viernes, 25 de marzo de 2022

Todas las guerras son iguales

Ninguna guerra elude su objetivo de matar y destruir. Es lo que las hace todas iguales, pues se emplean, sea cual fuera la causa esgrimida, para destruir y matar a quien declaran enemigo. Lo único que cambia es la percepción, más o menos cercana o distante, que se tenga del acontecimiento y de sus consecuencias, directas o indirectas, sobre nosotros. Si observamos una guerra distante y sin consecuencias para nuestros intereses, percibiremos un hecho desgraciado al que apenas prestaremos más atención que la meramente periodística, si acaso. En estos mismos momentos se libran guerras violentas en diferentes partes del mundo (Yemen, Etiopía, Siria, las latentes en Palestina, Afganistán, la región del Sahel, etc.), pero nos mostramos seriamente preocupados por la provocada en suelo europeo con la invasión de Ucrania por parte de Rusia. Otra guerra que se desenvuelve, como todas, ocasionando muertes de inocentes y destrucción indiscriminada de pueblos y ciudades. Tanto es así que en Ucrania hay más inocentes muertos que soldados y se destruyen más edificaciones civiles que objetivos militares. Lo que la hace extremadamente preocupante es su cercanía y repercusión en nuestros intereses inmediatos, tanto energéticos como comerciales y políticos, sin olvidar los de seguridad e integridad continentales.

La Europa libre, moderna, avanzada y civilizada ve nacer un conflicto bélico en sus propias entrañas territoriales y se descubre indefensa y vulnerable, incapaz de presentar más defensa que la de confiar en que los acuerdos con Estados Unidos (EE UU), en el marco de la OTAN, consigan frenar una mayor e indeseada escalada, que podría derivar hacia una tercera Guerra Mundial. De manera súbita, el proyecto federal de la Unión Europea aparece crudamente mediatizado por las voluntades enfrentadas de EE UU y Rusia, la antigua URSS que intenta recomponerse a toda costa. Para los primeros, Europa era beneficiosa comercialmente (cosa que ahora lo será aún en mayor medida), además de una trinchera que alejaba de sus fronteras al sempiterno enemigo comunista; y para los segundos, mientras estuviera debidamente “controlada”, representaba asimismo un rico y dependiente cliente comercial (que menguará con las restricciones) y un conveniente, hasta ciertos límites, “colchón” neutral que también separaba al eterno enemigo capitalista. Todo esto ha saltado por los aires abruptamente con los bombardeos a Ucrania y por los antecedentes de anexión rusa de Crimea y el conflicto separatista, patrocinado por Moscú, en Donetsk y Lugansk. Tales son las causas inmediatas del estallido bélico, del rompimiento del statu quo alcanzado tras la segunda Guerra Mundial.

Se ha repetido infinidad de veces que la guerra es la política por otros medios. Medios que se basan en la destrucción y la muerte para conseguir lo que la política y la diplomacia no han logrado. ¿Y qué no se ha logrado aquí? En primer lugar, la confianza entre las partes, fundamentalmente, entre las dos potencias mundiales. Y en segundo lugar, una “entente cordiale” que garantice la seguridad y ámbitos de influencia de ambos bloques antagónicos. Y lo malo de todo ello es que coge a los europeos en medio de la trifulca. Ha faltado diálogo, negociación y comprensión entre las partes para hallar soluciones políticas y pacíficas a problemas enconados de soberanía y poder, a intereses geoestratégicos de ambos contrincantes históricos. Existen razones que la violencia y los muertos descalifican. Cuando la guerra se desencadena, las razones, sobre todo las justificadas, pierden todo su peso y consideración. Nada justifica una guerra que el diálogo y la negociación pueden evitar. Y menos aún cuando las armas son más mortíferas que nunca y la civilización es, supuestamente, más avanzada racional y culturalmente que en cualquier otra época del pasado. ¿Qué lleva a comportarnos como los bárbaros de la Antigüedad? Pues las mismas pulsiones que empujaron a los antiguos a sus guerras: ambición, egoísmo y demostración de poder, lo que mueve a todo imperio a someter a sus vecinos y adversarios. Idéntico instinto que el que mueve a los animales a defender su territorio y enfrentarse con sus víctimas y con los que disputan su “jefatura” en la manada. Aún así, ni la psicología ni las razones justifican ninguna guerra, y mucho menos ésta.

Porque, que se sepa, ni la URSS antigua ni la Rusia actual han invadido Europa. Por el contrario, primero Napoleón y luego Hitler intentaron expandirse hacia los Urales, provocando, como toda guerra, muerte y destrucción, que sólo el invierno y la resistencia de la población permitieron frenar y rechazar. Ahora, los restos del desmembrado imperio soviético se siente amenazado por el avance de las fuerzas defensivas de la Alianza Atlántica hacia los países de sus viejos dominios, lo que pone nervioso a un dirigente neurótico y nostálgico del antiguo imperio comunista, justamente cuando ya ni es comunista ni imperio, pero sí todavía peligrosamente poderoso. Que Rusia esgrima razones de seguridad y ámbitos de influencia en su reacción frente a las inclinaciones de Ucrania de adherirse a la Unión Europea y la OTAN, no resultan descabelladas. Pero son injustificadas para declarar la guerra a un país que sólo es un peón más en este tablero geoestratégico mundial. Se debería exigir mayor sensatez e inteligencia a los jugadores de esta diabólica partida de poder para que eviten la muerte y destrucción en esa parte limítrofe de Europa. Pero también en cualquier parte del globo. Si la racionalidad distingue a los humanos, la guerra nunca debería ser opción para resolver nuestros problemas. Exijamos prudencia, sensatez y racionalidad, no instintos primarios a la hora de resolver las disputas y la convivencia entre nosotros. Cada imagen que proviene de Ucrania avergüenza e indigna a quien la contempla, sea de un bando u otro. La guerra es el fracaso de la razón y la política, no otro medio de imponerlas.

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