La corrupción es inaceptable, la cometa quien la cometa,
porque es un cáncer que destruye la democracia. Practica corrupción gente
avariciosa y sin escrúpulos que no duda en enriquecerse traicionando la
confianza que depositaron en ellos, en primer lugar, los votantes y, después,
quienes los escogieron para ocupar puestos y desempeñar ocupaciones en la
esfera pública. Con su obrar delictivo socaban el principio que hace fuerte a
toda democracia: la confianza de los electores en sus representantes elegidos,
sin la cual aquellos acaban distanciándose de estos y desinteresándose del mejor
sistema posible de configurar la voluntad popular en que se basa todo gobierno
democrático.
La corrupción erosiona esa confianza y, a la postre, causa desafección
política en los ciudadanos, favoreciendo que unos pocos decidan por todos, lo
que abre las puertas a quienes están interesados, precisamente, en destruir
desde dentro la propia democracia. Por ello, la corrupción es un cáncer para la
democracia al que hay que combatir con determinación y presteza, de manera
contundente y sin demora, caiga quien caiga, sean afines o adversarios. Sin
miramientos porque el corrupto no tiene amigos ni ideología, sino egoísmo y
deslealtad bajo cualquier máscara con la que se disfrace.
Pero no solo hay que evitar la rapiña de esos avariciosos que
meten mano en el dinero de todos para su lucro personal o partidario, sino
también la mediocridad, estulticia, negligencia e ineptitud de quienes, por su
irresponsabilidad, se derivan consecuencias letales para los administrados,
para la gente que confió en su solvencia y capacitación. Porque esa deplorable gestión
de lo público también alimenta el cáncer que corrompe las instituciones y los gobiernos.
Es una corrupción que mata.
Caso paradigmático es el de Carlos Mazón, presidente de la
Comunidad de Valencia, cuya poco aclarada conducta y su total desvergüenza
contribuyeron a agravar la tragedia de la DANA, aquellas tormentas e
inundaciones que provocaron más de 200 muertos en una población a la que no se
le avisó a tiempo del peligro que corría, además de ingentes daños materiales en
viviendas e infraestructuras. El president
estuvo ilocalizable durante lo peor de la tragedia, cuando los muertos ya se
acumulaban en los barrancos, sin asumir personalmente las competencias de su
cargo para la gestión de la crisis. Nadie sabe todavía lo que hizo durante ese
tiempo ausente. Le llueven los indicios penales que esquiva por su condición de
aforado mientras reparte culpas a doquier, aun a costa de desprestigiar la
democracia. Si la tuviera, en su conciencia carga con las víctimas evitables de
la DANA.
Sin embargo, su proceder cuenta con antecedentes en otro
gobierno del mismo partido, también en Valencia. Se trata de la catástrofe
producida por el descarrilamiento del Metro de Valencia, en julio de 2006, que
dejó 43 muertos y 47 heridos. Enfrascados en la organización de la visita del
papa Benedicto XVI a Valencia, que se produciría cinco días más tarde, los
responsables de la Generalitat y del Ayuntamiento trataron de pasar de
puntillas sobre la tragedia, descargando toda la culpa a un error humano, al del
maquinista que murió en el accidente. Y, como con la DANA, aquellos responsables
políticos no asumieron su responsabilidad ni recibieron a los familiares de las
víctimas. Se limitaron a echar las culpas a otros. Catorce años más tarde, cuatro
directivos de Ferrocarrils de la Generalitat (FGV) fueron condenados a 22 meses
de cárcel y tres años de inhabilitación. Una sentencia que, por supuesto, llegó
demasiado tarde y tras movilizaciones convocadas por la Asociación de Víctimas
del Metro 3 de julio, que acudió incluso al Parlamento europeo en busca de
respaldo, como han vuelto a hacer los afectados por la DANA. La negligencia de
los responsables de que los servicios públicos sean seguros y funcionen
correctamente ha causado daños letales entre los usuarios. No es casualidad que
Francisco Camps y Rita Barberá estuvieran involucrados, además, en diversos casos
de corrupción. Ni ellos ni nadie se han dignado a pedir perdón a la ciudadanía
por una tragedia, otra más, evitable.

Un descarrilamiento por falta de seguridad adecuada, unido
al despiste de un maquinista, se repetiría en otro accidente, el del tren Alvia,
en Galicia, causando 80 muertos y 144 heridos, otro julio fatídico de 2013.
Sólo después de 11 años de investigación
judicial, una sentencia hallaba culpables al maquinista del tren y a un
exdirector de Seguridad en la Circulación de Adif (la empresa estatal que
administra las infraestructuras ferroviarias), condenados por negligencia y por
la ausencia de medidas que mitiguen el riesgo, que -¡mira por dónde!-
figuraban en el proyecto del trazado. Y es que
aquellos kilómetros finales de la línea carecían del sistema automático de
frenado con el que cuenta el resto del trayecto, lo que dejaba sin protección
al tren en caso de que, por cualquier circunstancia, el maquinista no atendiese
las obligaciones de velocidad máxima del cuadro de mandos. Y todo por “ahorrar”
en una inversión que era prioritario inaugurar cuanto antes. Otra decisión
política negligente con resultado de muerte.
Como en Madrid, donde se dejó morir a 7.291 ancianos sin
asistencia médica en sus residencias por un Protocolo elaborado por el gobierno
de la Comunidad, durante la pasada pandemia, que por razones de edad les negaba el
traslado a hospitales públicos. Es así como Madrid tiene el triste honor de
contar con el índice más alto de mortalidad por la pandemia de España. Y su
presidenta, también del mismo partido que los casos citados anteriormente, culpabiliza
de ello a las autoridades nacionales por coartar libertades al imponer medidas
de confinamiento sanitario a la población, como hizo el resto de países que
siguieron las recomendaciones de la Organización Mundial de Salud. La
desvergüenza ideológica (los ancianos que tenían seguros privados podían acudir
a sus hospitales privados), unida a la mediocridad intelectual, derivó en consecuencias
funestas para la gente. Aun así, la irresponsable política permanece en el
cargo sin que se le caiga la cara de vergüenza y sin que le moleste el ruido de
la corrupción que emite su entorno de allegados.
Negligencias e intereses opacos que acaban desembocando en
tragedia, como la sucedida con el avión Yakovlev 42, fletado a través de una cadena de
subcontratas por el Ministerio de Defensa de Federico Trillo, casualmente del
mismo partido que los anteriores, y que se estrelló en la costa norte de
Turquía de regreso de Kabul, con 75 personas muertas, 62 de las cuales eran militares
españoles. Fue la mayor tragedia de las Fuerzas Armadas de nuestro país en
tiempos de paz, producida un nefasto día de mayo de 2003. Pero lo vomitivo vendría
después, cuando se quiso parecer diligente con los familiares de las víctimas y
se les entregaron cuerpos sin identificar o confundidos por las prisas. Sólo
tres militares fueron condenados en 2009, de los cuales uno se libró de la
cárcel por enfermedad y dos acabaron indultados por el Gobierno de Rajoy, ante
el estupor de los afectados. Una vez más, una corrupción que mata.

Corrupción que obedece a cuestionables decisiones políticas
asumidas a espaldas del interés general por la debilidad moral e intelectual de
algunos responsables políticos, como la que nos embarcó, basándose en mentiras,
en una guerra ilegal en Irak, en 2003, y que causaría miles de muertos en aquel
país. Es una forma de corromper la democracia que condena a muerte a ciudadanos
indefensos e inocentes, en este caso iraquíes, pero también del contingente
español enviado al país. Y a los que se les ha hurtado toda explicación y disculpas.
Peor aun, se les ha tratado de manipular electoralmente con trágicas alusiones
y mentiras, como pretendió el mismo político que decidió ir a la guerra
cuando intentó atribuir los atentados yihadistas
del 11 M a ETA, lo que beneficiaba electoralmente a su partido en el Gobierno. En
aquellos atentados, provocados por terroristas islámicos por nuestra
participación en la guerra de Irak, fallecieron 192 personas y alrededor de dos
mil resultaron heridas.
Jamás el dirigente que nos involucró en una guerra ilegal se
ha dignado a pedir perdón a los españoles, como hicieron otros mandatarios de
la tristemente foto de las Azores, a pesar de conocer el resultado del Informe
Chilcot –una investigación oficial del Reino Unido- que concluyó que “Blair y
Aznar acordaron la necesidad de desarrollar una estrategia de comunicación que
mostrara que habían hecho todo lo posible para evitar la guerra”. Es más, Aznar
llegó incluso a negar que España mandase soldados a aquella guerra, cuando
alrededor de 2.600 soldados españoles fueron desplegados en Irak entre 2003 y
2004, de los que 11 perdieron la vida, junto a dos periodistas (Julio Anguita
Parrado y José Couso) de cuyos asesinatos no se ha podido hacer justicia. Otro
tipo de corrupción política que manipula la verdad y vuelve a ocasionar
muertes.
Ninguna corrupción es tolerable, pero la que atenta contra la
vida de las personas es aun más deleznable, aunque aparentemente no afecte al
dinero público. Compañeros o colaboradores de los que protagonizaron corrupción
letal se han visto envueltos posteriormente en cambalaches de corrupción
económica, como Jaume Matas, Eduardo Zaplana. Rodrigo Rato, Luis Bárcenas y
otros, pagando incluso penas de cárcel. Otros, sin embargo, han tenido más
suerte, como Ana Botella, la mujer de Aznar, que vendió como alcaldesa de
Madrid viviendas sociales a un fondo
buitre donde trabajaba su hijo, sin sufrir ningún reproche por ello.
Y es que hay corrupción y corrupción, depende del cristal
con que se mire. Pero todas son igual de repudiables. Máxime si matan.