lunes, 27 de septiembre de 2021

Ni pandemia ni "ná"!

Por una vez, desde tiempos inmemoriales, España estaba sorteando una de esas calamidades que, de manera recurrente, asuelan al mundo y no era objeto de cuestionamiento o menosprecio para las demás naciones supuestamente más avanzadas de su entorno. El país se estaba librando del azote de una inesperada pandemia que, no sólo mataba a muchos de los que contagiaba, sino que desencadenaba, además, la ruina económica en prácticamente todas las naciones por donde pasaba. España, por tanto, se había erigido sin proponérselo en una excepción milagrosa en la lucha contra la crisis sanitaria y el dictador que había sucedido al dictador que sucedió al primer dictador no cabía en sí de gozo. Sus políticas de mano firme y puño de hierro se habían mostrado sumamente eficaces contra la enfermedad, mejor incluso que contra la población a la que oprimía. Cada dos o tres semanas aparecía por televisión más risueño que nunca, lo que ya en sí despertaba curiosidad por verlo, o delegaba en algún miembro de su Gabinete, para dar explicaciones del éxito de su gestión frente a un enemigo invisible, quizá ni rojo ni masón, pero también peligroso y letal. Sus conciudadanos, súbditos de un Régimen que se sucedía a sí mismo, asistían a estas retransmisiones sumidos en una extraña sensación ambivalente, entre afortunados o manipulados protagonistas de una especie de show de Truman. Crédulos y desconfiados al mismo tiempo. Y es que la España diferente parecía que, esta vez, era realmente diferente, y para bien.

-Mira, abuelo, otra vez sale por la tele el almirante que dirige el ministerio de Sanidad y Familia, ese de pelo tan blanco como su uniforme. Dice que ni pandemia ni , que seguimos inmunes al dichoso virus ese que se ha extendido especialmente entre las decadentes democracias, que todo lo relajan, hasta la salud de las personas.

-¡Anda, no le hagas caso Alvarito, que siempre dice lo mismo con tal de colgar medallas al Gobierno y quedar bien ante el mandamás Aznar! Como han hecho todos anteriormente. Desde Franco, luego Fraga y ahora Aznar, a lo que único que se dedican es a mantener al país herméticamente aislado del exterior. Ni podemos salir ni casi nadie entrar, así ¿cómo se va a producir ningún contagio?

-Pero algo de razón lleva. Lo que en otras partes acaban de descubrir como confinamiento, aquí lo llevamos practicando cerca de un siglo. Y ha resultado ser la medida epidemiológica más eficaz contra la enfermedad. ¿No es suerte?

-Si tú lo crees… ¡Qué daría yo por que algún político nos incite a reclamar libertad, libertad, incluso para elegir entre enfermar o emborracharnos…! Eso sí sería una auténtica revolución, y no la de esas democracias liberales de Europa que nos miran con tanto desdén, como si fuéramos unos apestados.

-¡Pero, abuelo, estás desatado! Te repito lo que tú siempre me dices: que no hable muy alto, que las paredes son de papel y cualquier vecino puede ser un chivato dispuesto a labrarse una segura carrera política, con cargo al ministerio de Interior.

Juan sonrió y continuó junto a su nieto viendo la televisión sin abrir boca hasta que el almirante acabó su loa a los méritos gubernamentales con un “¡Viva España, arriba España!” que los dos musitaron entre dientes, de manera involuntaria, a fuer de la costumbre. Y a punto estuvieron de levantar el brazo si no hubieran cruzado miradas y ahogado el impulso.

-¿Te puedo hacer una pregunta, abuelo?, dijo Álvaro mientras se levantaba del sofá para apagar el televisor. Y sin esperar permiso, inquirió: ¿Es preferible la seguridad de una cárcel a los peligros de la calle? Juan lo observaba con los ojos muy abiertos, esperándose las acostumbradas cuestiones que a bocajarro le planteaba su nieto más díscolo y con el que, sin embargo, más congeniaba. Te lo planteo porque, aunque está bien que nos hayamos librado de esa pandemia por estar viviendo como en otro planeta, a más de uno, si le dieran oportunidad, yo entre ellos, escogería el riesgo de contagio que conlleva la libertad de reunión, de moverse por donde apetezca y hasta de intercambiar opiniones sin miedo ni cohibiciones. Esta paz de los cementerios, como la denostaban en tus tiempos, o esta protección de hermética urna de cristal, en la que vivimos encerrados ahora, ¿te parce bien?

-Hombre, Álvaro, la virtud se halla en el término medio, te lo he dicho mil veces. No sé si porque eres más joven, pero tú eres más inconformista que yo y te cuesta comprender que cada país es fruto de la manera de ser de sus habitantes. Aquí no somos capaces de vivir en libertad, no sabemos ser responsables y enseguida queremos imponer a los demás nuestro punto de vista particular, como ha ocurrido siempre que nos han abierto la mano. ¿Qué es lo mejor? Lo mejor depende de para quien. Para unos es una cosa y, para otros, la contraria. Yo creo que a nosotros nos ha ido bien, muy atados y controlados, pero sin esas controversias y enredos que se ve por la tele que pasan en el extranjero. Además, gracias al autoritarismo del Gobierno, hemos salvado la vida los españoles. ¿Cuántos hubieran muerto por disfrutar del desahogo de esa libertad que tanto mencionas? Ni se sabe, pero seguro que muchos más que en otros países similares, debido a las estrecheces en ayudas y recursos que soportamos, tanto materiales como humanos, a causa del boicot que nos hacen desde fuera. He escuchado que ha habido países que no tenían mascarillas suficientes ni para repartir entre los sanitarios de los hospitales. ¡Imagínate aquí! Aznar será todo lo antipático que tú quieras, pero sabe administrar el país, no hay duda.

-Pero, abuelo, reconócelo: esto no es normal. Vale que, por casualidad, el sistema “autoritario”, como tú lo llamas, haya servido para protegernos de una epidemia mundial, pero ese no era su objetivo ni finalidad. Este sistema dictatorial, que es lo que es, no simplemente autoritario, lo que pretende es que obedezcamos borreguilmente sin rechistar, sin pensar, sin hablar, sin escuchar siquiera. Hemos tenido suerte, vale, pero nada más. Pero lo que sigo sin entender es que esta situación se perpetúe durante décadas, aguantando a tres dictadores consecutivamente. ¿Cómo hemos llegado a esto?

-¡Ay, nieto, qué impulsivo y protestón eres! España es el resultado de nuestros defectos más que de nuestras virtudes. Al parecer, cargamos con más prejuicios y complejos que valor y confianza en nosotros mismos. Desde que dejamos de ser un imperio que dominaba medio mundo, no acabamos de levantar cabeza. Todos los intentos por ser libres acabaron en violencia, con golpes de estado que los impidieron y cortaron en seco, segando vidas, si era preciso. Es lo que ocurrió en el Sexenio Democrático, que desembocó en la proclamación de la Primera República, abortada abruptamente por el golpe del general Pavía, allá por el siglo XIX. Antes se había producido otro intento, como consecuencia de la Guerra de la Independencia, cuando nos enfrentamos a Pepe Botella, como apodaban a José Napoleón, y su pretensión de ser rey de España. Los contrarios, hartos de tanto absolutismo, se conjuraron en Cádiz y redactaron una Constitución que abolía el Antiguo Régimen. Ni dos años duró. El regreso de Fernando VII, conocido como rey felón, fue suficiente para que, contando con apoyos militares y partidarios del absolutismo, se cercenara otra vez aquel intento de ser un país en libertad y democracia.

-¡Pero, abuelo, esas son batallitas antiguas…!      

-¡Qué va! Son algunos de los antecedentes de una constante de nuestra historia. La Segunda República, ya en el siglo XX, instauró un régimen democrático en España, que generó mucha ilusión, pero también muchas antipatías. Tantas que, a los cinco años, se produjo la Guerra Civil de Franco, que se sublevó contra ella y la defenestró, dejando cadáveres repartidos en fosas comunes y cunetas por todo el país. Salvo el fugaz momento de la Transición, más un suspiro que otra cosa, que fue sofocado contundentemente por el teniente coronel Tejero, pistola en mano en el Congreso, nunca más hemos vuelto a tentar el destino con aventuras democráticas. Franco detentó un poder dictatorial hasta que murió de viejo en su cama, dejándolo todo atado y bien atado, incluido el títere que había escogido para sucederle y que resultó ser un sinvergüenza de campeonato, entre mujeriego y corrupto, como se ha visto después. Hizo bien Tejero impidiendo aquel chanchullo de democracia con otro rey felón. Se requería a alguien del régimen y al que el Estado le cupiera en la cabeza, sin titubeos ni tutías. Se barajaron varios nombres, entre militares y civiles, hasta que Fraga se prestó encantado a continuar la tarea de su bien amado Caudillo. Y cuando a él también le llegó el chocheo, un cachorro suyo, leal e implacable como buen hijo del Régimen, le sustituyó. Aznar, un técnico de Hacienda, recibió el apoyo unánime de las Cortes, hace cuarenta años, y desde entonces mantiene nuestro país quieto como una piedra y dócil como un corderito.

El nieto escuchaba absorto las palabras de su abuelo, pero no daba crédito que se desprendiera de lo narrado el inevitable vínculo que condicionaba el destino de un país a la falta de libertad y no reconocimiento de derechos que en cualquier otra parte son indiscutibles. Tres dictadores en cerca de un siglo es, por mucho que el abuelo lo explicara, injustificable. Y que, por simple azar, el régimen asfixiante y claustrofóbico que esos tres tiranos habían mantenido en el tiempo haya sido beneficioso para protegernos de la pandemia, eso no lo exime del altísimo precio que nos ha hecho pagar en contrapartida. Cien años sin libertad para librarnos dos años de una enfermedad. ¿Cuántos muertos y cuánta cárcel ha pagado este país para sortear una pandemia que ni es la primera ni será la última?

Esta era la pregunta que le pensaba formular al abuelo cuando, al darse la vuelta desde la ventana, lo observó cabeceando un sueñecito en el sofá, tal vez vencido por el esfuerzo de exponerle aquella explicación histórica sobre el infortunio de España. También pretendía proponerle el jueguecito que a ambos entretenía de imaginar realidades paralelas para elucubrar lo que hubiera pasado si las cosas hubieran sido distintas a como han sido, pensar cómo actuaríamos ante una situación así si fuésemos una democracia más de Europa. Pero lo dejaría para otra ocasión, no sólo por la visión plácida de la siesta del abuelo, sino porque imaginar futuros distópicos es caer en disquisiciones inútiles de salón que a nada conducen. Prefirió dejarlo descansar, pero manteniéndose completamente decidido a enfrentarse con cualquiera que viniera a refocilarse ante él con aquello de que, gracias a Dios, “ni pandemia ni ”. Estaba harto de los corifeos del poder.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Este blog admite y agradece los comentarios de los lectores, pero serán sometidos a moderación para evitar insultos, palabras soeces y falta de respeto. Gracias.