jueves, 18 de septiembre de 2025

La imprenta en América

La familia Cromberger, tres generaciones de impresores, editores y libreros asentados en Sevilla, fue la que introdujo la imprenta en América, gracias a una licencia concedida por el rey de España. En efecto, no pasó ni medio siglo desde el desembarco de Cristóbal Colón en América hasta que los Cromberger exportasen a México, en 1539, el invento de Gutenberg, la última novedad técnica de Europa: la primera imprenta de América. Sin embargo, la instalación de talleres de imprenta en el resto del continente sería muy lenta, tanto en las colonias españolas como en las anglosajonas. De hecho, la imprenta no apareció en tierras de Norteamérica hasta un siglo más tarde, en 1639.

México

Aunque se transportaban libros a América desde Europa, un acuerdo entre fray Juan de Zumárraga, primer obispo de México, y Juan Cromberger, hijo del fundador de la dinastía de impresores, permite que un operario del taller sevillano, el cajista italiano Giovanni Paoli –conocido como Juan Pablos- fuera enviado a México, en 1539, con los útiles necesarios para establecer la que sería la primera imprenta en el Nuevo Mundo. De su taller, llamado “Casa de Juan Cromberger”, instalado en la casa del obispo, saldría, en 1540, el primer libro americano, Manual de Adultos, una “breve y más compendiosa doctrina christiana”. Un texto escrito en español y náhuatl, lengua nativa mayoritaria en México, del que se conocen las tres últimas páginas.

Durante una primera etapa, que duraría hasta 1548, la imprenta de Juan Pablos imprimió cartillas, doctrinas y folletos, en su mayoría de carácter religioso, de los que se conocen ocho títulos realizados entre 1539 y 1544, y otros seis, en el período de 1546 y 1548.   

Y es que, como sucediera en Europa, los primeros frutos de la imprenta estaban enfocados a temas religiosos y servían no solo para rendir tributo a la espiritualidad católica, sino para contribuir a la evangelización de los nuevos territorios americanos recién descubiertos. La imprenta se estableció en México porque, en ese siglo, era el centro administrativo del Virreinato mexicano desde el que se expandía la babor redentora de los nativos en la fe católica y la cultura europea. Con tal fin, los frailes de las distintas órdenes religiosas que acompañaban a los conquistadores aprendieron las lenguas indígenas y enseñaron a los nativos la lengua castellana, lo que requirió y posibilitó la edición de diccionarios, libros de enseñanza, gramáticas, catecismos, cartillas, etc., aunque posteriormente los impresores abordaron también temas de medicina, derechos eclesiástico y civil, ciencias naturales, navegación y otros. 

La religión y la lengua constituyeron, en cualquier caso, las vías para el acceso a un conocimiento alfabetizador que, junto a la fusión étnica, darían lugar al florecimiento de la identidad mestiza en los descendientes de colonizadores y conquistados, un legado cultural innegable e invaluable. En ese contexto, la imprenta representó una auténtica revolución cultural en la Nueva España, donde la evangelización y la enseñanza del idioma español tuvieron éxito gracias, en gran medida, a las herramientas didácticas que pudieron imprimirse en sus talleres.

Y siendo manejadas, al principio, por operarios europeos, no es de extrañar que las primeras obras impresas en América emularan las confeccionadas en el Viejo Continente e, incluso, utilizaran caracteres góticos. Predominaban en ellas las presentaciones a dos columnas que solían utilizar iniciales enmarcadas y pequeños grabados, sobre todo en los libros destinados a los indígenas.

Lima     

En Lima, capital del Virreinato del Perú y segunda ciudad de la Nueva España, se estableció la segunda imprenta de América, la primera de Sudamérica, en 1583. El primer impresor que estuvo al frente de la misma fue el italiano Antonio Ricardo, natural de Turín, que antes había trabajado como tipógrafo para Juan Pablos. La primera impresión conocida de la imprenta limeña es una Pragmática del rey Felipe II, un edicto con el que decretaba el cambio del calendario juliano al gregoriano “para poner el calendario de nuevo en línea con las estaciones del año”, en febrero de 15 82. Se considera la primera impresión conocida de América del Sur.

Con la llegada de la imprenta, Lima se convertiría en la única ciudad de Sudamérica  autorizada para imprimir libros hasta 1700. Y es que la Universidad de San Marcos, considerada la primera del continente, fundada por los dominicos, y otras instituciones del Virreinato requerían textos más baratos que los que llegaban de Europa para la conquista espiritual de aquellas tierras. Por eso, el 19 por ciento de lo publicado en Lima consistió en materiales didácticos y para la evangelización. No obstante, en Lima se imprimieron no solo los primeros vocabularios en lenguas indígenas, sino también obras sobre todos los dominios del conocimiento de entonces, como volúmenes de derecho, historia, literatura, científicos, etc. Destaca el hecho de que, a pesar de gran variedad de temas, en Lima no se editaron novelas de caballería, libros de rezos, música y arte. Eran obras de una elaboración artesanal, casi siempre encuadernadas en pergamino, compuestas con una tipografía precaria y sin adornos superfluos.      

Tres siglos de demora

México y Lima eran importantes capitales en la estructura colonial de la época, lo que explica la temprana llegada de la imprenta a sus dominios. Pero la instalación de talleres de imprenta en el resto del continente tardaría mucho en extenderse, aunque la Corona española y la Iglesia Católica compartieran el propósito de crear focos de irradiación cultural y evangelizadora en su afán por “homogeneizar” los pueblos nativos en las creencias, costumbres, religión y cultura del Occidente cristiano.

Se tardan, pues, casi tres siglos, desde la aparición del invento de Gutenberg, en llevar las prensas de impresión tipográfica a todas las posesiones americanas conquistadas por los españoles. De hecho, en el siglo XVII se instala una sola imprenta en América del Sur, en Guatemala, en 1661, que entonces ya era una de las principales ciudades de Sudamérica, tras los virreinatos de México y Lima. El primer libro que salió de esta imprenta fue Explicatio Apologética, en 1661, obra de fray Payo Enríquez de Rivera, primer obispo.de Guatemala. En el resto de países no llegaría hasta el siglo XVIII, cuando se produce una proliferación de imprentas en Paraguay (1705), Cuba (1707), Brasil (1724), Ecuador (1775), Argentina (1781), Colombia (1782) y República Dominicana (1783), entre otros lugares.

Esta tardanza en implantar la imprenta en el subcontinente americano viene motivada por los obstáculos que dificultan su instalación. Al impedimento físico de trasladar, recorriendo las enormes distancias en aquella época, los pesados aparejos de un taller de imprenta, se añade la necesidad de contar previamente con centros culturales, originariamente religiosos, como universidades, colegios y otras instituciones, que demanden la producción de obras impresas.             

A pesar de ello, el nuevo método de elaborar libros u otras publicaciones impresas fue extendiéndose por América, contribuyendo incluso a la emancipación colonial de esos países hacia la independencia y, sobre todo, al proceso civilizatorio y alfabetizador de sus sociedades y pueblos. Una irradiación cultural que atravesó transversalmente las élites españolas y criollas hasta las mestizas y populares que se apropiaron de la lengua y la escritura para sus propias reivindicaciones.  Se trata del indiscutible legado “modernizador” de la imprenta durante la colonización española, aunque algunos historiadores lo consideren un instrumento destinado al adoctrinamiento religioso y el proselitismo cultural en tierras amerindias.

Puerto Rico

Caso aparte es Puerto Rico, la isla caribeña que descubrió la imprenta y el periodismo de manera simultánea. Y es que hubo países que tardaron aun más en conocer las ventajas de este invento revolucionario. En Puerto Rico se demora la llegada de la imprenta hasta 1806, casi tres siglos después de haber sido introducida en América, como hemos visto anteriormente. Sin embargo, esta tardanza hizo coincidir la imprenta con la nueva era de las comunicaciones de masas, permitiendo la aparición del primer periódico puertorriqueño, La Gaceta de Puerto Rico, que se publicó por primera vez también en 1806.

Este periódico, como todas las obras impresas en cualquier dominio colonial, estaba sometido a autorización previa o censura por parte de la Corona española, por lo que desde 1806 hasta 1839 estuvo controlado por la Monarquía gobernante. Después, durante el momento constitucional de España, el periódico gozó de una libertad de prensa, sin censura, que duraría desde 1821 hasta 1823. En esos años nacería otro periódico, el Diario Liberal y de Variedades. Pero, desgraciadamente, trascurrido  ese período se abolieron las libertades concedidas y el periódico regresó al régimen anterior de control. Finalmente, en 1870 España permitió la fundación de los primeros periódicos de partidos políticos.

Después de esa etapa inicial de la imprenta y la prensa, los hermanos Real (Romualdo, Cristóbal, Matías y Manuel), oriundos de Santa Cruz de Tenerife, Islas Canarias (España), aterrizaron en Puerto Rico y constituyeron una imprenta que renovó los procedimientos de impresión de libros y periódicos, en las primeras décadas del siglo XX, tras la ocupación de la isla por EE UU. Erigieron una rotativa que imprimía los diarios Puerto Rico Ilustrado y El Mundo, que se convirtieron en símbolo del periodismo borinqueño.y la estética modernista en la isla.         

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Fuentes:

La imprenta en América, de José Villamarín Carrascal.

La imprenta en el siglo XVI, de Ricardo Gutiérrez Chávez

Juan Pablos, primer impresor de México y América, de Stella María González Cicero.

La introducción de la imprenta en Puerto Rico, de Lidio Cruz  Monclova


jueves, 11 de septiembre de 2025

¿Leer sirve para algo?

Biblioteca del autor
En estos tiempos en que se presume de ignorancia, se desconfía de la ciencia y su método para acceder al conocimiento, como el de las vacunas, la esfericidad del planeta o nuestro propio origen,  y cuando las redes sociales echan humo acerca de la inutilidad de la lectura para la bondad de las personas, cabría preguntarse si, efectivamente, es útil leer o, mejor, si sirve para algo. Una pregunta capciosa para todos los ignorantes, los incrédulos del rigor científico y, en definitiva, los alérgicos a los libros.

Sin embargo, se trata de una cuestión pertinente desde el mismo instante en que un referente social, como es cualquier influencer que se precie de ser experto en “crear contenidos”, afirmara en un vídeo que “leer no os hace mejores personas”. Una afirmación rotunda que cuestiona décadas de alfabetización de la población como ideal educativo y vía para la adquisición de un fundado criterio racional. Y lo hace de manera genérica, no como fruto de su personal experiencia de lector desilusionado.

Y la verdad es que la perogrullada no iba completamente desencaminada si se esperaba que la lectura hiciese buena a una persona que no es así por naturaleza. Porque leer, como personal enriquecimiento cultural, no garantiza, por sí solo y en todos los casos, la bondad de nadie, sino una visión compartida o corroborada, más allá de la propia experiencia,  de la realidad. Existen lectores que son auténticos indeseables, del mismo modo que hay quien es una excelente persona sin haber leído un libro en su vida. Lo que no cabe duda es que no es posible la existencia de personas cultas, con capacidad de superar las condiciones sociales, económicas o culturales de origen que limitan su desarrollo, sin leer. Puesto que hasta para ser autodidacta se precisa de una amplia costumbre lectora.

Y es que leer es hallar una forma de entender el mundo, verlo a través de otros ojos, de acceder a historias y personajes que de otro modo no se hubieran conocido. Es una forma de encontrarse sin proponérselo, de autoconocimiento, pues permite hallar las palabras para lo que se piensa o se siente y que no se sabía expresar. Enseña a pensar, a imaginar. También a cuestionar y ser críticos con lo que se sabe, con lo establecido. Desde ese punto de vista, la lectura nos construye, nos moldea y nos forma. Porque leer brinda más oportunidades que el analfabetismo o la ignorancia. Posibilita confrontar ideas y salir de los estrechos esquemas tribales para explorar infinitos horizontes de mundos, emociones, visiones y valores que se desconocían o nos eran ajenos.

Pero, sobre todo, leer contribuye, con su ejemplo, a la educación de los hijos, pues tener libros en casa y habituarse a estar rodeado de ellos para leerlos, por placer o por necesidad, es uno de los estímulos más poderosos para que los hijos también se aficionen a la lectura. Y para que dispongan de mayores oportunidades de formarse y elevar su nivel educativo. Para que creen su propia biblioteca con la certeza de que constituye la mejor herramienta para cultivar no solo el intelecto, sino también el espíritu. Es decir, la persona en su integridad.

Y es que leer deja huella. Aun recuerdo libros que me impresionaron cuando comenzaba a leer en mi adolescencia. Eran lecturas desordenadas que me llevaban desde Aleksandr Solzhenitsyn hasta Sigmund Freud, pasando por Desmond Morris, Hermann Hesse, Julio Verne, Teilhard de Chardin o Daniel Defoe, por citar algunos autores.

Con todo, es probable que leer no nos hará buenas personas, pero ayudará a que los buenos sean aun mejores y más sabias personas. Porque sabrán valorar que aprender y saber es mil veces mejor que ignorar y desconocer  Algo que aprendí de mi padre, del que heredé el amor a la lectura, y que me he esforzado en transmitir a mis hijos. A pesar de lo que diga un influencer convencido de que leer no nos hará mejores personas.  

domingo, 7 de septiembre de 2025

Una guerra ilegal, inmoral y criminal

No es la primera vez que escribo sobre el genocidio que perpetra Israel en Gaza, destruyendo ciudades y matando con bombas, balas o de hambre a la población civil que malvive allí. El asco que me produce esta barbarie es inmenso. Y la frustración de que nada (la legalidad internacional) ni nadie (ningún gobierno u organismo) sea capaz de parar esta masacre me es todavía más desesperante.

Pero hay que seguir denunciando cuantas veces sea necesario esa guerra ilegal, inmoral y criminal que Israel ha declarado al pueblo palestino. En primer lugar, porque no es siquiera  una guerra, en sentido estricto del término, ya que no son dos ejércitos combatiendo en un frente de batalla, con parecidos medios, sino la bruta fuerza militar de un país atacando a una población civil indefensa que no tiene donde esconderse. Israel emplea todo su ejército, con soldados, tanques, aviones, drones y barcos, para bombardear y arrasar edificios, hospitales, tiendas de campañas, escuelas, refugios, carreteras, playas y hasta misiones humanitarias de organismos y ONGs que intentan socorrer a las víctimas. No deja ni a un periodista vivo para contar la verdad, pues ha asesinado ya a más de 200 reporteros. Los considerará terroristas armados con cámaras de televisión y fotográficas.

No es, por tanto, de una guerra de lo que hablamos, sino de un desmesurado uso y abuso del ejercicio de la violencia que contraviene todas las leyes, normas, convenios y tratados que regulan los conflictos bélicos entre las naciones. Y es tan desproporcionado ese poder militar contra civiles que constituye, por su finalidad y los medios, un delito de lesa humanidad. Cada una de las atrocidades que comete a la población no son más que crímenes de guerra de los que algún día Israel, cuando recupere la cordura y retorne a la legalidad, tendrá que rendir cuentas, a pesar de la impunidad y la desidia internacional que actualmente ampara sus acciones.

No se puede declarar la guerra a un pueblo porque de su seno surjan elementos terroristas. No solo por la contención y proporcionalidad en el uso de la fuerza, sino porque con ningún ejército se combate eficientemente el terrorismo. Es con la policía, el apoyo de la población y la política con lo que se logra vencer esa lacra. Bombardear a la población para liquidar a los individuos terroristas que puedan estar escondiéndose entre ella es practicar el mismo terrorismo indiscriminado que se dice combatir, pero en grado aun mucho más elevado y letal. Y ello solo consigue despertar la compasión con el más débil y exacerbar los odios que engendran terroristas.

España no bombardeó el País Vasco aunque entre su población se camuflaran los terroristas de ETA que tanto dolor y muerte esparcieron por el país durante décadas. Se combatió con una política antiterrorista, con medidas policiales, con colaboración policial con otros países, con disuasión carcelaria, con información de inteligencia y, sobre todo, con diálogo y entendimiento social y político.

La fuerza bruta solo provoca la enfurecida reacción irracional como respuesta, sin conseguir arreglar ningún conflicto o problema. Por ello, Gaza podrá acabar arrasada y destruida, pero las causas que alimentan el enfrentamiento entre palestinos e israelíes continuarán engordando el odio, la intolerancia y la violencia que se profesan ambos pueblos. Israel tiene motivos para desconfiar hasta de sus propios ciudadanos árabes, a los que trata como de segunda categoría, pero los palestinos también esgrimen los suyos para considerar que con la violencia podrían alcanzar algún día sus sueños nacionales. Lo paradójico es que los objetivos de ambos pueblos no son excluyentes, sino complementarios.

Es lo que contempla la ONU en sus resoluciones sobre el conflicto y lo que un día ratificaron tanto Isaac Rabin como Yasir Arafat: la solución de los dos Estados, uno palestino y otro israelí, soberanos e independientes, que conviven compartiendo aquel territorio en paz. Sin embargo, es, precisamente, lo que el recurso a la fuerza y la violencia no permite apreciar, valorar y explorar. Entre otros motivos, porque el actual primer ministro israelí, Banjamín Netanyahu, no alberga ningún interés en intentarlo. Solo le mueve una obsesión: expulsar a los palestinos para expandir sobre sus tierras lo que su visceral nacionalismo pretende, el Gran Israel, que abarcaría desde el Mediterráneo hasta el Jordán y desde los altos del Golán hasta Egipto.

Una deriva sangrienta de su Gobierno con la que un expresidente del Parlamento israelí, Avraham Burg, declaró sentirse asqueado. Ninguna persona con una mínima sensibilidad ética puede ignorar sin asquearse lo que está haciendo en Gaza y Cisjordania el Ejército hebreo contra el pueblo palestino. Así no se rescatan rehenes ni se vence al terrorismo, sino que se cultivan las semillas para perpetuar el conflicto. Y menos en nombre de una democracia como la que presuntamente rige Israel. Una verdadera democracia no puede eludir el respeto a las minorías ni ignorar los Derechos Humanos. Lo que practica Israel en Gaza es un exterminio planificado de gazatíes y la conculcación sistemática de los Derechos Humanos y la legalidad internacional.

Si eso se tolera por ser, supuestamente, una democracia, no me gustaría estar en la disyuntiva de tener que elegir entre un régimen que pisotea tales derechos y una dictadura que los respeta, aunque limite otras libertades y que, además, no masacra a ningún pueblo cometiendo genocidio, como hace hoy Israel. En estos tiempos, al parecer, las etiquetas políticas ya no se corresponden con el comportamiento de ciertas naciones y gobiernos, como sucedió con la demócrata Sudáfrica del apartheid. Y con lo que hace ahora Rusia en Ucrania. Incluso con los nuevos modos autoritarios de EE UU, que hace redadas para expulsar a inmigrantes y bombardea lanchas en aguas internacionales en vez de detenerlas, apresar a sus ocupantes y confiscar la mercancía como prueba ante la justicia de un delito.

Hay que llamar a las cosas por su nombre. Ni esos comportamientos gubernamentales son los propios de una democracia, ni Israel ejerce la legítima defensa tras los terribles atentados cometidos por las milicias terroristas propalestinas de hace dos años. Lo que está llevando a cabo el gobierno sionista de Netanyahu es una guerra ilegal, inmoral y criminal en Gaza, un diluvio de fuego y metralla que ha causado un aterrador balance: 70.000 palestinos muertos, de los cuales un 70% son mujeres y niños, el 90% de las edificaciones destruidas, una población sometida a constantes desplazamientos forzados para esquivar las bombas y una hambruna digna de los peores asedios medievales. Un auténtico genocidio que no merece ni sanciones ni represalias. Pero sí la denuncia de cuantos no pueden ni quieren mirar para otro lado. Hasta que dejen de matar. O el mundo entero se convierta en la ley de la selva. 

lunes, 1 de septiembre de 2025

La vejez no es júbilo

No es cierto que la vejez, con la que te identifican cuando alcanzas la jubilación, sea por sí misma un período feliz, propicio al júbilo. Aunque se quieran relacionar, júbilo y jubilación no son sinónimos. Porque no es júbilo lo que se siente cuando el cese de las obligaciones profesionales y el deterioro físico que comienza a hacer mella en tu organismo te condenan al ostracismo social y al temor existencial de un horizonte biológico sin apenas futuro. Por mucho que se pretenda enmascarar, la vejez no es siquiera ese tiempo de sabiduría y virtud, como creía Cicerón.

Al contrario, es una fase en la que ni el cuerpo ni la mente funcionan con todo su vigor, acusando un declive progresivo conforme los años de frescura y agilidad van quedando atrás. Los huesos empiezan a doler, los músculos se agarrotan, las articulaciones se inflaman, los órganos fallan, la fatiga no desaparece y el cerebro, si no desvaría, confunde estímulos o muestra pereza para reaccionar, conservando recuerdos antiguos y olvidando los recientes. Aristóteles calificaba este período como de decadencia física y mental

Es mentira, pues, que la jubilación sea la edad del júbilo, al menos si eres consciente del deterioro imparable que te espera y no renuncias a guardar coherencia con lo que fuiste. La vida es una sucesión de cambios que nos hacen transitar de niño a joven, de joven a adulto y de adulto a viejo. Por eso soy lo que he sido en cada momento, ya que nunca aspiré a ser otra cosa. Y en esta última etapa, no persigo parecer ser joven ni hacer lo que hacía entonces, como tampoco creer que disfruto del momento más placentero de mi existencia.

No, la vejez no significa júbilo, aunque desafortunado aquel que no puede quejarse de llegar a viejo. Pero tampoco es, como decía Séneca, el tiempo de temer al dolor y prepararse para la muerte porque la creamos el final desfavorable e irremediable del ciclo que iniciamos al nacer. No hay que empeñarse en vivir la vejez como una fiesta jubilosa ni como una desgracia que nos aplasta con un peso insoportable.

La vejez no es júbilo. Es algo distinto que no deja de enriquecerte. Es, simplemente, la edad de sacar provecho de lo cultivado durante toda la vida: familia, amigos, conocimientos y valores, aquello  que conforma la experiencia vital de cada persona. Y es algo mejor que nos permite rendir cuentas de nosotros mismos. Depende de cada cual el saldo que obtengamos.  

sábado, 30 de agosto de 2025

La imprenta y los Cromberger


A mi hijo Dani, impresor

Aquel “ingenioso descubrimiento de imprimir y formar letras sin hacer uso de la pluma”, como se describió al copista mecánico inventado en Alemania, en 1450, por Johannes Gutenberg (1398-1468), no tardaría en llegar a España, a finales del siglo XV, en su rápida expansión por Europa. Y es que la imprenta de tipos móviles metálicos, basada en la impresión sobre papel mediante la transferencia de tinta por medio de caracteres móviles, fue uno de los inventos de mayor repercusión para la evolución de las comunicaciones y, por ende, para la humanidad. De hecho, el invento supuso una transformación radical en la forma de producción de libros, periódicos  y otros impresos, a partir de la aparición en Maguncia (Alemania), hacia 1456, del texto de una Biblia que no había sido copiado en ningún scriptorium, sino elaborado en un taller de imprenta.

Hasta entonces, la forma mayoritaria de elaborar libros era a mano, que luego se difundían a través de copias manuscritas de monjes y frailes. También existían, desde un siglo antes, los primitivos libros xilográficos, como la Biblia pauperum, que se realizaban mediante planchas de madera grabadas en relieve con gran protagonismo de la imagen frente a breves textos explicativos. Es decir, hasta el siglo XV, eran los monjes quienes transmitían el conocimiento, constituyendo las únicas fuentes escritas de peso en la sociedad, lo que otorgaba un extraordinario poder sobre los conocimientos a la iglesia católica, que aprovechaba para ejercer un papel de censor y control sobre los temas que la población, mayoritariamente analfabeta, podía saber, hablar o ignorar.    

Gracias a la imprenta, los amanuenses -copitas manuales de libros- fueron sustituidos por un artilugio que permitía la multiplicación mecánica de los textos de manera pulcra, exacta y prácticamente ilimitada, lo que facilitó el acceso a un público ávido de textos y conocimientos que posibilitaría un cambio trascendental en la historia de la cultura occidental, algo que guardaban celosamente los poderes  establecidos (Iglesia y monarquías) durante los diez siglos de la Edad Media.

Fue así como los tipos móviles (letras), la prensa que los presionaba contra el papel y las tintas conformarían los rudimentos de un taller de imprenta donde comenzaron a imprimiese libros y todo tipo de productos impresos, desarrollando un comercio que en la península ibérica descansaba, hasta entonces, en las importaciones desde otros países de Europa y, en su mayoría, escritos en latín. La creciente demanda de libros y otros textos menores (cartillas, almanaques, bulas, etc.) en lengua vernácula, junto a la facilidad técnica de reproducción en grandes cantidades, hizo que la imprenta “brotara” por todos los rincones del continente, desde Centroeuropa hasta lugares como Venecia, Roma, Basilea y, por supuesto, España.

Al principio, los principales centros impresores radicaban en Flandes, como Lovaina y Deventer, pero sería Amberes, iniciado el siglo XVI, la que, conforme crecía como centro  comercial europeo, desarrollaría una importante industria del libro con la que atendía no solo las demandas propias, sino también las procedentes de otros países, por lo que incluía en su producción obras en castellano. De hecho, Amberes llegó a ser la ciudad fuera de España en la que se editó el mayor número de obras en castellano en el siglo XVI. 

Aquellos libros impresos durante el período inicial de la imprenta (hasta 1501) se denominan incunables, por estar realizados en la “cuna” de la imprenta. Son obras que presentan grandes similitudes con las manuscritas de la época, a las que emulan, pues carecen  de portada, suelen disponer el texto a dos columnas e idéntico tipo de letra y espacios para la decoración. Posteriormente, los libros adoptarían características propias, que se desarrollaron plenamente en el siglo XVI, en forma de portada, índice, paginación, marca de impresor y otros elementos que encontramos en la actualidad en cualquier libro.

La imprenta en España

La imprenta apareció en España alrededor del año de 1470 de la mano de impresores extranjeros (con frecuencia de origen alemán) que trajeron pequeños talleres con los que, obviamente, tenían una producción reducida, vinculada en su mayor parte a las instituciones religiosas. El primer libro impreso en España del que se tiene noticia fue El sinodal de Aguilafuente (actas de un sínodo celebrado en la iglesia de Santa María de Aguilafuente), realizado en Segovia, en 1472, por el alemán Juan Párix de Heidelberg, por encargo del obispo Juan Arias Dávila (1436-1497) para recordar a los clérigos sus obligaciones.

El libro consta de cuarenta y ocho hojas impresas y catorce en blanco, al final, para poder añadir disposiciones posteriores. Carece de portada, comienza con el índice y presenta espacios en blanco para las iniciales. Destaca por su pequeño formato a Cuatro (235x175mm) y solo se conserva un ejemplar en el mundo en la Catedral de Segovia.

El obispo Arias Dávila, humanista y reformista, mecenas de las artes y las letras, llevado por su afición a los libros y por conocer el nuevo sistema de elaboración de incunables inventado por Gutenberg, es considerado el introductor de la imprenta en España. A instancias suyas, el tipógrafo alemán instaló su taller en Segovia, siendo el primer impresor que trabajó en España.

Siguiendo este ejemplo, otras ciudades también dispusieron de imprentas, como Zaragoza o Barcelona, en torno a 1475. Al final del siglo XV había en España unas treinta imprentas en distintas ciudades y municipios, tales como Valencia, Sevilla, Salamanca, Burgos, Toledo, Zamora, Murcia, Granada, etc. Los Reyes Católicos, advirtiendo la utilidad propagandística del libro impreso, favorecieron el nuevo arte, impulsando el establecimiento de impresores en Castilla y eximiendo a los libros del pago de impuestos a partir de  1482.

Sevilla

No tardaría mucho, por tanto, en llegar la imprenta a Sevilla, donde la obra Repertorium (un compendio de derecho canónico), del jurista Alonso Díaz de Montalvo, es considerada el primer libro impreso en la ciudad, en 1477. Pese a la tendencia general descrita,  lo cierto es que los primeros impresores documentados en Sevilla fueron los españoles Antonio Martínez, Bartolomé Segura y Alfonso del Puerto, entre otros, que comenzaron actuando como una sociedad. Imprimían fundamentalmente bulas e indulgencias, datadas entre los años 1472 y 1473, pero entre sus obras destaca las Introductiones latinae de Lebrija, en 1481. Durante la época incunable, la mayoría de los libros impresos en la ciudad sería de temática religiosa y en castellano, lo que satisfacía la demanda local.

No obstante, también se asentaron en Sevilla impresores extranjeros, como los cuatro socios que se hicieron llamar en los colofones de sus obras los “Compañeros alemanes”: Pablo de Colonia, Juan Pegnitzer, Magno Herbst y Tomás Glockner, en torno a 1490. Ese mismo año, atendiendo la llamada de los Reyes Católicos, también se les une el alemán Meinardo Ungunt y el polaco Estanislao Polono, pero la sociedad comienza pronto a dividirse y para 1499 solo quedan dos socios. Se les atribuye, en total, unas sesenta ediciones de diversa índole, como las Vidas de Plutarco, la Crónica del Cid y la Introductio circa missam, de Rodrigo de Santaella.

Hay que tener en cuenta que en aquel tiempo Sevilla era la ciudad más próspera y poblada de Castilla, un importante núcleo comercial y sede de relevantes instituciones religiosas, educativas y marítimas, como la Casa de la Contratación, órgano monárquico del que dependían los negocios y la navegación con las Indias. No es de extrañar, pues, que a inicios del Quinientos la imprenta fuera un invento arraigado en la ciudad.

Los Cromberger

De entre todas, sería la de la familia Cromberger, afincada en Sevilla,  la imprenta española más importante de la primera mitad del siglo XVI, de la que se conocen cerca de seiscientas ediciones con su sello, cifra asombrosa para una empresa tipográfica de la época. Junto a las demás, convirtieron Sevilla en el centro más importante de producción y comercio de libros de la península ibérica. La relevancia histórica de la Imprenta Cromberger viene determinada por ser el taller tipográfico más prolífico de la época y por establecer en México la primera imprenta que conoció el Nuevo  Mundo.

La saga de los Cromberger, tres generaciones de impresores, editores y libreros, se inicia con Jacobo Cromberger, oriundo de Nuremberg (Alemania), que se afinca en Sevilla a principios del siglo XVI y trabaja en el taller de Meinardo Ungunt. Cuando fallece su patrón, contrae matrimonio con la viuda y se hace cargo del negocio, combinando la producción de obras breves con otras más importantes, como son los libros litúrgicos encargados por contrato y con pago garantizado. Combatía, así, el riesgo de ruina que corre este tipo de negocio que invierte en maquinaria, papel y personal con perspectivas de venta de la producción o… por la persecución religiosa de obras prohibidas. En cualquier caso, de su imprenta salen desde obras erasmistas hasta libros de caballerías, imprimiendo ediciones  de Amadís de Gaula y Amadís de Grecia, entre otras. Consigue así estimular una demanda con obras de ficción cuyo modelo de presentación sería imitado por otras imprentas españolas y hasta extranjeras.  Y convierte su taller en la imprenta más importante de la primera mitad del siglo XVI, hecho contrastado por inventarios de su almacén, realizados en 1528 y 1549, que registran casi siete mil ejemplares de libros de caballerías impresos en folio, y otros casi diez mil de otras obras caballerescas.

El libro más antiguo que se conoce de la imprenta Cromberger  es In Magistri Petri Hispani Logicam Indagatia, de 1503. Desde entonces, durante toda la carrera de Jacobo y sus sucesores, alrededor de dos tercios de los libros impresos en Sevilla salieron de su imprenta, lo que se sabe porque la mayoría de ellos llevaba su marca “I.C” con una cruz en la parte superior de una esfera dividida (Ver fotografía de la placa indicativa de la ubicación de la imprenta).

De sus tres hijos, Francisco –el mayor, fallecido a edad temprana-, Catalina y Juan, este último heredaría la imprenta, continuando no solo con el taller familiar y produciendo obras de mayor calidad, sino ampliando el negocio a otros lugares de España, Portugal y, particularmente, América.  Juan consiguió el monopolio para la exportación de libros y cartillas a la Nueva España, para lo que envió a México, en 1539, a su operario, el cajista italiano Giovanni Paoli (conocido como Juan Pablos), con el material necesario para establecer la que sería la primera imprenta que funcionaría en el Nuevo Mundo. El taller se instaló en la casa que poseía el obispo de México, fray Juan de Zumárraga, cerca del Zócalo, en el centro de la ciudad. Y allí se imprimió el Manual de Adultos, de 1540, considerado el primer libro americano.

Los Cromberger editaron muchos de los títulos que circularon con más frecuencia en las Indias: ediciones litúrgicas, libros de horas, obras de devoción, escritos de los Padres de la Iglesia en castellano, algunas obras de Nebrija, tratados de medicina, crónicas, escritos de Erasmo y también libros de entretenimiento, como son romances y coplas, y de ficción caballeresca, todas ellas populares en la península ibérica.

En recompensa por haber invertido en México, el Emperador de España le concede a Juan Cromberger el monopolio tanto sobre la imprenta en la Nueva España como sobre la exportación de libros hacia allí. Un monopolio a la exportación que se prorrogaba anualmente, por lo que, en 1543, coincidiendo con el auge de Medina del Campo como centro del comercio del libro que hasta entonces Sevilla había acaparado, los mercaderes de Castilla comenzaron a exportar a América.

Tipógrafo tan distinguido como su padre, Juan Cromberger murió en 1540, dejando nueve hijos. Pero como el mayor era todavía demasiado joven para tomar las riendas del taller, sería su madre enviudada, Brígida Maldonado,  la que asumiría el control del negocio. Era una mujer fuerte e inteligente que, durante los cinco años que regentó la imprenta, mostró una actitud innovadora y muy emprendedora, negociando  una renovación del monopolio cromberguiano sobre la exportación de libros a Nueva España y la impresión de libros en aquella colonia.

Pero ésta es otra historia de la que se hizo eco el Archivo Histórico de Sevilla al exponer en una muestra temporal protocolos notariales que revelan la figura de esta empresaria visionaria, considerada la primera mujer al frente de una imprenta en Andalucía.

La fama e importante producción de la imprenta Cromberger permitieron que sus ediciones llegaran a todo tipo de lectores, tanto humildes como ricos, y a las manos de coleccionistas, como Hernando Colón, hijo del Almirante, e incluso a las de Miguel de Cervantes, quien leería, años después, libros de caballerías en ediciones cromberguianas que, sin duda, contribuyeron a que Don Quijote se materializase en una novela.

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Bibliografía:

Clive Griffin, Los Cromberger y su imprenta, Revista Andalucía en la historia nº 40, abril 2013.

Amelia Bulnes, El triste vaso de Brígida Maldonado, artículo de El País, 26 agosto 2025.

Joaquín Hazañas y la Rúa, La imprenta en Sevilla, ensayo de una historia de la tipografía sevillana. Imprenta de la Revista de Tribunales, 1982.