
El próximo fin de semana (30 de octubre) se realizará el
enésimo cambio de hora, ojalá sea el último, con el que se retrasará una hora
en el reloj y se volverá al horario de invierno. Con todo, el recuperado horario
invernal no coincidirá con el que corresponde al huso horario oficial de
nuestro país, el mismo que el de Reino Unido y Portugal, por lo que seguiremos
con una hora de adelanto. Sin embargo, este horario de invierno es el más idóneo
con la luz solar y los biorritmos orgánicos controlados por nuestro reloj
interno, denominado ritmo circadiano, que se coordina con los ciclos de día y
noche, es decir, sueño/vigilia. Es por eso que nos entra sueño cuando oscurece,
despertamos al amanecer, estamos más activos de día y nos relajamos al
anochecer. Cada vez que se modifica la hora el cuerpo lo acusa y tarda en
adaptarse, trastornos que suelen afectar más a las personas de mayor edad y a
los niños, provocándoles cansancio, problemas digestivos, pérdida de sueño y
hasta dolores de cabeza o migrañas, entre otros efectos.
Sin embargo, debido a la latitud geográfica en que se ubica
España, al sur de Europa, nunca ha habido justificación real para realizar
cambios en el horario que suponen alargar el día hasta las diez de la noche o
más, como acontece durante el verano. La crisis energética de 1973, originada
por la guerra entre árabes e israelíes, fue la causa para proceder, por primera
vez en tiempos de paz, a un cambio horario -horario de verano- que permitía una
hora más de luz al día, lo que en teoría debía suponer un ahorro en el consumo
de derivados del petróleo. Desde entonces, cerca de 70 países, la mayoría de
ellos en el hemisferio norte, practican el cambio de hora. Pero lo que es
comprensible para los países del norte, donde oscurece temprano, no resulta conveniente
en los del sur, como España, sometidos a una fuerte irradiación solar por su
cercanía al ecuador terrestre. En estas latitudes, lo que se ahorra, si es que
se ahorra, en bombillas se gasta, multiplicado por cien, en climatizadores de aire.
No hay, por tanto, razones claras para imponer a la población dos
modificaciones horarias al año que acaban afectando a la salud y la conducta de
las personas, a menos que existan otras intenciones no declaradas.

Parece evidente que el horario de verano beneficia,
fundamentalmente, a la industria turística y hostelera, no al conjunto de la
actividad económica del país. Pero, por mucho que tan inapropiado horario, que
no sirve para conseguir un verdadero ahorro energético, permita la máxima rentabilidad
del sector mercantil más importante de nuestro país, no deja de ser una
iniciativa que supedita el interés general de la población al particular del
negocio turístico. Y, lo que es peor, se mantiene durante décadas a pesar de su
ineficacia ahorrativa, aunque ocasione perjuicios a gran parte de la población,
la más vulnerable, que afectan a su salud y equilibrio psíquico o emocional.
Esperamos, pues, que el próximo sea el último cambio de
horario que se produce en España, no sólo por las razones reseñadas, sino
también para cumplir con la directiva europea que insta a mantener un horario
inalterable todo el año, preferentemente el de invierno. Ojalá el Gobierno siga
las recomendaciones de los expertos, como hizo con la pandemia, y nos regale a
partir del 31 de octubre un horario permanente más apropiado a nuestras
necesidades humanas. Salvo los que tienen sangre de lagartos o intereses de por
medio, todos se lo agradecerán.