sábado, 30 de agosto de 2025

La imprenta y los Cromberger


A mi hijo Dani, impresor

Aquel “ingenioso descubrimiento de imprimir y formar letras sin hacer uso de la pluma”, como se describió al copista mecánico inventado en Alemania, en 1450, por Johannes Gutenberg (1398-1468), no tardaría en llegar a España, a finales del siglo XV, en su rápida expansión por Europa. Y es que la imprenta de tipos móviles metálicos, basada en la impresión sobre papel mediante la transferencia de tinta por medio de caracteres móviles, fue uno de los inventos de mayor repercusión para la evolución de las comunicaciones y, por ende, para la humanidad. De hecho, el invento supuso una transformación radical en la forma de producción de libros, periódicos  y otros impresos, a partir de la aparición en Maguncia (Alemania), hacia 1456, del texto de una Biblia que no había sido copiado en ningún scriptorium, sino elaborado en un taller de imprenta.

Hasta entonces, la forma mayoritaria de elaborar libros era a mano, que luego se difundían a través de copias manuscritas de monjes y frailes. También existían, desde un siglo antes, los primitivos libros xilográficos, como la Biblia pauperum, que se realizaban mediante planchas de madera grabadas en relieve con gran protagonismo de la imagen frente a breves textos explicativos. Es decir, hasta el siglo XV, eran los monjes quienes transmitían el conocimiento, constituyendo las únicas fuentes escritas de peso en la sociedad, lo que otorgaba un extraordinario poder sobre los conocimientos a la iglesia católica, que aprovechaba para ejercer un papel de censor y control sobre los temas que la población, mayoritariamente analfabeta, podía saber, hablar o ignorar.    

Gracias a la imprenta, los amanuenses -copitas manuales de libros- fueron sustituidos por un artilugio que permitía la multiplicación mecánica de los textos de manera pulcra, exacta y prácticamente ilimitada, lo que facilitó el acceso a un público ávido de textos y conocimientos que posibilitaría un cambio trascendental en la historia de la cultura occidental, algo que guardaban celosamente los poderes  establecidos (Iglesia y monarquías) durante los diez siglos de la Edad Media.

Fue así como los tipos móviles (letras), la prensa que los presionaba contra el papel y las tintas conformarían los rudimentos de un taller de imprenta donde comenzaron a imprimiese libros y todo tipo de productos impresos, desarrollando un comercio que en la península ibérica descansaba, hasta entonces, en las importaciones desde otros países de Europa y, en su mayoría, escritos en latín. La creciente demanda de libros y otros textos menores (cartillas, almanaques, bulas, etc.) en lengua vernácula, junto a la facilidad técnica de reproducción en grandes cantidades, hizo que la imprenta “brotara” por todos los rincones del continente, desde Centroeuropa hasta lugares como Venecia, Roma, Basilea y, por supuesto, España.

Al principio, los principales centros impresores radicaban en Flandes, como Lovaina y Deventer, pero sería Amberes, iniciado el siglo XVI, la que, conforme crecía como centro  comercial europeo, desarrollaría una importante industria del libro con la que atendía no solo las demandas propias, sino también las procedentes de otros países, por lo que incluía en su producción obras en castellano. De hecho, Amberes llegó a ser la ciudad fuera de España en la que se editó el mayor número de obras en castellano en el siglo XVI. 

Aquellos libros impresos durante el período inicial de la imprenta (hasta 1501) se denominan incunables, por estar realizados en la “cuna” de la imprenta. Son obras que presentan grandes similitudes con las manuscritas de la época, a las que emulan, pues carecen  de portada, suelen disponer el texto a dos columnas e idéntico tipo de letra y espacios para la decoración. Posteriormente, los libros adoptarían características propias, que se desarrollaron plenamente en el siglo XVI, en forma de portada, índice, paginación, marca de impresor y otros elementos que encontramos en la actualidad en cualquier libro.

La imprenta en España

La imprenta apareció en España alrededor del año de 1470 de la mano de impresores extranjeros (con frecuencia de origen alemán) que trajeron pequeños talleres con los que, obviamente, tenían una producción reducida, vinculada en su mayor parte a las instituciones religiosas. El primer libro impreso en España del que se tiene noticia fue El sinodal de Aguilafuente (actas de un sínodo celebrado en la iglesia de Santa María de Aguilafuente), realizado en Segovia, en 1472, por el alemán Juan Párix de Heidelberg, por encargo del obispo Juan Arias Dávila (1436-1497) para recordar a los clérigos sus obligaciones.

El libro consta de cuarenta y ocho hojas impresas y catorce en blanco, al final, para poder añadir disposiciones posteriores. Carece de portada, comienza con el índice y presenta espacios en blanco para las iniciales. Destaca por su pequeño formato a Cuatro (235x175mm) y solo se conserva un ejemplar en el mundo en la Catedral de Segovia.

El obispo Arias Dávila, humanista y reformista, mecenas de las artes y las letras, llevado por su afición a los libros y por conocer el nuevo sistema de elaboración de incunables inventado por Gutenberg, es considerado el introductor de la imprenta en España. A instancias suyas, el tipógrafo alemán instaló su taller en Segovia, siendo el primer impresor que trabajó en España.

Siguiendo este ejemplo, otras ciudades también dispusieron de imprentas, como Zaragoza o Barcelona, en torno a 1475. Al final del siglo XV había en España unas treinta imprentas en distintas ciudades y municipios, tales como Valencia, Sevilla, Salamanca, Burgos, Toledo, Zamora, Murcia, Granada, etc. Los Reyes Católicos, advirtiendo la utilidad propagandística del libro impreso, favorecieron el nuevo arte, impulsando el establecimiento de impresores en Castilla y eximiendo a los libros del pago de impuestos a partir de  1482.

Sevilla

No tardaría mucho, por tanto, en llegar la imprenta a Sevilla, donde la obra Repertorium (un compendio de derecho canónico), del jurista Alonso Díaz de Montalvo, es considerada el primer libro impreso en la ciudad, en 1477. Pese a la tendencia general descrita,  lo cierto es que los primeros impresores documentados en Sevilla fueron los españoles Antonio Martínez, Bartolomé Segura y Alfonso del Puerto, entre otros, que comenzaron actuando como una sociedad. Imprimían fundamentalmente bulas e indulgencias, datadas entre los años 1472 y 1473, pero entre sus obras destaca las Introductiones latinae de Lebrija, en 1481. Durante la época incunable, la mayoría de los libros impresos en la ciudad sería de temática religiosa y en castellano, lo que satisfacía la demanda local.

No obstante, también se asentaron en Sevilla impresores extranjeros, como los cuatro socios que se hicieron llamar en los colofones de sus obras los “Compañeros alemanes”: Pablo de Colonia, Juan Pegnitzer, Magno Herbst y Tomás Glockner, en torno a 1490. Ese mismo año, atendiendo la llamada de los Reyes Católicos, también se les une el alemán Meinardo Ungunt y el polaco Estanislao Polono, pero la sociedad comienza pronto a dividirse y para 1499 solo quedan dos socios. Se les atribuye, en total, unas sesenta ediciones de diversa índole, como las Vidas de Plutarco, la Crónica del Cid y la Introductio circa missam, de Rodrigo de Santaella.

Hay que tener en cuenta que en aquel tiempo Sevilla era la ciudad más próspera y poblada de Castilla, un importante núcleo comercial y sede de relevantes instituciones religiosas, educativas y marítimas, como la Casa de la Contratación, órgano monárquico del que dependían los negocios y la navegación con las Indias. No es de extrañar, pues, que a inicios del Quinientos la imprenta fuera un invento arraigado en la ciudad.

Los Cromberger

De entre todas, sería la de la familia Cromberger, afincada en Sevilla,  la imprenta española más importante de la primera mitad del siglo XVI, de la que se conocen cerca de seiscientas ediciones con su sello, cifra asombrosa para una empresa tipográfica de la época. Junto a las demás, convirtieron Sevilla en el centro más importante de producción y comercio de libros de la península ibérica. La relevancia histórica de la Imprenta Cromberger viene determinada por ser el taller tipográfico más prolífico de la época y por establecer en México la primera imprenta que conoció el Nuevo  Mundo.

La saga de los Cromberger, tres generaciones de impresores, editores y libreros, se inicia con Jacobo Cromberger, oriundo de Nuremberg (Alemania), que se afinca en Sevilla a principios del siglo XVI y trabaja en el taller de Meinardo Ungunt. Cuando fallece su patrón, contrae matrimonio con la viuda y se hace cargo del negocio, combinando la producción de obras breves con otras más importantes, como son los libros litúrgicos encargados por contrato y con pago garantizado. Combatía, así, el riesgo de ruina que corre este tipo de negocio que invierte en maquinaria, papel y personal con perspectivas de venta de la producción o… por la persecución religiosa de obras prohibidas. En cualquier caso, de su imprenta salen desde obras erasmistas hasta libros de caballerías, imprimiendo ediciones  de Amadís de Gaula y Amadís de Grecia, entre otras. Consigue así estimular una demanda con obras de ficción cuyo modelo de presentación sería imitado por otras imprentas españolas y hasta extranjeras.  Y convierte su taller en la imprenta más importante de la primera mitad del siglo XVI, hecho contrastado por inventarios de su almacén, realizados en 1528 y 1549, que registran casi siete mil ejemplares de libros de caballerías impresos en folio, y otros casi diez mil de otras obras caballerescas.

El libro más antiguo que se conoce de la imprenta Cromberger  es In Magistri Petri Hispani Logicam Indagatia, de 1503. Desde entonces, durante toda la carrera de Jacobo y sus sucesores, alrededor de dos tercios de los libros impresos en Sevilla salieron de su imprenta, lo que se sabe porque la mayoría de ellos llevaba su marca “I.C” con una cruz en la parte superior de una esfera dividida (Ver fotografía de la placa indicativa de la ubicación de la imprenta).

De sus tres hijos, Francisco –el mayor, fallecido a edad temprana-, Catalina y Juan, este último heredaría la imprenta, continuando no solo con el taller familiar y produciendo obras de mayor calidad, sino ampliando el negocio a otros lugares de España, Portugal y, particularmente, América.  Juan consiguió el monopolio para la exportación de libros y cartillas a la Nueva España, para lo que envió a México, en 1539, a su operario, el cajista italiano Giovanni Paoli (conocido como Juan Pablos), con el material necesario para establecer la que sería la primera imprenta que funcionaría en el Nuevo Mundo. El taller se instaló en la casa que poseía el obispo de México, fray Juan de Zumárraga, cerca del Zócalo, en el centro de la ciudad. Y allí se imprimió el Manual de Adultos, de 1540, considerado el primer libro americano.

Los Cromberger editaron muchos de los títulos que circularon con más frecuencia en las Indias: ediciones litúrgicas, libros de horas, obras de devoción, escritos de los Padres de la Iglesia en castellano, algunas obras de Nebrija, tratados de medicina, crónicas, escritos de Erasmo y también libros de entretenimiento, como son romances y coplas, y de ficción caballeresca, todas ellas populares en la península ibérica.

En recompensa por haber invertido en México, el Emperador de España le concede a Juan Cromberger el monopolio tanto sobre la imprenta en la Nueva España como sobre la exportación de libros hacia allí. Un monopolio a la exportación que se prorrogaba anualmente, por lo que, en 1543, coincidiendo con el auge de Medina del Campo como centro del comercio del libro que hasta entonces Sevilla había acaparado, los mercaderes de Castilla comenzaron a exportar a América.

Tipógrafo tan distinguido como su padre, Juan Cromberger murió en 1540, dejando nueve hijos. Pero como el mayor era todavía demasiado joven para tomar las riendas del taller, sería su madre enviudada, Brígida Maldonado,  la que asumiría el control del negocio. Era una mujer fuerte e inteligente que, durante los cinco años que regentó la imprenta, mostró una actitud innovadora y muy emprendedora, negociando  una renovación del monopolio cromberguiano sobre la exportación de libros a Nueva España y la impresión de libros en aquella colonia.

Pero ésta es otra historia de la que se hizo eco el Archivo Histórico de Sevilla al exponer en una muestra temporal protocolos notariales que revelan la figura de esta empresaria visionaria, considerada la primera mujer al frente de una imprenta en Andalucía.

La fama e importante producción de la imprenta Cromberger permitieron que sus ediciones llegaran a todo tipo de lectores, tanto humildes como ricos, y a las manos de coleccionistas, como Hernando Colón, hijo del Almirante, e incluso a las de Miguel de Cervantes, quien leería, años después, libros de caballerías en ediciones cromberguianas que, sin duda, contribuyeron a que Don Quijote se materializase en una novela.

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Bibliografía:

Clive Griffin, Los Cromberger y su imprenta, Revista Andalucía en la historia nº 40, abril 2013.

Amelia Bulnes, El triste vaso de Brígida Maldonado, artículo de El País, 26 agosto 2025.

Joaquín Hazañas y la Rúa, La imprenta en Sevilla, ensayo de una historia de la tipografía sevillana. Imprenta de la Revista de Tribunales, 1982.

martes, 19 de agosto de 2025

España no se rompe, se quema

Las llamas vuelven a ser  las protagonistas del verano en España. Fuegos que arrasan, dejando carbonizado todo donde haya algo que pueda arder con facilidad, montes, descampados, viviendas, matorrales, vehículos  y bosques repartidos a lo largo y ancho del país, desde la húmeda y fría Galicia hasta la seca y asfixiante Andalucía, sin dejar de lado a Murcia, Aragón, Asturias, Extremadura y Valencia. España arde por los cuatro costados, literalmente.

¿Qué es lo que pasa? ¿Acaso hace más calor que otros años? Es verdad que los episodios de calor extremo, como los que estamos padeciendo denominados olas de calor, son cada vez de mayor magnitud y duración, y están vinculados al cambio climático que algunos, como los antivacunas, se niegan aceptar. Tales negacionistas son, simplemente, ignaros que discuten a la ciencia sus descubrimientos por meros prejuicios ideológicos. No obstante, únicamente el calor, sea extremo o no, no explica por sí solo el número y la virulencia de los incendios forestales que se registran este verano. Aunque vengan favorecidos por el viento y la baja humedad del aire, por esa famosa regla del 30: la coincidencia de temperaturas superiores a 30 grados, vientos de más de 30 km/h y una humedad inferior al 30 por ciento. Ni por esas.

Existen, por tanto, otras causas, diversas y complejas, que facilitan la aparición y el avance de las llamas por nuestra geografía. Algunas de ellas son naturales, las menos. Otras son negligencias, la mayoría. Y las demás, actos deliberados de quemar el monte. Pero  todas ellas debieran ser combatidas si se quiere realmente evitar unos incendios tan graves y letales. A todas luces, el resultado es que se hace poco. Y se hace mal. Por eso, España se quema. Otro eslogan para la ultraderecha, siempre tan catastrofista, a añadir al de España se rompe. Aunque en realidad España no se rompe, se quema, lo que es más preocupante por el peligro que corren las personas.

La actual oleada de incendios ha calcinado ya más de 130.000 hectáreas y ha causado cuatro muertos por quemaduras y un número indeterminado de heridos. Además, hay que sumar las incalculables pérdidas ambientales y materiales, por la masa vegetal y animal (ovejas, perros, liebres, jabalíes, zorros, aves, insectos, etc.) aniquilada y por las viviendas, negocios y propiedades particulares convertidos en cenizas. A todo ello hay que añadir las pérdidas que afectan al patrimonio cultural, como el incendio que ha arrasado las minas romanas de Las Médulas, en León. Según el Sistema de Información Europeo de Incendios Forestales (EFFIS), la superficie quemada, en lo que llevamos de año, asciende a cerca de 350.00 hectáreas, un 0,7 por ciento de la superficie total del país. Es el peor año de incendios del siglo XXI. Toda una catástrofe que podría haberse evitado o, cuando menos, controlado. Pero no ha sido así, desgraciadamente. Para el profesor Resco de Dios, profesor de incendios forestales y cambio global de la Universidad de Lérida, “estamos viviendo la crónica de una catástrofe anunciada”.

El incendio de Zamora es el peor de la historia de España, y el de Orense, el mayor de la historia de Galicia. Sus cifras son devastadoras, en las que los perjudicados se van a contar por miles. Ya habrá tiempo de hacer balance de daños y perjuicios. Y de lamentarse por las vidas humanas sacrificadas en esta oleada de incendios descontrolados que, afortunadamente, nos ha pillado con los pantanos más o menos llenos. Porque hubiera sido mucho peor si la situación nos coge en plena sequía y con las reservas en mínimos, como el año pasado.

Y esa es otra: no queremos asumir que España sufre tal carencia hídrica que debiera obligarnos a hacer un uso más racional del agua, cosa que no hacemos. Por el contrario, la malgastamos como si sobrara, lo que agudiza y cronifica el problema de los incendios. Además, enterramos cultivos en hormigón para urbanizar campos y talamos árboles para levantar hoteles, piscinas y campos de golf. Es decir, huimos del mundo rural buscando prosperar en el urbano. Así, dejamos campos secos y bosques abandonados en una España vaciada que arde a la primera chispa. Una variante demográfica y de usos agrícolas y ganaderos que también guarda relación con los incendios que nos asolan. Algo a tener en cuenta en la búsqueda rigurosa de soluciones.

Entre las circunstancias externas que desatan un incendio –sequedad, vientos, calor-, solo un porcentaje muy pequeño es achacable a causas naturales (rayos, combustión espontánea y otros fenómenos). La mayoría de los incendios forestales obedece a involuntarias conductas negligentes (quema de rastrojos, fogatas, colillas, chispas producidas por maquinaria, cortocircuitos eléctricos, cristales rotos, etc.). Y otros son provocados intencionadamente por cuestiones económicas, especulativas o emocionales (desde transformar bosques en terrenos de cultivo, aprovechamiento de recursos forestales como la madera, buscar un empleo que sin fuego no se encontraría y hasta venganzas personales u otros motivos imprevisibles).  

Pero la causa más relevante de los incendios es la desinversión de las administraciones públicas en la prevención y extinción durante la última década. De hecho, la inversión ha caído a la mitad desde 2009, dejando sin recursos a la contratación de agentes y técnicos forestales durante todo el año (solo se contratan en verano), la realización de campañas invernales de limpieza del sotobosque, el control de la quema de rastrojos, la implementación de campañas masivas de concienciación ciudadana  y, en definitiva, el desarrollo de una política forestal coherente y eficaz. La responsabilidad recae en todas las administraciones, aunque las competencias sean de las Comunidades Autónomas. Y he ahí otro obstáculo que impide el abordaje resolutivo del problema de los incendios forestales; la confrontación entre administraciones o, lo que es igual, la confrontación política.

Al parecer, es más rentable electoralmente aprovechar cualquier problema para desprestigiar y culpabilizar al adversario (persona o administración) que contribuir honestamente en su resolución, incluso existiendo peligro para el ser humano y su actividad productiva. Es tal la confrontación que ni las inundaciones por la DANA ni los últimos incendios hacen posible que se pongan de acuerdo las administraciones dirigidas por partidos enfrentados para actuar coordinadamente en evitar el desastre. No es posible cooperar con lealtad institucional. Así, las ayudas, si se libran, llegan tarde o son insuficientes. Pero emergen de inmediato, en cambio, los reproches, los insultos y las descalificaciones. Y las mentiras, los bulos y la desinformación con los que cada parte justifica su irresponsabilidad.

De este modo, se  protagoniza un espectáculo bochornoso, en el que, mientras algunos presidentes de autonomías afectadas por los incendios no interrumpen sus vacaciones para ponerse al frente en la dirección de la crisis,  otros aprovechan para cuestionar un cambio climático con el argumento de que todos los veranos hace calor, tratando, así, de minusvalorar que el incremento de 1,5 grados en la temperatura del planeta es la causa de olas de calor más altas y duraderas y de temporales violentos, como los que han asolado nuestro país. Y en vez de tomarse en serio las advertencias de los científicos y de actuar para prever las consecuencias del cambio climático, estos irresponsables se ufanan en ahorrar inversiones poco rentables electoralmente y utilizar los problemas como munición política y partidaria, echándose la culpa unos a otros.

Unas irresponsabilidad que mueve a aquellos que se autocalifican de “constitucionalistas” sean los primeros de ignorar la Constitución y el diseño autonómico del Estado, en que el sistema de distribución de competencias está contemplado, como recuerda el catedrático de Derecho Constitucional Javier Pérez Royo, en el “bloque de la constitucionalidad”, integrado por la Constitución y los respectivos Estatutos de Autonomía en todos los territorios del Estado.

Ignoran que las comunidades autónomas disponen de unas competencias en la gestión de su territorio  que solo de manera excepcional, debido a una emergencia extraordinaria,  puede hacer que el Gobierno de la Nación y las Cortes Generales las asuman, declarando los Estados de alarma, excepción y sitio. Pero, para ello, sería necesario que el presidente de la Comunidad Autónoma lo solicite expresamente, cosa que ninguna ha hecho, dedicándose, en cambio, a echar culpas a diestro y siniestro. Y lo que es peor, parecen renegar del Estado Autonómico cuando exigen al Gobierno la asunción de responsabilidades que les corresponden y la centralización de unos recursos e inversiones que son de su exclusiva competencia.

Son las comunidades autónomas, asumiendo honestamente sus competencias, las que deben invertir en prevención de incendios, reforestación, conservación de la biodiversidad, lucha contra plagas, gestión del uso público de los montes e investigación en gestión forestal. Porque son ellas, con la financiación autonómica que reciben del Estado más los impuestos propios, las que han de administrar sus presupuestos para atender las necesidades de su territorio, entre ellas, unas políticas de prevención y extinción de unos incendios cada vez más voraces que han dejado de ser excepcionales, auténticas olas de fuego que se suceden cada vez a intervalos más cortos.

Hay que ser conscientes de que tenemos un tesoro. Nuestro país es la segunda potencia forestal de la UE. Si queremos conservar nuestra masa vegetal en tan digna posición, sería necesario que nuestros políticos se tomasen en serio evitar que las llamas destruyan cada año, por negligencia e incapacidad política, un tesoro natural del que deberíamos sentirnos orgullosos por disfrutar de tal privilegio de la naturaleza. Pero como sigamos así, no será difícil que España acabe siendo un país desértico, desde Tabernas hasta la cornisa cantábrica. Y al paso que vamos, ese chamuscado porvenir, desgraciadamente, no tardará mucho en llegar.    

viernes, 15 de agosto de 2025

La memoria de la amistad

Además de la familia, la memoria es capaz de guardar intacta la imagen de ciertos amigos durante toda la vida. Su impronta es imperecedera, a pesar del tiempo transcurrido. Y sin que exista ningún motivo relevante que lo justifique, sino probablemente por la relación de mutua simpatía y sinceridad que caracterizó esa amistad. Y porque se estableció a una edad en que las ilusiones y las ingenuidades permitían aventurar expectativas infinitas en un futuro limpio de nubarrones y lleno de posibilidades, como los sueños. Seguramente, los psicólogos dispongan de alguna explicación más prosaica de lo que acontece con recuerdos tan profundos y arraigados.

Lo cierto es que esa imagen del amigo de mi adolescencia, después de más de cincuenta años sin verlo, se mantiene nítida en mi memoria. Y se conserva así, congelada en el tiempo, porque desde entonces no hemos tenido ningún contacto ni apenas sabido nada el uno del otro. Como si fuera un fotograma no contaminado por los años ni los cambios en la persona. A buen seguro, ni su rostro ni su pensamiento o comportamiento sean los mismos de los que retengo en la memoria. Será algo recíproco porque ni yo mismo soy el mismo. Aunque, tal vez, puedan delatarnos ciertas expresiones, gestos o viejas aficiones atemperadas por la incredulidad que el tiempo acumula sobre ellas, como el óxido en los metales.

Pero, de pronto, se desentierran momentos que ni siquiera sospechábamos recordar, cuando casualmente hallamos rastros materiales que testimonian aquella antigua amistad, como el dibujo que acompaña estas líneas. Fue un regalo de ese amigo que certificaba, en un remoto 1980, además de la amistad temprana que nos unía, el camino que estaba decidido emprender por el mundo del arte y la pintura. Y, al cabo de cinco décadas, en ambas cosas ha sido fiel a sus anhelos y sentimientos. Porque sigue siendo mi amigo y se ha convertido en un gran pintor de enorme prestigio. A pesar de que llevemos más de cincuenta años sin vernos. Y aunque hace poco nos hemos encontrado gracias a internet, yo lo sigo recordando como entonces, como mi amigo de San Jerónimo.   

lunes, 11 de agosto de 2025

La excepción del verano

Para una inmensa mayoría de la gente, el verano representa una excepción en la regla rutinaria de sus vidas. Y es que el verano se destina para tomar un descanso y romper con la actividad, remunerada o no, que se desarrolla durante el resto del año. Porque en verano es cuando esa mayoría de gente disfruta de sus merecidas vacaciones. Es cuando se confirma la excepción de la regla. Por eso, regresar de las vacaciones es para muchos dar por finalizada la estación más calurosa, aunque los calores se extiendan mucho más allá del período vacacional: desde mucho antes y hasta mucho después.

La excepcionalidad del verano contiene también la excepción de las vacaciones. Y ambas excepcionalidades, la del verano y la de las vacaciones, terminan con el retorno a la rutina anual, con la vuelta a la normalidad de las obligaciones y los compromisos con los que programamos nuestras agendas vitales. Esa inmensa mayoría de gente recupera la normalidad de sus rutinas con la firme voluntad de volver a disfrutar de otra excepción que rompa la regla de sus vidas el próximo verano.

Son excepciones que nos permiten soportar los engranajes que nos inducen a comportarnos como autómatas en nuestros quehaceres profesionales y sociales, y que determinan nuestro horario desde que nos levantamos hasta que nos acostamos. Excepto durante el período vacacional del verano, en el que nos olvidamos de los relojes y las imposiciones. Tomar vacaciones es, pues, muy importante para la estabilidad física y psicológica con la que debemos afrontar cada año de nuestras vidas, a pesar de que algún cínico neoliberal exprese públicamente que están sobrevaloradas.

El verano es una excepción del año y las vacaciones, la excepción del verano. ¡Benditas excepcionalidades que dan sentido a nuestras rutinarias y mediocres existencias! Quizás por ello esté ahora lamentando el haber vuelto a la normalidad. A mi rutinaria y mediocre normalidad. Y deseando tener otra oportunidad de valorar la excepción del verano. Tal vez, el próximo año.  

viernes, 1 de agosto de 2025

Saber leer Don Quijote

He de confesar que, cada vez que lo intentaba, no conseguía terminar la lectura de Don Quijote de la Mancha, la celebérrima novela de Miguel de Cervantes, un clásico de la literatura universal. No podía entender muchas de las palabras del castellano del siglo XII en que está escrita la novela, con su léxico arcaico y complejos usos verbales, ni me apasionaban, salvo algunas, las aventuras que corría tan ingenioso hidalgo, de las que captaba solo la obsesión demencial que empuja al personaje, cual noble caballero, a sus dos salidas para deshacer entuertos y enfrentarse a enemigos imaginarios. No le hallaba la “gracia” a los cuentos del relato. Y se me atragantaba.

Más tarde, conseguí leer la primera parte del Quijote gracias  a la versión actualizada del castellano realizada por el escritor Andrés Trapiello (Ediciones Destino, 2015), con la que pude entender, al fin, en su literalidad la primera frase inicial de la novela: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, vivía no hace mucho un hidalgo de los de lanza, ya olvidada, escudo antiguo, rocín flaco y galgo corredor”. Entonces comprendí lo de “lanza en astillero” y ”adarga antigua” (Edición del Instituto Cervantes).

Pero, aun así, seguía sin captar ni el sentido irónico de la novela ni por qué se la considera una obra maestra de Cervantes, ejemplo fundacional del arte novelesco, hasta el extremo de haber influenciado a autores como Melville, Balzac, Joyce, Stendhal, Thomas Mann o Mark Twain, entre otros, quienes, a partir de ella, consolidaron el género literario de la novela como la forma narrativa suprema. Para mí, Don Quijote no era más que una serie de cuentos estrambóticos.

Y no logré aclararme hasta que este verano me sumergí en las luminosas páginas del libro de Antonio Muñoz Molina: “El verano de Cervantes” (Seix Barral, 2025). A él debo que me haya enseñando a leer con ojos nuevos, entrenados a percibir lo esencial, el Don Quijote de Cervantes, impulsándome a retomar, una vez más, la relectura de esa obra universal de nuestra literatura clásica. Y es que soy así de cortito: sin ayuda (sin maestros) soy incapaz de acceder al conocimiento.

De esta forma, como explica Muñoz Molina, he podido considerar la novela de Cervantes como un relato de ficción y una crítica literaria. A valorar la parodia utilizada por su autor para resaltar el contraste entre la realidad y la forma siempre imprecisa de abordarla o apresarla, y percibir cómo satiriza las novelas pastoriles, inventando un género nuevo con el que retrata la sociedad de su tiempo a través de los ojos de un entreverado loco, lleno de lucidos intervalos. No obstante, Don Quijote no adoctrina nunca, pues toda opinión expresada en la novela pertenece a algún personaje y se corresponde con su carácter, su educación y sus peripecias. De ahí que la razón narrativa prevalezca siempre, como afirma Muñoz Molina. O como asegura Fernando Pessoa: todas nuestras opiniones son de otros. 

Además, Antonio Muñoz Molina, con enorme sensibilidad y una prosa cautivadora,  va mezclando su análisis del Quijote con los recuerdos de infancia en el mundo rural de su Úbeda natal y sus primeras lecturas. Descubrimos, así, que leía Don Quijote igual que leía todo lo que cayera en sus manos, hasta los papeles rotos de las calles. Y nos revela que sus lecturas de niño vivificaban la novela que comenzaba a escribir, en la que la propia voz de Cervantes contenía el secreto de lo que iba a estar desde el inicio en el corazón de aquel texto: Después de tantos años como ha que duermo en el silencio del olvido .Es decir, que un libro no se plantea, se engendra, y empieza a hacerlo mucho antes de que el autor lo sepa, en ese espacio de oscuridad y silencio del habla Proust. Y es que, para Muñoz Molina, leer y escribir, además de su afición y oficio, ha sido el refugio literal de supervivencia. Gracias al cual he aprendido a leer Don Quijote de la Mancha. Y se lo agradezco sinceramente.