He de confesar que, cada vez que lo intentaba, no conseguía
terminar la lectura de
Don Quijote de la Mancha,
la celebérrima novela de Miguel de Cervantes, un clásico de la literatura
universal. No podía entender muchas de las palabras del castellano del siglo
XII en que está escrita la novela, con su léxico arcaico y complejos usos
verbales, ni me apasionaban, salvo algunas, las aventuras que corría tan
ingenioso hidalgo, de las que captaba solo la obsesión demencial que empuja al personaje,
cual noble caballero, a sus dos salidas para deshacer entuertos y enfrentarse a
enemigos imaginarios. No le hallaba la “gracia” a los cuentos del relato. Y se
me atragantaba.
Más tarde, conseguí leer la primera parte del Quijote gracias a la versión actualizada del castellano realizada por el escritor Andrés Trapiello (Ediciones Destino, 2015), con la
que pude entender, al fin, en su literalidad la primera frase inicial de la
novela: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, vivía no
hace mucho un hidalgo de los de lanza, ya olvidada, escudo antiguo, rocín flaco
y galgo corredor”. Entonces comprendí lo de “lanza en astillero” y ”adarga
antigua” (Edición del Instituto Cervantes).
Pero, aun así, seguía sin captar ni el sentido irónico de la
novela ni por qué se la considera una obra maestra de Cervantes, ejemplo
fundacional del arte novelesco, hasta el extremo de haber influenciado a
autores como Melville, Balzac, Joyce, Stendhal, Thomas Mann o Mark Twain, entre
otros, quienes, a partir de ella, consolidaron el género literario de la novela
como la forma narrativa suprema. Para mí, Don Quijote no era más que una serie
de cuentos estrambóticos.
Y no logré aclararme hasta que este verano me sumergí en las
luminosas páginas del libro de Antonio Muñoz Molina: “El verano de Cervantes”
(Seix Barral, 2025). A él debo que me haya enseñando a leer con ojos nuevos, entrenados
a percibir lo esencial, el Don Quijote
de Cervantes, impulsándome a retomar, una vez más, la relectura de esa obra universal
de nuestra literatura clásica. Y es que soy así de cortito: sin ayuda (sin
maestros) soy incapaz de acceder al conocimiento.
De esta forma, como explica Muñoz Molina, he podido
considerar la novela de Cervantes como un relato de ficción y una crítica
literaria. A valorar la parodia utilizada por su autor para resaltar el
contraste entre la realidad y la forma siempre imprecisa de abordarla o
apresarla, y percibir cómo satiriza las novelas pastoriles, inventando un
género nuevo con el que retrata la sociedad de su tiempo a través de los ojos
de un entreverado loco, lleno de lucidos
intervalos. No obstante, Don Quijote no adoctrina nunca, pues toda opinión
expresada en la novela pertenece a algún personaje y se corresponde con su carácter,
su educación y sus peripecias. De ahí que la razón narrativa prevalezca
siempre, como afirma Muñoz Molina. O como asegura Fernando Pessoa: todas nuestras opiniones son de otros.
Además, Antonio Muñoz Molina, con enorme sensibilidad y una
prosa cautivadora, va mezclando su
análisis del Quijote con los recuerdos de infancia en el mundo rural de su
Úbeda natal y sus primeras lecturas. Descubrimos, así, que leía Don Quijote
igual que leía todo lo que cayera en sus manos, hasta los papeles rotos de las calles. Y nos revela que sus
lecturas de niño vivificaban la novela que comenzaba a escribir, en la que la
propia voz de Cervantes contenía el secreto de lo que iba a estar desde el
inicio en el corazón de aquel texto:
Después de tantos años como ha que duermo en el silencio del olvido .Es
decir, que un libro no se plantea, se engendra, y empieza a hacerlo mucho antes
de que el autor lo sepa, en ese espacio de oscuridad
y silencio del habla Proust. Y es
que, para Muñoz Molina, leer y escribir, además de su afición y oficio, ha sido
el refugio literal de supervivencia. Gracias al cual he aprendido a leer Don Quijote de la Mancha. Y se lo agradezco sinceramente.