viernes, 25 de agosto de 2023

Calor, sequía y demagogia

Este verano nos está castigando, hasta el momento, con cuatro olas de calor que han derretido el país como si fuera una tableta de chocolate expuesta al sol. No resulta extraño, por tanto, que encontráramos pegajoso el asfalto de algunas calles y carreteras de buena parte de España, esa en la que la poca sombra solo la proporcionan edificaciones o caseríos, que  permanecen recalentados hasta bien entrada la noche, por culpa de la falta de una cubierta vegetal y de  refrescantes superficies líquidas que han sido víctimas del progreso y la economía. Ni siquiera las urbes de la costa y los pueblos encaramados en las montañas se han librado del infernal azote de estos episodios extremos de calor, haciendo que, por ejemplo,  Zaragoza, Orense, Valencia o Bilbao, entre otras, suden la gota gorda durante el día y afronten noches tropicales como si de ciudades caribeñas se trataran.

No, no está siendo un verano agradable en cuanto a temperaturas se refiere, en contra de lo que afirmen los negacionistas del cambio climático, quienes consideran normal y propio de la época estos continuos episodios de calor asfixiante. La realidad y la estadística los rebaten. Porque, según los registros, el  actual es el peor verano de los últimos 80 años, y no sólo en Andalucía, alcanzando temperaturas muy superiores a los 40º C. en muchos lugares y por muchos días durante cada una de esas olas caloríficas. Tanto es así que el pasado mes de julio ha sido el más cálido del siglo, según la Agencia Estatal de Meteorología. Hay que tener en cuenta  que el calor provoca muertes. De hecho, la mortalidad asociada a excesos de temperatura arroja la cifra de más de 11.000 fallecidos a causa del calor durante el verano de 2022 en España. Es importante, pues, no ignorar los efectos letales de un fenómeno que es cada vez más recurrente en España.

Si se suma a estas olas infernales la falta de lluvias que padece el país desde hace años, la situación no solo resulta complicada sino que se torna verdaderamente alarmante. Me refiero  a lluvias persistentes, más en duración que en cantidad, habituales en otoño y primavera, y no a tormentas más o menos torrenciales que tal como caen se pierden por riadas y avenidas en el mar. Y es que, a pesar de las precipitaciones registradas a comienzos de año, nuestro país se mantiene en alerta por sequía y desertización. Una quinta parte de Andalucía, por ejemplo, sufre ya un proceso de alta erosión.

Sin embargo, tampoco convendría olvidar que la sequía es un fenómeno natural, consustancial al clima mediterráneo, que estamos acostumbrados a padecer de antiguo, y que da lugar a ciclos de escasez de agua que impactan de diversas maneras en la sociedad, la economía y el medio ambiente. Es decir, no se trata de algo nuevo. Es sabido, por quienes deberían conocerlo, que estamos expuestos a este clima mediterráneo y a la variabilidad natural de las precipitaciones. ¿Qué hemos hecho al respecto?

Pues esperar la sequía para implorar con rogativas y lamentos que llueva pronto. Es lo que hemos hecho en las últimas sequías de larga duración durante los períodos de 1979-83, 1990-95 y 2005-08. La actual, como cabía esperar, está dejando los embalses en mínimos históricos, y no, precisamente, porque esta sea una sequía mucho más acusada. Tanto la sequía o las inundaciones como el calor extremo son síntomas asociados al cambio climático, que altera los ciclos de precipitaciones y las temperaturas de forma significativa. De ahí que, en la actualidad, quede disponible poca agua embalsada y siga haciendo muchísimo calor. Y lo que es peor, no solo se vacían los pantanos sino que los acuíferos están prácticamente agotados. Consecuencia: nueve millones de personas de 600 municipios, principalmente de Cataluña y Andalucía, sufren este verano restricciones de agua de manera total o parcial. En Córdoba, sin ir más lejos, cerca de 100.000 vecinos de las comarcas de Los Pedroches y El Guadiato, incluyendo Pozoblanco, no disponen de agua en sus grifos y dependen de camiones cisternas, pues el pantano que los abastece, el de Sierra Boyera, ha sido el primero en secarse completamente en España. Y en el Parque Nacional de Doñana, la laguna permanente Santa Olalla se ha secado por segundo año consecutivo. Es evidente que los efectos de la sequía en la vida diaria de las personas, en la actividad socio-económica y en los sistemas ecológicos y la biodiversidad son considerables y sumamente perniciosos.

Pero no toda la culpa recae en la sequía. Para comprenderlo habría que diferenciar entre sequía meteorológica –provocada por la escasez prolongada de precipitaciones- y sequía hídrica –el agua disponible y su gestión-. Ambos conceptos guardan relación, pero no tienen necesariamente un efecto de causalidad directo (causa/efecto). Me explico: hay veces que una sequía meteorológica no provoca sequía hídrica. Y otras, en que llueve, pero es insuficiente el agua embalsada. Los que debieran conocerlo saben que la falta de lluvias no es exclusivamente la responsable de la escasez de agua. Gran parte del problema consiste en cómo la gestionamos y  gastamos.

En España, el principal consumidor de agua, con el 80 por ciento de la demanda, es la agricultura, un pilar básico de nuestra economía. Especialmente la agricultura de regadío intensiva e industrial. Otra parte del problema lo constituye el millón de pozos y regadíos ilegales que extraen sin control  agua de acuíferos, desecando ríos y humedales y acabando con las reservas hídricas para los períodos prolongados de sequía, como el que soportamos hoy en día. Un problema que se agrava por las fugas y pérdidas que se producen en la red de suministro de agua, infraestructuras cuyo deterioro hace que cerca del 20 por ciento del volumen total de agua embalsada se desperdicie por el camino. 

Confiar en que siempre acabará lloviendo y que tendremos agua garantizada para seguir gastando en nuevos proyectos agrícolas, industriales y urbanos es, desde cualquier punto de vista, más que una temeridad, una irresponsabilidad. No hay agua suficiente, y menos aun para seguir incrementando su consumo continuamente. Sin embargo, es lo que pretende la Junta de Andalucía al aprobar multiplicar la superficie de regadío y duplicar su demanda hasta 2027, “uno de los mayores crecimientos contemplados en toda Europa”, según la WWF, en el área de Huelva y la corona norte de Doñana. Ello depende de un trasvase desde la cuenca exprimida del Guadiana a la de los ríos Piedras, Tinto y Odiel, estas últimas gestionadas por el Gobierno andaluz.

Es verdad que estas cuencas de Huelva han sido las menos afectadas por la sequía, pero por primera vez se han visto obligadas este año a imponer restricciones al riego. Y aunque el trasvase sirva, como se esgrime, para alimentar el agua superficial y aliviar la presión sobre el acuífero casi extinguido de Doñana, permitiendo cerrar algunos pozos ilegales de la zona, los agricultores confían, como se les ha prometido, ampliar sus regadíos y que los regantes ilegales sean amnistiados. También la industria onubense aspira a que se ejecute el trasvase y se impulsen las obras de Bocachanza. Como prevén los naturalistas, nunca habrá suficiente agua porque la demanda aumenta en proporción directa a las capacidades y las promesas.

Mientras no hagamos un uso eficiente del agua y se adopten medidas sostenibles para su conservación, así como la adaptación de nuestro modelo productivo y económico al cambio climático, siempre seremos deficitarios del líquido elemento. Y más en un país como el nuestro, suscrito a las sequías y proclive al derroche de agua. Eso sí, siempre podremos elaborar campañas de concienciación sobre el agua en el ámbito doméstico (que consume el 10 por ciento del agua embalsada), cuyo ahorro, en el mejor de los casos, supondría sólo el uno por ciento del agua que se gasta en el país. Es lo que hace esa Administración regional que, paralelamente, aprueba ampliar regadíos. Pura demagogia.

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