Y es que el presidente norteamericano puede obligar al presidente ucraniano Volodimir Zelensky a aceptar la paz que le ofrece, bajo la amenaza de cortarle toda ayuda armamentística y la información de inteligencia militar, en especial la de los satélites espías, a cambio de un endeble y limitado alto el fuego que favorece al atacante, el invasor ruso. Y lo puede hacer porque esa ayuda con la que Trump chantajea a Ucrania no puede ser reemplazada por Europa ni a corto ni a medio plazo, por mucho que se empeñe la Unión Europea en rearmarse para asumir, sin ayuda de EE UU, la seguridad continental.
Con Donald Trump en la Casa Blanca y su “comprensión” de las razones rusas para atacar Ucrania, el fin de la guerra estaba decidido. Era cuestión de poner en marcha el mecanismo poco diplomático –incluida la encerrona humillante al presidente ucraniano en el mismísimo Despacho Oval- para forzar la rendición de Ucrania, mediante una simple llamada telefónica al presidente de la federación Rusa, Vladimir Putin. Una llamada para un acuerdo de paz acordado entre el invasor y los norteamericanos, sin tener en cuenta ni a Europa ni a Ucrania, quienes, como partes afectadas, deberían, al menos, haber sido consultados si, acaso, por cortesía. Pero las opiniones de Ucrania y Europa hubieran sido requeridas si la finalidad de las negociaciones fuese un verdadero plan de paz coherente, justo y duradero. Y no era el caso. Por eso se las excluye y trata como convidados de piedra. Y es que solo negocian –y se reparten el pastel- el emperador yanqui y el “amigo” considerado “primus inter pares”.No hay que esperar, por tanto, un gran acuerdo de paz, digno de tal nombre, de esas conversaciones, sino algo parecido a una rendición escasamente maquillada con alusiones a la paz, la seguridad y el respeto a los intereses estratégicos de las partes concernidas, que no son otras que EE UU y Rusia. Así de claro.
Ignorar la realidad, aun siendo injusta, es errar en las soluciones, por mucho que sufra Ucrania una violenta invasión militar por parte de Rusia desde hace tres años. Aunque ello constituya una flagrante violación del derecho internacional y de la carta de Naciones Unidas de consecuencias, hasta la fecha, catastróficas, con centenares de miles de soldados muertos entre ambos bandos, miles de civiles asesinados o desplazados, infraestructuras básicas destrozadas y una enorme amenaza para la paz y la seguridad de toda Europa. Una violación de las normas, las leyes y el derecho internacional tan descarada como la que se perpetra simultáneamente en Gaza.
No es de extrañar, por tanto, que, contraviniendo también los acuerdos y normas establecidos, Donald Trump imponga un plan de paz que atiende solo las razones rusas y hace caso omiso al derecho de Ucrania, como cualquier estado, a su soberanía e integridad territorial. Justamente los objetivos declarados por Putin para declarar la guerra: impedir una Ucrania democrática, libre, soberana e integrada en Europa y bajo el paraguas de la OTAN. Tales fueron las causas fundamentales de un conflicto por el que Putin siempre ha mirado con hostilidad a Ucrania, sobre todo a partir del levantamiento de Maidán y la expulsión del presidente prorruso Yanukóvich. Y las que había expuesto por carta, subrayándolas como condiciones inasumibles, al Gobierno de EE UU y a la Alianza Atlántica, sin que fueran tomadas en cuenta. Si se compara objetivamente, se parece mucho a los motivos por los que EE UU no permite una Cuba soberana a pocas millas de Miami y a la que lleva boicoteando su economía desde que la percibió alineada con el viejo enemigo comunista. Siendo, además, agredida e infructuosamente invadida, como acredita la existencia de Guantánamo, esa base-cárcel yanqui en la isla que avergüenza a todo demócrata. Un paralelismo curioso sobre el comportamiento de ambas potencias en sus zonas de influencia.
Y es que entre matones se entienden. Por eso el magnate norteamericano negocia, por un lado, con el agresor y excluye a la víctima agredida y desprecia olímpicamente, por el otro, la seguridad del continente. Simplemente, porque solo le interesa el reparto territorial de las respectivas áreas de influencia y la obtención, encima, de beneficio económico mutuo: tierras raras para uno, centrales de energía para el otro. Así, comparten tácticas y objetivos. En esta ocasión, ambos tratan de impedir que Europa se convierta en una potencia que rivalice con EE UU y Rusia, al menos, económicamente, a nivel mundial.De ahí que difícilmente la “pax” trumpana pueda ser justa, coherente y verdadera, aunque acabe con la guerra y traiga el silencio de las armas y las bombas. Tampoco significará una garantía para la seguridad y tranquilidad de Europa, que seguirá permanentemente amenazada por las ambiciones geoestratégicas tanto de Rusia como de EE UU. Y, a partir de ahora, sin la confianza que confería ser parte de la estructura defensiva de una OTAN incapacitada para cumplir con sus obligaciones, hasta verse paralizada por un dilema existencial, como el que se presentaría si EE UU invade y arrebata, como ha prometido Trump, Groenlandia, un territorio perteneciente a Dinamarca, país europeo miembro de la Alianza Atlántica.
Lo único positivo de esta situación quizás sea comprender al fin, a nivel continental, que la alternativa para contrarrestar todas estas amenazas sería una Europa más fuerte, unida e integrada políticamente, y con una acción exterior y una defensa común propia, autónoma y suficiente. Es decir, la única alternativa es más Europa, pero más unida.
Mientras tanto, como en tiempos de Augusto, reinará con el nuevo emperador de Washington la paz y el fin de las hostilidades en estos dominios de su imperio, gracias a un acuerdo inmoral que no respeta la dignidad de una víctima agredida salvajemente.
Pero confiemos en que, tras un período de paz, no suceda lo que pasó con la desaparición de Augusto: el comienzo del fin del imperio romano por unos bárbaros hartos de tanta “pax” impuesta. Es difícil prever el devenir de la historia ni aun conociendo a sus protagonistas.