lunes, 21 de marzo de 2022

Encuentros con fantasmas

Me refiero a esa experiencia que, coronada cierta edad, a todos tienta: la de reunirnos con antiguos compañeros o amigos de la adolescencia y recordar viejos momentos. Pero se trata de una experiencia agridulce, dadas las sensaciones placenteras y desagradables que, simultáneamente, generan esos reencuentros después de décadas sin mantener ningún contacto con nuestros fantasmas del pasado, de quienes conservamos vagos recuerdos difuminados, como, si acaso, los rostros de su infancia -con los que cuesta encontrarles parecido- o ecos de sus voces -de timbres y relatos que nos resultan extraños-, archivados en el desván de nuestra memoria. La mayoría de las veces son experiencias que nos defraudan porque acaban destruyendo el congelado recuerdo que conservábamos de unos amigos que ya no son lo que eran ni piensan o sueñan como entonces, cuando compartíamos ilusiones e ingenuidades. No obstante, y a pesar de todo, pocos son -somos- los que escapan a la tentación de intentar regresar a lo que fuimos con quienes compartieron con nosotros un tiempo remoto que la mente de cada cual se encarga de dulcificar como suele (y que la psicología tiene bien estudiado), haciéndonos creer como verdad irrebatible que “cualquier tiempo pasado fue mejor”.

Es, con todo, una vivencia necesaria u oportuna para constatar cuánto hemos cambiado sin apenas darnos cuenta, en especial, uno mismo. Y de la velocidad con que transcurre el tiempo, que ya se habrá cobrado la vida de alguno de los recordados que no ha podido asistir a la convocatoria. Son reuniones de nostálgicas evocaciones en las que, no obstante, más que recordar, lo que prevalece es hacer alarde del provecho que hemos sacado de la semilla que germinó en lo que somos hoy día, triunfadores de nuestra vida y milagros. Escasean, por tanto, los que consiguen mantener una amistad temprana a lo largo de la vida, ya que el tiempo sepulta bajo un olvido selectivo lo que éramos, pensábamos y sentíamos antes de dispersarnos por el mundo adulto, del que venimos de vuelta.

Porque esa es otra: tendemos a reencontrarnos cuando ya recogemos velas en la vida. Nos acordamos de los demás cuando ya nos sobra tiempo para malgastar en añoranzas y, sin fallar a los dictados de la psicología, presentar un resumen vital en el que destacan los éxitos y se camuflan los fracasos. No hay maldad en ello, simple conductismo operacional. Siempre hemos actuado del mismo modo, lavando los paños sucios en casa, y a la hora de hacer balance colectivo no íbamos a cambiar. Por eso, esas quedadas de antiguos amigos o compañeros se consumen en fugaces recordatorios existenciales y en bienintencionadas demostraciones de valía personal. Se empieza por “¿te acuerdas de…?” para continuar con “yo acabé de…”, que, por lo general, se remata con “disfrutando de mis nietos”. En definitiva, la vida en dos palabras: soy esto. Lo que he conseguido ser. Como todos.

Y la manera más rápida de ser consciente del cambio y de exponerlo a los demás, aparte de la familia, es con estos encuentros de antiguos amigos o compañeros de nuestra época de bachiller o universidad. Es entonces cuando tomamos exacta medida del paso del tiempo y de las cicatrices que deja labradas en cada uno de nosotros. Una experiencia que no todo el mundo tolera porque evidencia la fugacidad de la existencia y que todos los derroteros conducen a un único destino, el que aguarda a todos, seamos quienes fuimos y somos. Hijos de un tiempo que poco falta para que deje de ser presente y se convierta pretérito. Pero, mientras tanto, lo que reste será cuestión de disfrutarlo, con quedadas fantasmales o sin ellas.          

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