Nunca he
olvidado dónde estaba y lo que hacía aquel 20 de noviembre de hace cincuenta
años. Fue una fecha que se quedó grabada en mi memoria de forma indeleble. Por
varios motivos. Uno fue porque me hallaba en casa de un amigo donde había
pasado la noche en vela. Él era el único casado de un grupo jóvenes que nos
reuníamos en su casa cada vez que apurábamos la noche para preparar algún
examen de la carrera que cursábamos. También recuerdo quiénes estábamos allí
estudiando, no más de cuatro personas. Todavía, cuando paso por allí, levanto
la vista para mirar las ventanas de la vivienda que en aquel tiempo pertenecía
a quien sigue siendo mi amigo.
La segunda
razón es que, cuando bajé, al amanecer, a tomar café antes de irme a mi casa,
escuché por la radio de un bar cercano que Franco había muerto. Aquella noche,
mientras estudiaba, se dio por fin muerto a Franco, después de una larga
agonía. Debo reconocer que, en cualquier caso, estos son motivos
circunstanciales.
Otras razones
han contribuido a que jamás haya olvidado esa fecha. Son políticas, de
compromiso, que han servido para configurar mis convicciones. Yo no era
“apolítico”, como se definen los que se resignan con lo establecido, sino que
me gustaba estar “enterado” de la política del país. Tenía mis inquietudes.
Será porque, por emular a mi padre, leía la prensa asiduamente y todo cuanto
caía en mis manos. Siendo bachiller, devoraba el ABC que entraba en mi
casa o adquiría de vez en cuando el sabanero diario Pueblo. Luego, en la
universidad, me acostumbré al efímero Informaciones y, desde su
nacimiento, a El País. También compraba en los quioscos la revista Cambio16
o Triunfo. Y la humorística Por favor. Más tarde, cuando empecé a
trabajar me suscribí a Cuadernos para el Diálogo. Había tomado, por
tanto, consciencia de lo que existía en España, de lo que era este país. Y
aquel 20 de noviembre yo estaba del lado de la democracia, desde hacía tiempo.
Quizás por
eso no entiendo a los que, hoy en día, ignoran, no recuerdan o no se creen que
en España hubo, desgraciadamente, una dilatada dictadura (de 1939 a 1975) hasta
que el dictador Francisco Franco, un militar golpista que promovió una guerra
civil (1936/1939), murió, sin que nada ni nadie lo apeara del poder, un 20 de
noviembre de 1975, a los 82 años de edad. Su fallecimiento en una cama
hospitalaria, sin remordimientos y librándose de la justicia, con el cuerpo
cubierto de sondas, catéteres y electrodos que intentaban retrasar lo
biológicamente inevitable, llenó a muchos de alegría y a unos cuantos de rabia
y preocupación. Los primeros llevaban mucho tiempo expectantes por descubrir la
democracia y vivir en libertad, y los segundos temían perder sus privilegios y
fortunas conseguidos al amparo de la dictadura.
Tras su
muerte, al dictador lo enterraron en el mausoleo que se mandó construir en el
Valle de los Caídos, donde sus restos serían exhumados en 2019, después de 44
años de exaltación de su figura y apología de la dictadura, con misas,
concentraciones y saludos brazo en alto, incluso en plena democracia.
Por aquellos
años soplaban aires esperanzadores en España. La otra dictadura de la Península Ibérica hacía poco que había sido barrida pacíficamente de Portugal por la Revolución
de los Claveles, dando fin a los 48 años de la de Oliveira Zalazar y Marcelo
Caetano, su sucesor. Y también había desaparecido, prácticamente al mismo
tiempo, la dictadura de los coroneles de Grecia, tras ocho años de tiranía
impuesta por un golpe militar. Como todas.

España era,
pues, hace cincuenta años, una anomalía política en Europa que, salvo a los
inquebrantables del “movimiento nacional”, nadie deseaba que continuara. Pero
no fuimos capaces de quitárnosla de encima, sino que hubo de esperar a que la
dictadura desapareciera de muerte natural. Los que estábamos a favor de la
democracia llevábamos mucho tiempo aguardando el fin de la dictadura, tras lo
cual emprendimos una historia, la de la Transición a la democracia, que aun hoy
presenta sombras que nadie ha querido iluminar ni explicar. Tal vez sea porque
no todos se atreven a especificar de qué lado estaban y cómo asumieron aquel 20
de noviembre.
Porque es
difícil explicar por qué se prefería un régimen fascista caracterizado por la
opresión y la represión de los disidentes, aislado y repudiado
internacionalmente, a cuyo frente figuraba una persona autoritaria,
reaccionaria y sectaria, jefe del único partido autorizado, que accedió al
poder mediante un golpe de estado contra una República democrática legalmente
elegida y constituida, y después de iniciar con su rebelión una guerra civil
que dejó centenares de miles de muertos y un país destruido, dividido, atrasado
y paralizado por miedo a las purgas, las torturas, las represalias y los
fusilamientos de los vencidos, de cualquier sospechoso que no mostrara la
obligada adhesión a la “cruzada” del Caudillo o pensara distinto.
Era un
régimen que suprimió todas las libertades democráticas individuales y
colectivas, que no reconocía derechos ni a las mayorías (votar) ni a las
minorías (la homosexualidad era delito), que derogó la Constitución republicana
de 1931, decretó la abolición de los Estatutos de Autonomía de Cataluña y el
País Vasco, impuso el nacionalcatolicismo como religión oficial, la cual
correspondió paseando bajo palio al dictador, que no permitió la prensa libre y
adoctrinó a los ciudadanos mediante un informativo cinematográfico de
proyección obligatoria en todos los cines, conocido como el NO-DO, cuyo
contenido exhibía, sin ningún disimulo, la ortodoxia ideológica del régimen. E
impuso (1939/1977) la obligación de un servicio social a todas las mujeres
solteras, de entre 17 y 35 años, que debían prestar a través de la Sección
Femenina, imprescindible para acceder a un trabajo remunerado, obtener un
título académico u obtener el carnet de conducir o el pasaporte, y que, en
realidad, suponía un instrumento de control y adoctrinamiento de la mujer en el
ideario del régimen.
Es difícil
justificar -y menos hoy día- haber sido partidario de una dictadura cuando no
has querido saber ni reconocer sus crímenes y abusos. Tan difícil como
comprender a quienes en la actualidad, desconociendo cómo era vivir bajo un
régimen semejante, muestran sus simpatías y apoyos a formaciones nostálgicas de
aquella dictadura y el período nefasto que supuso para nuestra historia, y que
reivindican el legado franquista mientras aborrecen la Memoria Democrática que
pretende fomentar el conocimiento de la democracia y honrar a todas las
víctimas, no solo las de un bando, de la Guerra Civil y la dictadura.
Por eso es
oportuno recordar y hacer memoria. Por los olvidadizos y por los ignorantes. Es
conveniente conmemorar el 50 aniversario de la muerte de Franco y la
restauración de la democracia en España. No para celebrar la muerte de un
dictador, sino para difundir, analizar y, desde el conocimiento histórico del
pasado, rememorar con espíritu crítico la profunda y dolorosa huella que dejó
la dictadura en nuestro país y, así, poder apreciar y valorar la democracia que
se conquistó cuando aquella pesadilla desapareció. Sin conocer sus vínculos con
el pasado, no se puede comprender ni defender con criterio fundado el presente.
Porque desconocer el pasado resta importancia a lo alcanzado: la recuperación
de derechos y libertades que creemos asegurados, pero que nos pueden volver
arrebatar.
De hecho,
desconocer el pasado significa ignorar que nuestra democracia no pudo nacer
hasta que el dictador falleció. Y que nació en las calles y por voluntad
expresa del pueblo. Porque los aires que soplaban desde mucho antes de aquel 20
de noviembre inflaron las velas de nuestro país hacia horizontes de libertad y
democracia, ilusionando a la gran mayoría de la población. Y aunque contradiga
el relato establecido, esa democracia, la que disfrutamos hoy, no fue una
concesión de seres providenciales y mentes esclarecidas, sino fruto de la
presión de las masas, de las movilizaciones de los estudiantes, los
trabajadores, las asociaciones de vecinos, las mujeres, los partidos y
sindicatos semiclandestinos, de una prensa combativa, de colectivos
profesionales, de determinados sectores minoritarios de la judicatura y el
ejército, y de un largo etcétera.

Es verdad que
no era la democracia “perfecta” que se anhelaba, pues venía lastrada por una
monarquía no sometida a elección y por mantener en las instituciones a los que
no creían en ella, pero al menos fue la democracia que devolvió las libertades
que la dictadura había eliminado y que nos han permitido elegir a nuestros
gobernantes, divorciarnos cuando el desamor rompía matrimonios, abortar si la
mujer lo decidía, negociar convenios colectivos, conquistar nuevos derechos
sociales, económicos y de protección frente a la discriminación y las
desigualdades, así como poder expresar lo que se opina o profesar cualquier
creencia sin miedo a la policía ni a la excomunión.
Considero
pedagógico celebrar el medio siglo de nuestra democracia. Y más, ahora, cuando
precisamente resurge el peligro real de involucionismo y de un neofascismo
disfrazado de populismo que seduce a ignorantes y desmemoriados. Y cuando,
encima, aquellos que continúan en las instituciones o sus herederos, sin
renunciar del pasado, reaparecen para revertir el resultado que les desagrada
de las urnas con operaciones torticeras desde el ámbito político, judicial y
mediático, incluido el ámbito social a través de las redes digitales, desde
donde propagan bulos y mentiras.
En
definitiva, es terapéutico celebrar y recordar dónde estábamos aquel 20 de
noviembre y de qué lado estamos hoy. Yo siempre lo he tenido muy claro. Por eso
no me importa recordar y conmemorar el 50º aniversario de la muerte de un
dictador que comparte con Hitler, Mussolini, Pinochet, Lenin, Stalin, Mao y
tantos otros las páginas más negras de la historia. Porque recordar sirve para
evitar caer en los mismos errores. Y ni así estamos seguros.