Porque ni nuestros dirigentes ni una parte de la población
están a la altura que se espera de ellos. El sectarismo de unos y la estulticia
de otros hacen que el país en su conjunto parezca dar pasos hacia atrás y retome
comportamientos que creíamos superados con el progreso en lo material y el
avance en valores y derechos. Es descorazonador que, en un país líder en leyes
sociales que persiguen la protección de la igualdad y la diversidad en una sociedad
moderna y plural, surjan de nuevo voces de odio, las afrentas de la
intolerancia y los actos de desprecio y violencia hacia el otro que no encaja
en vetustos esquemas de falsa e impuesta uniformidad identitaria, cultural y social.
Cuando creíamos que habíamos superado clichés y prejuicios, entre otras cosas
por ser pioneros en reconocer legalmente el matrimonio entre homosexuales, combatir
la violencia machista que sufre la mujer, priorizar la salud frente a cualquier
otro interés mercantil y defender la pluralidad ideológica y política, como
corresponde a cualquier democracia que se precie, vuelve el triste espectáculo de
los patriotas de las esencias rancias, de los que aún cuestionan la violencia de
género, discrepan de los derechos de las minorías, victimizan al inmigrante y
al desfavorecido, expanden carnets de demócrata o constitucionalista entre sus
pares para deslegitimar a los adversarios y reescriben el pasado que desvela
sus simpatías.
Quien haya sido testigo de una farsa así en la convivencia entre
poderosos y débiles, en la que sus relaciones se reescriben constantemente para afianzar
los privilegios de unos y mantener a otros en su condición y sitio, cambiando
sólo expresiones y caretas que actualizan la obra sin alterar el guion, no
puede evitar el sopor y el hastío. Un drama vital que provoca apatía al más
pintado. Como me sucede a mí de un tiempo a esta parte. Y no creo que sea el
único ni tampoco por la edad. Pero puede que esté equivocado y, en realidad, comience a
sentirme viejo. ¡Quién sabe!
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