jueves, 18 de septiembre de 2025

La imprenta en América

La familia Cromberger, tres generaciones de impresores, editores y libreros asentados en Sevilla, fue la que introdujo la imprenta en América, gracias a una licencia concedida por el rey de España. En efecto, no pasó ni medio siglo desde el desembarco de Cristóbal Colón en América hasta que los Cromberger exportasen a México, en 1539, el invento de Gutenberg, la última novedad técnica de Europa: la primera imprenta de América. Sin embargo, la instalación de talleres de imprenta en el resto del continente sería muy lenta, tanto en las colonias españolas como en las anglosajonas. De hecho, la imprenta no apareció en tierras de Norteamérica hasta un siglo más tarde, en 1639.

México

Aunque se transportaban libros a América desde Europa, un acuerdo entre fray Juan de Zumárraga, primer obispo de México, y Juan Cromberger, hijo del fundador de la dinastía de impresores, permite que un operario del taller sevillano, el cajista italiano Giovanni Paoli –conocido como Juan Pablos- fuera enviado a México, en 1539, con los útiles necesarios para establecer la que sería la primera imprenta en el Nuevo Mundo. De su taller, llamado “Casa de Juan Cromberger”, instalado en la casa del obispo, saldría, en 1540, el primer libro americano, Manual de Adultos, una “breve y más compendiosa doctrina christiana”. Un texto escrito en español y náhuatl, lengua nativa mayoritaria en México, del que se conocen las tres últimas páginas.

Durante una primera etapa, que duraría hasta 1548, la imprenta de Juan Pablos imprimió cartillas, doctrinas y folletos, en su mayoría de carácter religioso, de los que se conocen ocho títulos realizados entre 1539 y 1544, y otros seis, en el período de 1546 y 1548.   

Y es que, como sucediera en Europa, los primeros frutos de la imprenta estaban enfocados a temas religiosos y servían no solo para rendir tributo a la espiritualidad católica, sino para contribuir a la evangelización de los nuevos territorios americanos recién descubiertos. La imprenta se estableció en México porque, en ese siglo, era el centro administrativo del Virreinato mexicano desde el que se expandía la babor redentora de los nativos en la fe católica y la cultura europea. Con tal fin, los frailes de las distintas órdenes religiosas que acompañaban a los conquistadores aprendieron las lenguas indígenas y enseñaron a los nativos la lengua castellana, lo que requirió y posibilitó la edición de diccionarios, libros de enseñanza, gramáticas, catecismos, cartillas, etc., aunque posteriormente los impresores abordaron también temas de medicina, derechos eclesiástico y civil, ciencias naturales, navegación y otros. 

La religión y la lengua constituyeron, en cualquier caso, las vías para el acceso a un conocimiento alfabetizador que, junto a la fusión étnica, darían lugar al florecimiento de la identidad mestiza en los descendientes de colonizadores y conquistados, un legado cultural innegable e invaluable. En ese contexto, la imprenta representó una auténtica revolución cultural en la Nueva España, donde la evangelización y la enseñanza del idioma español tuvieron éxito gracias, en gran medida, a las herramientas didácticas que pudieron imprimirse en sus talleres.

Y siendo manejadas, al principio, por operarios europeos, no es de extrañar que las primeras obras impresas en América emularan las confeccionadas en el Viejo Continente e, incluso, utilizaran caracteres góticos. Predominaban en ellas las presentaciones a dos columnas que solían utilizar iniciales enmarcadas y pequeños grabados, sobre todo en los libros destinados a los indígenas.

Lima     

En Lima, capital del Virreinato del Perú y segunda ciudad de la Nueva España, se estableció la segunda imprenta de América, la primera de Sudamérica, en 1583. El primer impresor que estuvo al frente de la misma fue el italiano Antonio Ricardo, natural de Turín, que antes había trabajado como tipógrafo para Juan Pablos. La primera impresión conocida de la imprenta limeña es una Pragmática del rey Felipe II, un edicto con el que decretaba el cambio del calendario juliano al gregoriano “para poner el calendario de nuevo en línea con las estaciones del año”, en febrero de 15 82. Se considera la primera impresión conocida de América del Sur.

Con la llegada de la imprenta, Lima se convertiría en la única ciudad de Sudamérica  autorizada para imprimir libros hasta 1700. Y es que la Universidad de San Marcos, considerada la primera del continente, fundada por los dominicos, y otras instituciones del Virreinato requerían textos más baratos que los que llegaban de Europa para la conquista espiritual de aquellas tierras. Por eso, el 19 por ciento de lo publicado en Lima consistió en materiales didácticos y para la evangelización. No obstante, en Lima se imprimieron no solo los primeros vocabularios en lenguas indígenas, sino también obras sobre todos los dominios del conocimiento de entonces, como volúmenes de derecho, historia, literatura, científicos, etc. Destaca el hecho de que, a pesar de gran variedad de temas, en Lima no se editaron novelas de caballería, libros de rezos, música y arte. Eran obras de una elaboración artesanal, casi siempre encuadernadas en pergamino, compuestas con una tipografía precaria y sin adornos superfluos.      

Tres siglos de demora

México y Lima eran importantes capitales en la estructura colonial de la época, lo que explica la temprana llegada de la imprenta a sus dominios. Pero la instalación de talleres de imprenta en el resto del continente tardaría mucho en extenderse, aunque la Corona española y la Iglesia Católica compartieran el propósito de crear focos de irradiación cultural y evangelizadora en su afán por “homogeneizar” los pueblos nativos en las creencias, costumbres, religión y cultura del Occidente cristiano.

Se tardan, pues, casi tres siglos, desde la aparición del invento de Gutenberg, en llevar las prensas de impresión tipográfica a todas las posesiones americanas conquistadas por los españoles. De hecho, en el siglo XVII se instala una sola imprenta en América del Sur, en Guatemala, en 1661, que entonces ya era una de las principales ciudades de Sudamérica, tras los virreinatos de México y Lima. El primer libro que salió de esta imprenta fue Explicatio Apologética, en 1661, obra de fray Payo Enríquez de Rivera, primer obispo.de Guatemala. En el resto de países no llegaría hasta el siglo XVIII, cuando se produce una proliferación de imprentas en Paraguay (1705), Cuba (1707), Brasil (1724), Ecuador (1775), Argentina (1781), Colombia (1782) y República Dominicana (1783), entre otros lugares.

Esta tardanza en implantar la imprenta en el subcontinente americano viene motivada por los obstáculos que dificultan su instalación. Al impedimento físico de trasladar, recorriendo las enormes distancias en aquella época, los pesados aparejos de un taller de imprenta, se añade la necesidad de contar previamente con centros culturales, originariamente religiosos, como universidades, colegios y otras instituciones, que demanden la producción de obras impresas.             

A pesar de ello, el nuevo método de elaborar libros u otras publicaciones impresas fue extendiéndose por América, contribuyendo incluso a la emancipación colonial de esos países hacia la independencia y, sobre todo, al proceso civilizatorio y alfabetizador de sus sociedades y pueblos. Una irradiación cultural que atravesó transversalmente las élites españolas y criollas hasta las mestizas y populares que se apropiaron de la lengua y la escritura para sus propias reivindicaciones.  Se trata del indiscutible legado “modernizador” de la imprenta durante la colonización española, aunque algunos historiadores lo consideren un instrumento destinado al adoctrinamiento religioso y el proselitismo cultural en tierras amerindias.

Puerto Rico

Caso aparte es Puerto Rico, la isla caribeña que descubrió la imprenta y el periodismo de manera simultánea. Y es que hubo países que tardaron aun más en conocer las ventajas de este invento revolucionario. En Puerto Rico se demora la llegada de la imprenta hasta 1806, casi tres siglos después de haber sido introducida en América, como hemos visto anteriormente. Sin embargo, esta tardanza hizo coincidir la imprenta con la nueva era de las comunicaciones de masas, permitiendo la aparición del primer periódico puertorriqueño, La Gaceta de Puerto Rico, que se publicó por primera vez también en 1806.

Este periódico, como todas las obras impresas en cualquier dominio colonial, estaba sometido a autorización previa o censura por parte de la Corona española, por lo que desde 1806 hasta 1839 estuvo controlado por la Monarquía gobernante. Después, durante el momento constitucional de España, el periódico gozó de una libertad de prensa, sin censura, que duraría desde 1821 hasta 1823. En esos años nacería otro periódico, el Diario Liberal y de Variedades. Pero, desgraciadamente, trascurrido  ese período se abolieron las libertades concedidas y el periódico regresó al régimen anterior de control. Finalmente, en 1870 España permitió la fundación de los primeros periódicos de partidos políticos.

Después de esa etapa inicial de la imprenta y la prensa, los hermanos Real (Romualdo, Cristóbal, Matías y Manuel), oriundos de Santa Cruz de Tenerife, Islas Canarias (España), aterrizaron en Puerto Rico y constituyeron una imprenta que renovó los procedimientos de impresión de libros y periódicos, en las primeras décadas del siglo XX, tras la ocupación de la isla por EE UU. Erigieron una rotativa que imprimía los diarios Puerto Rico Ilustrado y El Mundo, que se convirtieron en símbolo del periodismo borinqueño.y la estética modernista en la isla.         

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Fuentes:

La imprenta en América, de José Villamarín Carrascal.

La imprenta en el siglo XVI, de Ricardo Gutiérrez Chávez

Juan Pablos, primer impresor de México y América, de Stella María González Cicero.

La introducción de la imprenta en Puerto Rico, de Lidio Cruz  Monclova


jueves, 11 de septiembre de 2025

¿Leer sirve para algo?

Biblioteca del autor
En estos tiempos en que se presume de ignorancia, se desconfía de la ciencia y su método para acceder al conocimiento, como el de las vacunas, la esfericidad del planeta o nuestro propio origen,  y cuando las redes sociales echan humo acerca de la inutilidad de la lectura para la bondad de las personas, cabría preguntarse si, efectivamente, es útil leer o, mejor, si sirve para algo. Una pregunta capciosa para todos los ignorantes, los incrédulos del rigor científico y, en definitiva, los alérgicos a los libros.

Sin embargo, se trata de una cuestión pertinente desde el mismo instante en que un referente social, como es cualquier influencer que se precie de ser experto en “crear contenidos”, afirmara en un vídeo que “leer no os hace mejores personas”. Una afirmación rotunda que cuestiona décadas de alfabetización de la población como ideal educativo y vía para la adquisición de un fundado criterio racional. Y lo hace de manera genérica, no como fruto de su personal experiencia de lector desilusionado.

Y la verdad es que la perogrullada no iba completamente desencaminada si se esperaba que la lectura hiciese buena a una persona que no es así por naturaleza. Porque leer, como personal enriquecimiento cultural, no garantiza, por sí solo y en todos los casos, la bondad de nadie, sino una visión compartida o corroborada, más allá de la propia experiencia,  de la realidad. Existen lectores que son auténticos indeseables, del mismo modo que hay quien es una excelente persona sin haber leído un libro en su vida. Lo que no cabe duda es que no es posible la existencia de personas cultas, con capacidad de superar las condiciones sociales, económicas o culturales de origen que limitan su desarrollo, sin leer. Puesto que hasta para ser autodidacta se precisa de una amplia costumbre lectora.

Y es que leer es hallar una forma de entender el mundo, verlo a través de otros ojos, de acceder a historias y personajes que de otro modo no se hubieran conocido. Es una forma de encontrarse sin proponérselo, de autoconocimiento, pues permite hallar las palabras para lo que se piensa o se siente y que no se sabía expresar. Enseña a pensar, a imaginar. También a cuestionar y ser críticos con lo que se sabe, con lo establecido. Desde ese punto de vista, la lectura nos construye, nos moldea y nos forma. Porque leer brinda más oportunidades que el analfabetismo o la ignorancia. Posibilita confrontar ideas y salir de los estrechos esquemas tribales para explorar infinitos horizontes de mundos, emociones, visiones y valores que se desconocían o nos eran ajenos.

Pero, sobre todo, leer contribuye, con su ejemplo, a la educación de los hijos, pues tener libros en casa y habituarse a estar rodeado de ellos para leerlos, por placer o por necesidad, es uno de los estímulos más poderosos para que los hijos también se aficionen a la lectura. Y para que dispongan de mayores oportunidades de formarse y elevar su nivel educativo. Para que creen su propia biblioteca con la certeza de que constituye la mejor herramienta para cultivar no solo el intelecto, sino también el espíritu. Es decir, la persona en su integridad.

Y es que leer deja huella. Aun recuerdo libros que me impresionaron cuando comenzaba a leer en mi adolescencia. Eran lecturas desordenadas que me llevaban desde Aleksandr Solzhenitsyn hasta Sigmund Freud, pasando por Desmond Morris, Hermann Hesse, Julio Verne, Teilhard de Chardin o Daniel Defoe, por citar algunos autores.

Con todo, es probable que leer no nos hará buenas personas, pero ayudará a que los buenos sean aun mejores y más sabias personas. Porque sabrán valorar que aprender y saber es mil veces mejor que ignorar y desconocer  Algo que aprendí de mi padre, del que heredé el amor a la lectura, y que me he esforzado en transmitir a mis hijos. A pesar de lo que diga un influencer convencido de que leer no nos hará mejores personas.  

domingo, 7 de septiembre de 2025

Una guerra ilegal, inmoral y criminal

No es la primera vez que escribo sobre el genocidio que perpetra Israel en Gaza, destruyendo ciudades y matando con bombas, balas o de hambre a la población civil que malvive allí. El asco que me produce esta barbarie es inmenso. Y la frustración de que nada (la legalidad internacional) ni nadie (ningún gobierno u organismo) sea capaz de parar esta masacre me es todavía más desesperante.

Pero hay que seguir denunciando cuantas veces sea necesario esa guerra ilegal, inmoral y criminal que Israel ha declarado al pueblo palestino. En primer lugar, porque no es siquiera  una guerra, en sentido estricto del término, ya que no son dos ejércitos combatiendo en un frente de batalla, con parecidos medios, sino la bruta fuerza militar de un país atacando a una población civil indefensa que no tiene donde esconderse. Israel emplea todo su ejército, con soldados, tanques, aviones, drones y barcos, para bombardear y arrasar edificios, hospitales, tiendas de campañas, escuelas, refugios, carreteras, playas y hasta misiones humanitarias de organismos y ONGs que intentan socorrer a las víctimas. No deja ni a un periodista vivo para contar la verdad, pues ha asesinado ya a más de 200 reporteros. Los considerará terroristas armados con cámaras de televisión y fotográficas.

No es, por tanto, de una guerra de lo que hablamos, sino de un desmesurado uso y abuso del ejercicio de la violencia que contraviene todas las leyes, normas, convenios y tratados que regulan los conflictos bélicos entre las naciones. Y es tan desproporcionado ese poder militar contra civiles que constituye, por su finalidad y los medios, un delito de lesa humanidad. Cada una de las atrocidades que comete a la población no son más que crímenes de guerra de los que algún día Israel, cuando recupere la cordura y retorne a la legalidad, tendrá que rendir cuentas, a pesar de la impunidad y la desidia internacional que actualmente ampara sus acciones.

No se puede declarar la guerra a un pueblo porque de su seno surjan elementos terroristas. No solo por la contención y proporcionalidad en el uso de la fuerza, sino porque con ningún ejército se combate eficientemente el terrorismo. Es con la policía, el apoyo de la población y la política con lo que se logra vencer esa lacra. Bombardear a la población para liquidar a los individuos terroristas que puedan estar escondiéndose entre ella es practicar el mismo terrorismo indiscriminado que se dice combatir, pero en grado aun mucho más elevado y letal. Y ello solo consigue despertar la compasión con el más débil y exacerbar los odios que engendran terroristas.

España no bombardeó el País Vasco aunque entre su población se camuflaran los terroristas de ETA que tanto dolor y muerte esparcieron por el país durante décadas. Se combatió con una política antiterrorista, con medidas policiales, con colaboración policial con otros países, con disuasión carcelaria, con información de inteligencia y, sobre todo, con diálogo y entendimiento social y político.

La fuerza bruta solo provoca la enfurecida reacción irracional como respuesta, sin conseguir arreglar ningún conflicto o problema. Por ello, Gaza podrá acabar arrasada y destruida, pero las causas que alimentan el enfrentamiento entre palestinos e israelíes continuarán engordando el odio, la intolerancia y la violencia que se profesan ambos pueblos. Israel tiene motivos para desconfiar hasta de sus propios ciudadanos árabes, a los que trata como de segunda categoría, pero los palestinos también esgrimen los suyos para considerar que con la violencia podrían alcanzar algún día sus sueños nacionales. Lo paradójico es que los objetivos de ambos pueblos no son excluyentes, sino complementarios.

Es lo que contempla la ONU en sus resoluciones sobre el conflicto y lo que un día ratificaron tanto Isaac Rabin como Yasir Arafat: la solución de los dos Estados, uno palestino y otro israelí, soberanos e independientes, que conviven compartiendo aquel territorio en paz. Sin embargo, es, precisamente, lo que el recurso a la fuerza y la violencia no permite apreciar, valorar y explorar. Entre otros motivos, porque el actual primer ministro israelí, Banjamín Netanyahu, no alberga ningún interés en intentarlo. Solo le mueve una obsesión: expulsar a los palestinos para expandir sobre sus tierras lo que su visceral nacionalismo pretende, el Gran Israel, que abarcaría desde el Mediterráneo hasta el Jordán y desde los altos del Golán hasta Egipto.

Una deriva sangrienta de su Gobierno con la que un expresidente del Parlamento israelí, Avraham Burg, declaró sentirse asqueado. Ninguna persona con una mínima sensibilidad ética puede ignorar sin asquearse lo que está haciendo en Gaza y Cisjordania el Ejército hebreo contra el pueblo palestino. Así no se rescatan rehenes ni se vence al terrorismo, sino que se cultivan las semillas para perpetuar el conflicto. Y menos en nombre de una democracia como la que presuntamente rige Israel. Una verdadera democracia no puede eludir el respeto a las minorías ni ignorar los Derechos Humanos. Lo que practica Israel en Gaza es un exterminio planificado de gazatíes y la conculcación sistemática de los Derechos Humanos y la legalidad internacional.

Si eso se tolera por ser, supuestamente, una democracia, no me gustaría estar en la disyuntiva de tener que elegir entre un régimen que pisotea tales derechos y una dictadura que los respeta, aunque limite otras libertades y que, además, no masacra a ningún pueblo cometiendo genocidio, como hace hoy Israel. En estos tiempos, al parecer, las etiquetas políticas ya no se corresponden con el comportamiento de ciertas naciones y gobiernos, como sucedió con la demócrata Sudáfrica del apartheid. Y con lo que hace ahora Rusia en Ucrania. Incluso con los nuevos modos autoritarios de EE UU, que hace redadas para expulsar a inmigrantes y bombardea lanchas en aguas internacionales en vez de detenerlas, apresar a sus ocupantes y confiscar la mercancía como prueba ante la justicia de un delito.

Hay que llamar a las cosas por su nombre. Ni esos comportamientos gubernamentales son los propios de una democracia, ni Israel ejerce la legítima defensa tras los terribles atentados cometidos por las milicias terroristas propalestinas de hace dos años. Lo que está llevando a cabo el gobierno sionista de Netanyahu es una guerra ilegal, inmoral y criminal en Gaza, un diluvio de fuego y metralla que ha causado un aterrador balance: 70.000 palestinos muertos, de los cuales un 70% son mujeres y niños, el 90% de las edificaciones destruidas, una población sometida a constantes desplazamientos forzados para esquivar las bombas y una hambruna digna de los peores asedios medievales. Un auténtico genocidio que no merece ni sanciones ni represalias. Pero sí la denuncia de cuantos no pueden ni quieren mirar para otro lado. Hasta que dejen de matar. O el mundo entero se convierta en la ley de la selva. 

lunes, 1 de septiembre de 2025

La vejez no es júbilo

No es cierto que la vejez, con la que te identifican cuando alcanzas la jubilación, sea por sí misma un período feliz, propicio al júbilo. Aunque se quieran relacionar, júbilo y jubilación no son sinónimos. Porque no es júbilo lo que se siente cuando el cese de las obligaciones profesionales y el deterioro físico que comienza a hacer mella en tu organismo te condenan al ostracismo social y al temor existencial de un horizonte biológico sin apenas futuro. Por mucho que se pretenda enmascarar, la vejez no es siquiera ese tiempo de sabiduría y virtud, como creía Cicerón.

Al contrario, es una fase en la que ni el cuerpo ni la mente funcionan con todo su vigor, acusando un declive progresivo conforme los años de frescura y agilidad van quedando atrás. Los huesos empiezan a doler, los músculos se agarrotan, las articulaciones se inflaman, los órganos fallan, la fatiga no desaparece y el cerebro, si no desvaría, confunde estímulos o muestra pereza para reaccionar, conservando recuerdos antiguos y olvidando los recientes. Aristóteles calificaba este período como de decadencia física y mental

Es mentira, pues, que la jubilación sea la edad del júbilo, al menos si eres consciente del deterioro imparable que te espera y no renuncias a guardar coherencia con lo que fuiste. La vida es una sucesión de cambios que nos hacen transitar de niño a joven, de joven a adulto y de adulto a viejo. Por eso soy lo que he sido en cada momento, ya que nunca aspiré a ser otra cosa. Y en esta última etapa, no persigo parecer ser joven ni hacer lo que hacía entonces, como tampoco creer que disfruto del momento más placentero de mi existencia.

No, la vejez no significa júbilo, aunque desafortunado aquel que no puede quejarse de llegar a viejo. Pero tampoco es, como decía Séneca, el tiempo de temer al dolor y prepararse para la muerte porque la creamos el final desfavorable e irremediable del ciclo que iniciamos al nacer. No hay que empeñarse en vivir la vejez como una fiesta jubilosa ni como una desgracia que nos aplasta con un peso insoportable.

La vejez no es júbilo. Es algo distinto que no deja de enriquecerte. Es, simplemente, la edad de sacar provecho de lo cultivado durante toda la vida: familia, amigos, conocimientos y valores, aquello  que conforma la experiencia vital de cada persona. Y es algo mejor que nos permite rendir cuentas de nosotros mismos. Depende de cada cual el saldo que obtengamos.