El Siglo 21 no nos ha traído nada bueno, más bien lo
contrario. Las dos primeras décadas de la centuria han sido protagonistas de graves
turbulencias, ninguna de ellas naturales (está por ver el origen del virus
SarCov-2), que han golpeado con insólita saña a la mayor parte de la población del
mundo. Ningún profeta ni experto en prospectiva había adivinado que, cuando más
avances, riqueza y medios tenemos a nuestra disposición, el estilo de vida más
o menos fácil a que estábamos acostumbrados iba a verse sacudido de manera tan inesperada,
brusca y radical. Y, lo que es peor, de forma tan irreversible que será difícil,
por no decir imposible, confiar en poder recuperarlo en un futuro inmediato. Las
viejas certezas, seguridades y comodidades que creíamos conquistadas para
siempre han sido destruidas por los sucesivos cataclismos que se han producido
durante los primeros veinte años del siglo que nos ha tocado en suerte.
Vivimos, pues, este maldito siglo con incredulidad,
pesimismo y desasosiego puesto que, casi desde su inicio, han sido demolidas todas
nuestras expectativas de progreso, prosperidad, bienestar y paz. Era
inimaginable asistir a un futuro tan negro para la actual generación viva del
planeta y, menos aún, a que el pesimismo te haga ser consciente de que seguimos
expuestos a otras desgracias desconocidas que nacen de la avaricia, la maldad y
el egoísmo de quienes crean y propician los males que nos asolan. Males que, cuesta
creerlo, no son naturales, como la erupción de un volcán, sino producto de la
actividad más dañina y deplorable del ser humano, la que se dirige contra sus
propios congéneres.

Yo acuso al hombre de lo que nos pasa. Porque es inmoral y
asqueroso, desde cualquier punto de vista. Incluido el económico, esa voluntad y
la maquinación por rapiñar y empobrecer a una mayoría de incautos ingenuos que
confían en promesas de fácil enriquecimiento mediante productos financieros diseñados
intencionadamente para estafar. Una estafa piramidal llevada a cabo con
inversiones especulativas en hipotecas
subprime por agentes y bancos privados
que acabó afectando a todo el conglomerado financiero del mundo. Aquella
crisis
financiera de 2008, la forma más brutal de percibir la verdadera globalización de
la que dependemos, la del capital o dinero, sirvió para que los autores que la
desencadenaron con su avaricia subrogaran las consecuencias en las arcas
públicas de las naciones, arruinándolas y obligándoles a asumir la deuda. Sus
compinches ideológicos no dudaron en imponer unas políticas “austericidas” que,
además de recaer sobre los que nada tenían que ver con la estafa, empobrecieron
aun más a los pobres y -¡oh milagro!- enriquecieron a los ya muy ricos,
librando de camino a los auténticos autores materiales de un castigo bien merecido.
Había que socorrer al sistema financiero a cualquier precio. Con este atraco al
bolsillo de la gente se inauguró el siglo, dejando un rastro de millones de
puestos de trabajo destruidos, empresas inviables, precariedad laboral,
salarios reducidos y recortes draconianos en prestaciones públicas, todo ello
con la excusa insultante de que “no podíamos vivir por encima de nuestras
posibilidades”. Mal empezaba el siglo.

Pero no nos habíamos repuesto del todo de aquel palo, cuando
hace su aparición una nueva amenaza en forma de pandemia. Ahora es un virus, de
origen desconocido, que brota de súbito en 2019 en China y se propaga por todo
el mundo a endemoniada velocidad, matando a millones de personas e infectando a
las poblaciones de los países por donde circula. Sin un tratamiento médico eficaz
para combatirlo (hasta el descubrimiento de la vacuna), se hace necesario recluir a la gente en sus domicilios y decretar
el confinamiento absoluto de la población. Se trata de un germen tan letal que
diezma los asilos, donde fallecen miles de ancianos, débiles y vulnerables en razón
de la edad, pero también a causa de las prioridades de atención hospitalaria que
establecen los responsables sanitarios. Y por las carencias de unas residencias
de ancianos creadas con finalidad mercantil más que por satisfacer las
necesidades de quienes no pueden valerse por sí mismos. Si a ello unimos la
parálisis de la actividad económica, a causa del confinamiento y las restricciones
a la movilidad, la
crisis sanitaria de 2020 se ve acompañada de otra crisis económica
que actúa de manera similar a cuando llueve sobre mojado: vuelve a incidir en
los más desprotegidos de la sociedad, los que carecen de recursos suficientes.
Las estructuras económicas, como puso en evidencia la crisis financiera, hacen
recaer sobre los más débiles las peores consecuencias de sus desajustes, sean
estos accidentales o intencionados. Desajustes producidos, en esta ocasión, no
sólo en el sentido económico, sino también en el asistencial, debido a las
reducciones de plantilla del personal sanitario, los ahorros en la inversión
pública y los recortes, en general, en los servicios públicos y el Estado del bienestar. Es decir, un virus, manipulado o no, hace tambalear los sistemas
sanitarios y económicos de los países por donde se extiende y saca a relucir la
hipocresía que se esconde tras los supuestos valores que decimos defender en
nuestras avanzadas sociedades occidentales. Si finalmente el virus es producto fortuito
de la experimentación genética por interés científico o una derivación de un
germen animal que contagia como sea (alimentación, etc.) al ser humano
(enfermedad zoonótica), lo cierto es que somos nosotros los que propiciamos la crisis
sanitaria y su derivada económica. Un segundo varapalo con el que nos
castiga este siglo que iba a ver los mayores progresos del ingenio humano. Y lo
que está viendo es su espeluznante deshonestidad e injusticia.
Pero, no contento con todo lo anterior, generamos también
una crisis social en 2022 al iniciar una guerra que siembra la destrucción y la muerte
en esta parte del mundo que ya conoció dos guerras mundiales. Por cuestiones
poco claras pero muy influidas por geopolíticas estratégicas, Rusia invade
Ucrania, de la que ya había usurpado la península de Crimea, con un ejército
infinitamente superior de soldados alistados que ignoran dónde los mandan y
mercenarios reclutados de cualquier parte del globo, como Siria. Hay gente
dispuesta por dinero a matar donde sea. Da vergüenza que Europa (Rusia y
Ucrania son parte del continente) vuelva a ser escenario de lo peor del hombre;
su capacidad para odiar y asesinar a multitudes por una linde, un prestigio,
unas riquezas, un concepto racial e, incluso, unas relaciones de las que se
desconfía. De las tres citadas, esta última es la crisis más antinatural que vamos
a sufrir en este maldito siglo XXI. No sabemos cómo acabará el enfrentamiento bélico
ni las consecuencias que tendrá para todos, aparte de una tercera crisis
económica añadida. Sea cual sea su resultado, lo que esta inaudita crisis social
nos está provocando es el bochorno más espantoso por pertenecer a una especie
animal que es capaz de destruirse a sí misma por avaricia, egoísmo y odio. Tres
crisis en los primeros años de un siglo es bastante como para maldecirlo. Y es
lo que hago.