el presidente ha dicho basta y parece decidido a dimitir.

Pero así no, presidente, no renuncie de esta forma a la posibilidad de gobernar que le fue confiada democráticamente por los ciudadanos en las últimas elecciones generales. No conceda este triunfo a quienes buscan vencer de mala manera, usando todos los turbios instrumentos de guerra sucia -judicial y mediática-, para obligarle abandonar. Por muchos que sean quienes le atacan de manera tan espuria, son muchísimos más los que le apoyan con sinceridad, desde el compromiso con la democracia, en defensa de los valores y las conquistas que representa la opción política que usted lidera. No los defraude dimitiendo, señor presidente.

Ya sabemos cómo las gasta la derecha cuando se propone derribar, sin esperar el resultado de las urnas, a un adversario ideológico. Juan Carlos Monedero, Mónica Oltra, Victoria Rosell, Pablo Iglesias, Irene Montero, Carlos Sánchez Mato y hasta el juez Garzón, que quiso enjuiciar los crímenes del franquismo, son ejemplos, entre otros, de los cadáveres que la derecha deja en el camino, tras someterlos al acoso político, mediático y judicial, en su encarnizada lucha por el poder a cualquier precio. No se sume usted a esa lista y demuestre que se puede vencer a esta derecha, por muy sucio que actúe. No permita que la derecha consuma el golpe de  tumbar un gobierno por medio de maniobras turbias e inmorales en vez de por el resultado de los votos. La calidad de nuestra democracia depende de la resistencia que muestran los que creen en ella y tratan de evitar que sea erosionada y cuestionada por esos desestabilizadores de la derecha y la ultraderecha, que no aceptan un país diferente al de su modelo nacional-católico. Usted, señor presidente, encarna hoy la resistencia frente a esos nostálgicos de regímenes que no respetan la democracia y que contaminan el debate público con mentiras, bulos, tergiversaciones, insidias, manipulaciones, amenazas e  insultos. Esa “nebulosa de instintos oscuros y de pulsiones insondables”, como diría Umberto Eco, no puede doblegarle.  Asi no, presidente.

Que sean los ciudadanos con su voto los que le marquen la salida del poder, los que le retiren su confianza para continuar gobernando. Mientras eso no suceda, usted tiene la obligación de cumplir su compromiso electoral con los votantes. Todos aquellos que han visto mejorado su salario mínimo se lo exigen. Y los que se benefician de un contrato indefinido, en vez de temporal, en el trabajo. También se lo piden los que han tenido la oportunidad de recibir la ayuda del ingreso mínimo vital o el bono con el que pueden tener acceso a la oferta cultural de su ciudad. Son muchos cuya voz no resuena con el estruendo de los sectarios, pero que también deberá escuchar para ponderar su decisión. Como la de los jóvenes que consiguen estudiar gracias al incremento en el número de becas y demás ayudas familiares. La de los amparados con las medidas de protección frente al desempleo. Y las de esa mitad de la población que, por ser mujer, todavía es víctima de la discriminación y la desigualdad que sufre en muchos aspectos de su vida, incluida su propia seguridad personal frente a la violencia machista. No debe olvidar usted a quienes conservaron su trabajo, gracias a los Ertes ideados por su gobierno, durante la pasada pandemia y la crisis económica. Ni a los beneficiados por las ayudas para combatir la inflación y el alza de precios de la energía y la cesta de la compra a causa de la guerra en Ucrania. Tampoco puede defraudar a los que sobrevivieron a la pandemia del coronavirus al no negar con sus políticas la gravedad de la situación ni la atención que se debía a la población con las vacunas y el reforzamiento de la atención médico-hospitalaria, en contraste con otras administraciones que dejaron morir a ancianos en las residencias por no derivarlos a centros sanitarios. Por favor, señor Sánchez, no desista usted de seguir defendiendo el nivel adquisitivo de las pensiones y la regeneración de nuestra democracia. Permanezca usted en su puesto para seguir procurando la recuperación de la memoria democrática de nuestro país y el reconocimiento a las víctimas de la Guerra Civil y la dictadura.

Ya sabemos, señor presidente, que la presión y la ofensiva que usted soporta es prácticamente inaguantable. Nadie, en cualquier otro puesto, lo soportaría.  Pero en el que usted ocupa, en la gobernación del país, debe usted resistirla y vencerla. Más que por su bien o el de su familia, por el bien de la inmensa mayoría que confía en usted y en su labor. No permita que se salgan con la suya, mediante una ofensiva inmoral e indigna, los que no consiguen el refrendo de las urnas. Es la democracia lo que está en juego. Y la democracia siempre merece la pena. Piénselo bien.            

martes, 16 de abril de 2024

Feria clasista

Esta semana se celebra en Sevilla su celebérrima Feria de Abril, la fiesta primaveral por excelencia de una ciudad fiel a sus costumbres y celosa de su arraigada personalidad. Tanto que ni en el real de la Feria, ese espacio efímero de jolgorio en casetas de lona engalanadas con farolillos y calles por las que circulan coches de caballos, jinetes, flamencas y toda clase de personajes, olvida sus esencias. Y su esencia es una clara distinción de clases sociales que, entre bailes por sevillanas y brindis con manzanilla o rebujito, no hacen más que representar o aparentar su estamento en un ambiente de falsa y feliz convivencia.

Ya desde sus orígenes, a mediados del siglo XIX, como feria mercantil agrícola y ganadera, los sevillanos aprovecharon el certamen comercial para disfrutar de unos días de bailes y cantes, hasta el punto de que los comerciantes tuvieron que solicitar al ayuntamiento un mayor control policial porque tenían dificultades para realizar sus tratos. En aquellos tiempos, las faldas largas y los mantones, como se vestían las cigarreras, era la indumentaria habitual de las mujeres, de la que deriva el actual traje de flamenca. Para unas era su vestido diario, y para otras, un traje confeccionado para engalanarse y exhibirse, como fijó en un óleo el pintor costumbrista Gonzalo Bilbao.

Y es que, una vez instituida oficialmente la fiesta, precisamente a instancias de dos concejales, de origen vasco y catalán, respectivamente, pronto comenzó la Feria a atraer primero la curiosidad, luego la visita y finalmente la participación de los habitantes de la ciudad y de gentes de todo el país y hasta del extranjero. Se convirtió, así, en el espacio propicio para que todo el mundo intentara parecer lo que le gustaría ser pero que no era, representar el personaje o la capacidad que anhela, al menos, durante los días de feria, y mezclarse en falsa convivencia en una festiva farándula de apariencias.

Porque eso es la Feria. Salir aunque no se pueda y mezclarse con quienes el resto del año marcan claras distinciones. Todos intentan ser cordiales, generosos y alegres, aunque con diferencias. Los menos pudientes se conforman con pasear y dejarse ver deambulando hacia ningún sitio por esa ciudad efímera de luces, música y saludos, mientras los privilegiados se reúnen en sus casetas privadas, cerradas para los demás, compartiendo palmas, gambas y vinos con los de su clase. Unos acuden a pie o en bus, y otros en taxis o coches de caballos. Pero todos se cruzan por el real como si fueran vecinos de una misma comunidad, ocultando cada cual sus pequeñas miserias y mostrando la máscara de su representación en ese escenario apretujado de la feria, como diría Paco Robles.

Es, también, lugar de relaciones fortuitas o acordadas. De sonoros y efusivos abrazos, grandes sonrisas y generosas invitaciones a “tómate una copa” en la trastienda de la caseta, donde se ubica el ambigú que no para de despachar vinos, cervezas y platos de gambas o “pescaíto” frito. Pero solo una vez porque la generosidad ha de ser correspondida. Los que no pueden permitírselo, miran y pasean. Y hasta es posible que conozcan a alguien que les permita acceder a una caseta y afrontar de su bolsillo lo que allí consuman, mientras los niños bailan y los padres observan el teatro del que participan, a ser posible, con traje y corbata, y la parienta,  de flamenca. Porque el disfraz es imprescindible. Si no, la imagen que se ofrece es la de un extraño o excluido de la fiesta, seguramente un gorrón.

Y ese es el peor estigma con el que podrían señalarte. Algo así como un apestado. Por eso, si deseas participar y disfrutar de la Feria de Sevilla, ciudad clasista donde las haya, lo mejor es aparentar, gastar tus ahorros y batir las palmas. Hacer como si fueras uno más de los que desde el real se van a los toros a fumarse un puro antes de regresar a la caseta para pasar la noche de fiesta.  Y así, día tras día. ¡Olé!   

lunes, 15 de abril de 2024

Capitalismo sin trabajadores

Hace bastante tiempo que lo vengo observando. No hay más que mirar alrededor: desaparecen personas que atiendan a los clientes o usuarios en cada vez más sectores de la economía. Negocios en los que te obligan a servirte tú mismo o bien te despacha una máquina. Al parecer, no es una moda pasajera sino un signo de estos tiempos que ha venido para quedarse y que se extenderá por doquier. Al parecer, es imparable e irreversible porque es sumamente rentable. ¡Es la economía, estúpido!, como me aclararía algún iluminado neoliberal.

Lo comencé a notar, hace años, en las gasolineras, donde empezó a ser raro hallar un empleado que te surtiera el combustible y al que pagabas sin bajarte del coche. Con él desapareció también el detalle esporádico de limpiarte el parabrisas mientras llenabas el depósito. Los gasolineros no daban para tanto pues las plantillas de las estaciones de servicio menguaban de forma exponencial. Al final, tuvimos que acostumbrarnos, a regañadientes, a servirnos nosotros mismos; eso sí, pagando previamente al único empleado que estaba al frente del negocio.

Fue todo un síntoma de lo que nos aguardaba. Porque ya ni siquiera encuentras a ese único empleado en las gasolineras sino estaciones con surtidores automáticos que, con el señuelo de rebajarte unos céntimos el litro de gasolina, carecen de trabajadores. Son las gasolineras low cost, que proliferan como setas. Negocios sin personal. Estaba emergiendo un nuevo capitalismo: el capitalismo sin trabajadores. Aquella tradicional relación de la explotación capitalista, que confrontaba Capital y Trabajo, quedó superada y afloraba la era del Capital que no precisa de la fuerza del Trabajo. Asomaba la era del post-trabajo. Mal asunto… para los trabajadores.

Los supermercados pertenecen a otro sector que sigue un camino parecido, evolucionan de idéntica manera, aunque de forma más pausada porque su negocio no se limita a un solo producto sino a muchos, y por ello deben ir adaptándose y perfeccionando el sistema. Con todo, intentan ya convencerte de la ganancia de tiempo y la mejoría (?) que supone que tú mismo pases la compra por lectores de códigos de barras y pagues, al final, el importe mediante tarjeta bancaria. Supermercados con una nueva línea de cajas sin cajeros o cajeras. Las colas, es verdad, son menores que en las cajas convencionales, pero eso es cuestión de tiempo. Del tiempo que tarden en sustituir todo el personal de cajas por cajeros de autocobro.  

Hasta Zara, la celebérrima firma textil, está optando por este sistema en sus nuevas o renovadas tiendas. Y no tardaremos en ver su expansión a muchos más sectores comerciales. Pero lo que más me llama la atención, causándome cierta desazón, es que a mucha gente, por esnobismo o seducidos por la novedad, le parezca ese “cóbrese usted mismo” muy moderno o guay y se preste aceptarlo con entusiasmo. Será porque nadie de su familia ha sido despedido de ningún supermercado o una gasolinera, sectores que abrieron el camino al nuevo capitalismo sin trabajadores.

Y no son los únicos. También los bancos fueron unos adelantados de este nuevo paradigma del capital cuando instalaron cajeros automáticos en todas sus sucursales y distribuyeron, gratuitamente al principio, la correspondiente tarjeta a los titulares de cuenta. Así empezaron a domesticarnos a la nueva servidumbre. Porque, al poco, todos los bancos fueron eliminando sucursales y cobrando por expedir una tarjeta de débito que ya era imprescindible para poder operar con tu cuenta bancaria. Dejaron de precisar empleados y fueron cerrando oficinas, hasta el punto de que hoy cuesta encontrar una oficina, no digamos cerca de tu domicilio o trabajo, sino incluso en muchas localidades pequeñas y medianas. Además, tienes que abonar unas tasas anuales por la tarjeta, la uses o no, y, encima, pagar una comisión cada vez que saques dinero en los pocos cajeros que tengas la suerte de hallar.

El cambio ha sido tan rentable que se ha convertido en uno de los chollos que proporciona dividendos estratosféricos a los bancos. Casi ganan más por tasas que por préstamos e intereses del dinero. Para esos templos de la especulación monetaria todo son ganancias, porque tú les hace su trabajo y, para colmo, pagas por ello. Señal inequívoca del nuevo capitalismo que se impone. Y que irá a más, tal vez a peor y, con seguridad, a mucha mayor escala.

Porque el Capital no se conforma nunca con los beneficios que obtiene. Siempre aspira a más, más rentabilidad y menores gastos. Los presupuestos de cualquier empresa prevén para cada ejercicio incrementar sus ganancias y reducir gastos. Ya sabemos que para el capital los trabajadores representan un coste. Un gasto insoportable que, cuando puede, tiende a eliminar o, al menos, reducir. Antes lo hacía recortando plantillas. Y ahora, con el nuevo capitalismo, evitando depender de trabajadores para obtener más rentabilidad. Y lo está logrando. Está reemplazando al trabajador físico, el recurso humano, por la máquina. Algo que hasta el mismo Keynes había avizorado cuando predijo, en 1930, que el avance tecnológico nos conduciría a una edad de tiempo libre y abundancia.  Si asumimos tiempo libre por paro, el gran economista no se equivocaba.  

A estas alturas, ya son tantos los ejemplos de este capitalismo sin trabajadores que lo percibimos como normal, algo propio de estos tiempos en los que prima la máxima rentabilidad al menor costo. Y aflora por doquier, en toda clase de negocios y servicios. De hecho, nos resulta rutinario llevar la ropa a lavanderías autoservicio, adquirir productos en máquinas expendedoras, acudir a páginas web en vez de a una inmobiliaria para gestionar un alquiler vacacional o un trastero, adquirir billetes de avión o tren de manera on line, limpiar el coche en un túnel de lavado automático, etc. 

Sin embargo, la cosa apunta a peor. La irrupción de la Inteligencia Artificial (IA) complica todavía más, si cabe, este sombrío panorama para el trabajador. Según el banco Goldman Sachs, la IA podría reemplazar 300 millones de trabajos en todo el mundo y afectar a casi una quinta parte del empleo. Y se quedaba corto. Porque otros analistas estiman que cerca de la mitad de todos los empleos existentes quedarán absorbidos por la IA y el desarrollo de la automatización.

Es fácil comprobarlo. No hay más que llamar por teléfono a alguna institución o servicio de atención al cliente de cualquier oficina o empresa, donde lo habitual es que te responda un chatbot programado para reconducir tu petición o aconsejarte que acudas directamente a su página web para realizar la gestión. Aducen, al implantar esa atención automatizada, que es por tu comodidad. El mismo argumento que esgrimen los supermercados y cuantos automatizan sus servicios. El artefacto mecánico o electrónico se impone a la presencia humana. La abolición del trabajo es un proceso en marcha, según sentenció ya en los años ochenta del siglo pasado el sociólogo André Gorz. Y es imparable. Tan ineludible que, como sostiene Marta Peirano en el artículo Tentadoras falsas promesas, publicado en TintaLibre, “la cumbre del capitalismo es ese universo de plusvalía sin trabajadores, sin esa carne imperfecta que ha sido reemplaza por la propiedad intelectual”.

Y es que, gracias a la IA, vamos camino de fábricas sin apenas obreros, de radares y alarmas en vez de policías o vigilantes, de consultorios sin médicos, de redacciones sin periodistas, de administraciones sin funcionarios, de tiendas sin empleados, de cines donde todo es automático, de libros, publicidad, pinturas o canciones compuestos por esa Inteligencia Artificial adecuadamente entrenada, y, así, hasta un largo etcétera. Porque no hay marcha atrás. El capitalismo sin trabajadores, sin personas vinculadas a un puesto de trabajo, avanza rampante, excluyendo al ser humano, a la fuerza del Trabajo.

Desgraciadamente, lo aceptamos sin preocuparnos siquiera, mientras no nos afecte. Ya Internet y su mejor arma, el teléfono portátil, erróneamente llamado móvil (¿alguien lo ha visto con ruedas?), han ido acostumbrándonos paulatinamente a estar subordinados a la primacía de la máquina. A integrar en nuestra conducta cotidiana el pago sin dinero, es decir, mediante tarjeta o el móvil, a las relaciones virtuales, al consumo on line, al teletrabajo, al ocio a través de pantallas, al contenido de medios por streaming, etc.  Llegará, pues, el día en que no haya nadie en carne y hueso para atendernos en ningún sitio. Se habrá alcanzado entonces el triunfo definitivo del nuevo capitalismo sin trabajadores, ese futuro de negocios sin empleados.

Un futuro del que ignoro si, los que nos conducen a él, han tenido en cuenta que, cuando desaparezcan los trabajadores, ¿quién comprará lo que produzcan las máquinas? En ese futuro sin salarios, ¿quién contribuirá a la Seguridad Social y al sostenimiento de las arcas públicas? ¿Cómo obtendrán sus rentas los trabajadores sin empleo? ¿Se procederá, entonces, a repartir el poco trabajo que reste entre todos los trabajadores? ¿Se instaurará, para ello, la semana laboral de tres días para que haya trabajo para todos?  En definitiva, ¿de dónde extraerá el Capital su beneficio cuando no haya consumidores?

Albergo, en fin, tantas dudas que no puedo más que declararme pesimista. Lo siento.