Y, desde esa perspectiva, nunca he conocido un comportamiento tan negativo como el que describo de nuestro sistema de salud público. Antes al contrario: siempre he constatado la preocupación de sus profesionales por atender lo mejor posible a cualquier paciente, sin importar condición, que demanda asistencia, ya sea a través de la atención primaria, especializada u hospitalaria. E insisto: lo sé por experiencia propia como usuario. Como cuando fui operado de corazón en un hospital público por una patología congénita con una diligencia y profesionalidad dignas de encomio. Entonces mi queja iba contra mi propio órgano por ponerme en aquella tesitura, ya que, desde el cardiólogo de zona, las pruebas complementarias previas, el cirujano y su equipo y el postoperatorio en uci y planta, hasta los reconocimientos ambulatorios posteriores, todos fueron realizados en tiempo y forma mucho más que eficaces, satisfactorios desde el punto de vista humano.
El trato y la atención dispensados eran acorde con el hecho de tratar a personas y no expedientes a resolver u objetivos que cumplir. Como profesional sanitario, era lo que primaba en nuestro trabajo hasta que la gestión de los recursos, tanto humanos como materiales, hizo que predominasen objetivos mercantilistas que valoran la rentabilidad antes que la prestación de un servicio esencial para la sociedad, como es la sanidad. Así se impuso la reducción de gastos y comenzaron los recortes de plantilla, el cierre en determinadas zonas y horarios de centros de salud, las indicaciones para limitar las derivaciones a especialistas desde los médicos de cabecera, la clausura en verano de alas o camas hospitalarias, los copagos y “repagos” en los medicamentos, etcétera., lo cual, a la postre, provocó un aumento imparable de unas listas de espera que ya ni siquiera se contabilizan con transparencia.
Una situación que conocía de oídas y por las noticias, y también por sufrirla. Pero lo que debía de ser un acto rutinario de extirpación de cataratas en los ojos, acabó evidenciando el colapso, los retrasos y, en definitiva, la incapacidad de la sanidad pública para atender a sus pacientes con la agilidad, seguridad y profesionalidad que solía. Lo grave es que tal situación responde, al parecer, a una intencionalidad que pretende expulsar, por aburrimiento y desesperación, a los que puedan costearse cualquier prestación en el sector privado. No es por demanda creciente que el sistema no pueda atender, si no se le detraen recursos, ni por una complejidad asistencial que no pueda manejar, si se renuevan sus equipos adecuadamente. Queda, por tanto, esa finalidad del deterioro intencionado como única explicación posible a un comportamiento tan negligente de la sanidad pública durante los últimos tiempos. Así lo pone de relieve el caso aquí descrito.
Lo curioso es que el proceso terapéutico había empezado bien, aunque, por impericia mía –lo reconozco-, no recibía los mensajes telefónicos -que mi móvil archivaba como spam- para que acudiera a los análisis preanestésicos previos. Al día siguiente requerían telefónicamente desde el centro sanitario los motivos de la ausencia y me daban otra cita. Cumplidos estos prolegómenos, la operación de catarata del ojo izquierdo se efectuó al poco tiempo de forma satisfactoria, incluida la primera revisión postoperatoria del día siguiente.
En esa primera revisión, el cirujano oftalmológico señala un plazo de mes o mes y medio para volver a ser revisado. Y es a partir de entonces cuando surgen los incumplimientos, las demoras y las negligencias. Pues “el sistema”, al parecer, no da abasto para respetar sus propios protocolos y plazos para mantener los procedimientos establecidos de prevención, detección o corrección de posibles complicaciones postoperatorias. Aún a sabiendas de que, de no hacerlo, podrían producirse consecuencias indeseadas en los pacientes. Como me ocurrió a mí.
Transcurridos más de dos meses sin que me citaran, acudo personalmente a la ventanilla del servicio donde me informan de que debo seguir aguardando porque no figuro entre las citas. Me quedo perplejo por una respuesta que no brinda ninguna explicación ni solución. Hasta que otro paciente que había escuchado la conversación me aconseja, como había hecho él, que ponga una reclamación por escrito, pues solo así había conseguido ser citado para la segunda revisión. Cosa que, por supuesto, hago sobre la marcha.
Después de más de cuatro meses de estar operado, recibo al fin cita para esa segunda revisión que, teóricamente, debía haberse efectuado al mes o mes y medio de la misma. En ella me detectan una inflamación en la parte posterior del ojo, cerca de mácula, que requiere tratamiento de inmediato, a iniciar ese mismo día, y aplicar durante quince días seguidos. Así de enfáticas y precisas fueron las indicaciones del médico, quien añadió que, al cabo de ese tiempo, volvería ser citado para valorar el curso de la afección. Por ello, me entrega en sobre cerrado el informe o los datos de la exploración realizada para que lo entregue al facultativo que me atienda tras esos quince días. Ni qué decir que abandono la consulta muy preocupado y con cierta frustración. ¿Se podría haber advertido a tiempo la anomalía si se hubiera respetado el plazo para la segunda revisión? Puede que sí y puede que no. Mejor no especular y confiar en la profesionalidad de la sanidad pública, aunque puntualmente se haya visto desbordada y obligada a demorar sus actuaciones asistenciales.Ingenuo de mi. Ni quince días, ni un mes, sino dos sin recibir esa cita. Otra vez, ya altamente preocupado por la lesión en mi ojo, acudo a interesarme en ventanilla por esa revisión sobre la evolución del tratamiento tan perentorio que el médico me había prescrito. Y como si ya me esperaran, no solo me notifican que no estoy citado, sino que, además, habían trasladado mis citas a otro centro sanitario, al hospital del que depende el centro donde fui operado. A pesar de insistir, no saben o no quieren explicarme los motivos de ello. Un proceder ciertamente extraño en una unidad asistencial que no completa el protocolo terapéutico con sus enfermos. Así que, nuevamente, interpongo otra reclamación, tras más de seis meses operado, para quejarme de la falta de revisión de una complicación que podría causar la pérdida de visión, puesto que las patologías de la mácula hacen perder visión central y aguda. Y todo por una negligencia.
La cuestión es que, como transcurren otros dos meses sin obtener respuesta, decido presentar por registro un escrito dirigido al director gerente del hospital del área sanitaria en el que detallo estas actuaciones deficientes del servicio de oftalmología y las injustificables demoras que padezco como paciente de una unidad periférica del hospital. La respuesta que obtengo, por escrito, naturalmente, es lacónica: tras dar a conocer al citado servicio mi reclamación, le hacen saber que ya me citarán cuando se pueda. Y que la próxima vez acuda a gestoría del usuario. Burocráticamente, todo perfecto y reclamación archivada. No me queda más que mandar cartas a los periódicos por si la publicidad de la anomalía obra el milagro de su reparación, obedeciendo a ese comportamiento que actúa cuando los problemas son aireados y conocidos. Pero todo resulta inútil.
Dentro de dos meses hará un año que me operé del ojo izquierdo de cataratas. Durante todo este tiempo he tenido dificultades para leer, escribir y conducir, pues, aunque en el ojo operado me pusieron una lente intraocular que corrige la miopía, en sustitución del cristalino nublado (catarata) que me extirparon, conservo la miopía del ojo derecho y la presbicia (vista cansada) en ambos ojos. Ello me obligaba a ponerme gafas para ver de cerca por el ojo sin operar (viendo borroso por el ojo izquierdo) y a quitármelas para ver de lejos por el ojo operado (viendo borroso por el derecho). Es decir, estaba peor que antes de operarme, con la angustia añadida por la inflamación macular, de la que ignoraba su evolución
Se trata de una situación y unos trastornos totalmente intolerables. Y que hasta la fecha no tiene visos de solventarse con la eficiencia y profesionalidad que cabría esperar de un organismo que presta un servicio público que, entre sus cometidos, ha de velar por la salud de la población. Tanta es su incapacidad para funcionar correctamente que no solo genera un incomprensible retraso para una revisión de una complicación postquirúrgica, sino que, además, ni siquiera permite abrigar esperanzas para la intervención pendiente del otro ojo afectado de catarata.
Solo pensar que estas penosas vicisitudes pueden volver a repetirse, si me llamaran para esa improbable operación pendiente, me hizo reaccionar como, supuestamente, esperan los gestores que están desmantelando la sanidad pública. Decidí recurrir a la medicina privada, a pesar de ser un profesional jubilado y un convencido defensor de la sanidad pública, cuyos trabajadores se desviven por prestar la mejor atención posible, incluso bajo las restricciones y recortes a los que se ven sometidos. Porque la sanidad pública es la única que atiende a cualquier paciente, sea rico o pobre, hombre o mujer, con trabajo o en paro, culto o sin formación, creyente o ateo, blanco, negro o mestizo. Y la única que, llegado el caso, puede afrontar un trasplante de órgano, tener ucis de neonatal y prematuros, extraer e infundir células progenitoras de médula ósea o, simplemente, abrir un quirófano a medianoche para atender una urgencia, sin preguntar por tus pólizas o cotizaciones.
Soy un ferviente defensor de la sanidad pública y por eso me duele que se la aboque a actuar de manera negligente, como he podido constatar con mis ojos, por decisiones ideológicas que, al favorecer al sector privado de la medicina, agravan la desigualdad social y las injusticias a la hora de ejercitar el derecho a la salud. Y es que la sanidad pública es un pilar fundamental de nuestro Estado del Bienestar que creíamos tener asegurado y, si nos descuidamos, nos lo podrían quebrar. Sirva este comentario como alerta del peligro que corremos no solo con nuestros derechos constitucionales, sino también con nuestra salud.