sábado, 12 de marzo de 2022

¡Maldito siglo!

El Siglo 21 no nos ha traído nada bueno, más bien lo contrario. Las dos primeras décadas de la centuria han sido protagonistas de graves turbulencias, ninguna de ellas naturales (está por ver el origen del virus SarCov-2), que han golpeado con insólita saña a la mayor parte de la población del mundo. Ningún profeta ni experto en prospectiva había adivinado que, cuando más avances, riqueza y medios tenemos a nuestra disposición, el estilo de vida más o menos fácil a que estábamos acostumbrados iba a verse sacudido de manera tan inesperada, brusca y radical. Y, lo que es peor, de forma tan irreversible que será difícil, por no decir imposible, confiar en poder recuperarlo en un futuro inmediato. Las viejas certezas, seguridades y comodidades que creíamos conquistadas para siempre han sido destruidas por los sucesivos cataclismos que se han producido durante los primeros veinte años del siglo que nos ha tocado en suerte.

Vivimos, pues, este maldito siglo con incredulidad, pesimismo y desasosiego puesto que, casi desde su inicio, han sido demolidas todas nuestras expectativas de progreso, prosperidad, bienestar y paz. Era inimaginable asistir a un futuro tan negro para la actual generación viva del planeta y, menos aún, a que el pesimismo te haga ser consciente de que seguimos expuestos a otras desgracias desconocidas que nacen de la avaricia, la maldad y el egoísmo de quienes crean y propician los males que nos asolan. Males que, cuesta creerlo, no son naturales, como la erupción de un volcán, sino producto de la actividad más dañina y deplorable del ser humano, la que se dirige contra sus propios congéneres.

Yo acuso al hombre de lo que nos pasa. Porque es inmoral y asqueroso, desde cualquier punto de vista. Incluido el económico, esa voluntad y la maquinación por rapiñar y empobrecer a una mayoría de incautos ingenuos que confían en promesas de fácil enriquecimiento mediante productos financieros diseñados intencionadamente para estafar. Una estafa piramidal llevada a cabo con inversiones especulativas en hipotecas subprime por agentes y bancos privados que acabó afectando a todo el conglomerado financiero del mundo. Aquella crisis financiera de 2008, la forma más brutal de percibir la verdadera globalización de la que dependemos, la del capital o dinero, sirvió para que los autores que la desencadenaron con su avaricia subrogaran las consecuencias en las arcas públicas de las naciones, arruinándolas y obligándoles a asumir la deuda. Sus compinches ideológicos no dudaron en imponer unas políticas “austericidas” que, además de recaer sobre los que nada tenían que ver con la estafa, empobrecieron aun más a los pobres y -¡oh milagro!- enriquecieron a los ya muy ricos, librando de camino a los auténticos autores materiales de un castigo bien merecido. Había que socorrer al sistema financiero a cualquier precio. Con este atraco al bolsillo de la gente se inauguró el siglo, dejando un rastro de millones de puestos de trabajo destruidos, empresas inviables, precariedad laboral, salarios reducidos y recortes draconianos en prestaciones públicas, todo ello con la excusa insultante de que “no podíamos vivir por encima de nuestras posibilidades”. Mal empezaba el siglo.

Pero no nos habíamos repuesto del todo de aquel palo, cuando hace su aparición una nueva amenaza en forma de pandemia. Ahora es un virus, de origen desconocido, que brota de súbito en 2019 en China y se propaga por todo el mundo a endemoniada velocidad, matando a millones de personas e infectando a las poblaciones de los países por donde circula. Sin un tratamiento médico eficaz para combatirlo (hasta el descubrimiento de la vacuna), se hace necesario recluir a la gente en sus domicilios y decretar el confinamiento absoluto de la población. Se trata de un germen tan letal que diezma los asilos, donde fallecen miles de ancianos, débiles y vulnerables en razón de la edad, pero también a causa de las prioridades de atención hospitalaria que establecen los responsables sanitarios. Y por las carencias de unas residencias de ancianos creadas con finalidad mercantil más que por satisfacer las necesidades de quienes no pueden valerse por sí mismos. Si a ello unimos la parálisis de la actividad económica, a causa del confinamiento y las restricciones a la movilidad, la crisis sanitaria de 2020 se ve acompañada de otra crisis económica que actúa de manera similar a cuando llueve sobre mojado: vuelve a incidir en los más desprotegidos de la sociedad, los que carecen de recursos suficientes. Las estructuras económicas, como puso en evidencia la crisis financiera, hacen recaer sobre los más débiles las peores consecuencias de sus desajustes, sean estos accidentales o intencionados. Desajustes producidos, en esta ocasión, no sólo en el sentido económico, sino también en el asistencial, debido a las reducciones de plantilla del personal sanitario, los ahorros en la inversión pública y los recortes, en general, en los servicios públicos y el Estado del bienestar. Es decir, un virus, manipulado o no, hace tambalear los sistemas sanitarios y económicos de los países por donde se extiende y saca a relucir la hipocresía que se esconde tras los supuestos valores que decimos defender en nuestras avanzadas sociedades occidentales. Si finalmente el virus es producto fortuito de la experimentación genética por interés científico o una derivación de un germen animal que contagia como sea (alimentación, etc.) al ser humano (enfermedad zoonótica), lo cierto es que somos nosotros los que propiciamos la crisis sanitaria y su derivada económica. Un segundo varapalo con el que nos castiga este siglo que iba a ver los mayores progresos del ingenio humano. Y lo que está viendo es su espeluznante deshonestidad e injusticia.

Pero, no contento con todo lo anterior, generamos también una crisis social en 2022 al iniciar una guerra que siembra la destrucción y la muerte en esta parte del mundo que ya conoció dos guerras mundiales. Por cuestiones poco claras pero muy influidas por geopolíticas estratégicas, Rusia invade Ucrania, de la que ya había usurpado la península de Crimea, con un ejército infinitamente superior de soldados alistados que ignoran dónde los mandan y mercenarios reclutados de cualquier parte del globo, como Siria. Hay gente dispuesta por dinero a matar donde sea. Da vergüenza que Europa (Rusia y Ucrania son parte del continente) vuelva a ser escenario de lo peor del hombre; su capacidad para odiar y asesinar a multitudes por una linde, un prestigio, unas riquezas, un concepto racial e, incluso, unas relaciones de las que se desconfía. De las tres citadas, esta última es la crisis más antinatural que vamos a sufrir en este maldito siglo XXI. No sabemos cómo acabará el enfrentamiento bélico ni las consecuencias que tendrá para todos, aparte de una tercera crisis económica añadida. Sea cual sea su resultado, lo que esta inaudita crisis social nos está provocando es el bochorno más espantoso por pertenecer a una especie animal que es capaz de destruirse a sí misma por avaricia, egoísmo y odio. Tres crisis en los primeros años de un siglo es bastante como para maldecirlo. Y es lo que hago.

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