Son tiempos cínicos y cenizos. Tiempos impensables de pasos
atrás y desigualdades sin complejos. De retóricas militaristas y retrógradas,
de descarada y orgullosa exhibición de egoísmo e intransigencia. En suma, tiempos
dedicados a destruir lo conseguido y recuperar el dogmatismo excluyente que
creíamos haber superado. No, no son tiempos ni para la lírica ni para la
tranquilidad. Están repletos de horas difíciles y dolorosas, tiempos que
abochornan.

Este cambio venía produciéndose paulatinamente desde hacía
años. Habituados a dar dos pasos adelante y uno hacia atrás, de repente hemos
comenzado a invertir la marcha: ahora adelantamos un paso para retroceder dos. Regresamos
más atrás de donde habíamos partido. Es decir, volvemos a las andadas y a la estrechez
mental del pasado, cuando la crítica, como la minifalda, estaba mal visto, casi
un pecado. Trajimos esto con nuestros miedos y desconfianzas. Por el temor a
perder privilegios y valores asentados, como el machismo, el nacionalismo, el
clasismo social y el conservadurismo tradicionalista, y por sentirnos huérfanos
de la archicultura pop y del poder militar (bajo la bandera de las barras y las
estrellas) e ignorados a nuestra suerte por una economía, estúpidos, que sólo persigue
beneficios.
Lo vimos claro con Trump y sus tropelías de chulo barato,
pero forrado de botines rapiñados con profesionalidad esquilmadora. Otros, ya antes,
habían abonado el terreno mental que facilitó nuestra conversión retrógrada.
Estuvieron Reagan y Thatcher, los Bush y Merkel. Aquí afloraron Aznar y Rajoy.
Y en todas partes, otros de idéntica calaña. Las libertades y los derechos
comenzaron a ser “pulidos” en nombre de la Seguridad y la Sostenibilidad, tanto
del país como de los bancos. Fue entonces cuando consentimos guerras
preventivas en busca de armas inexistentes y rescates de sistemas financieros quebrados
por la avaricia de sus gestores, que nos achacaron vivir por encima de
nuestras posibilidades. ¿Se acuerdan?
No fue hace tanto. De todo ello salimos más empobrecidos y
vulnerables. Los recortes y las precariedades que trajo la austeridad calaron
hasta los huesos, obligándonos a mirar al ombligo antes que a la miseria colectiva.
Pagamos el pato. Perdimos la fe en las bondades de la democracia y sus
instituciones. Circunstancias que propiciaron que los populistas crecieran como
hongos, ofreciendo milagros que solventarían todos nuestros problemas. Llegaron
a convencernos, como lo hace cualquier charlatán, de que ellos atenderían
nuestras reclamaciones, diciéndonos lo que queríamos oír: que la culpa siempre
es de los otros, del vecino, del inmigrante, del feminismo “ideológico”
(¿existe algo que no sea ideológico?), de la diversidad social, del
multilateralismo, de la globalización y ahora, por último, de los rusos capitaneados
por Putin.
De este modo empezamos a desmontar lo logrado. Empezamos a repartir
culpas. Criminalizamos la migración de los pobres y perseguidos, no la de los
pudientes con sus yates, porque no aceptamos a los “sin papeles” aunque vengan
a hacer lo que nosotros rechazamos: trabajar sin condiciones en la fresa, en
los andamios, bajo los invernaderos o en un bar. Pero abrimos las puertas a futbolistas
endiosados y artistas del famoseo que, en cuanto pueden, cometen fraudes
fiscales, eluden impuestos y evaden capitales. A los que huyen del hambre y la
violencia los acusamos de constituir un ataque a nuestro país y estilo de vida,
como si sus vidas y sus necesidades fueran distintas de las nuestras. Se crea un
problema que los populistas se comprometen arreglar de un plumazo, mediante muros
por tierra, mar y aire. Es así como se ocasionan muertes de infelices inocentes
en las vallas de Melilla, en el mar de Ceuta o en los camiones de Texas. Y si
consiguen entrar, los expulsamos sin contemplaciones o les negamos asistencia
sanitaria porque no los consideramos ciudadanos nacionales. Nos molestan. Creemos,
como Trump, que podrían invadirnos y degradar nuestra sociedad del confort tan
bien ordenada.
Si toleramos aquello, no es de extrañar que los avances sociales
y las libertades sean víctimas de nuestras debilidades y temores. De este modo,
los derechos conquistados por la mujer para lograr la plena igualdad con el
hombre sufren enseguida la embestida reaccionaria del machismo. Así, altos
togados de la legalidad norteamericana revocan leyes que reconocían el aborto
como un derecho de la mujer, dueña de su cuerpo y de su voluntad. Después de décadas
de un derecho que arrebataba a la superstición, por muy religiosa que fuese, fundamentos
que debían basarse sólo en la ciencia y que a la mujer afectan, magistrados
conservadores, convenientemente aupados a puestos vitalicios, consiguen retrotraerlo
a la época en que estaba restringido por una tutela moral de la sociedad. El
Tribunal Constitucional español, tan contaminado por la política como el
norteamericano, tiene pendiente sentencias sobre el aborto y otros recursos que,
gracias a la mayoría conservadora que se resiste renovar (como la del Poder
Judicial), adolecerán de parecida mentalidad retrógrada. Y es que la derecha es
reacia a mantener derechos que amplían las libertades de las personas si cuestionan su modelo social, ideológico, cultural y económico, salvo si les reportan
votos. Entonces, se les llena la boca de “libertad”.

Tales retrocesos en lo social y lo económico se extienden
también en lo militar. Recuperamos la política de bloques y trincheras. De bandos
antagónicos, agrupados en alianzas “defensivas” que se vigilan mutuamente, que hacen
renacer la guerra fría de antaño. Pronto reinstalaremos los “checkpoint charlie”
fronterizos para cruzar de un ámbito militar a otro. Es verdad que ha sido la
invasión rusa de Ucrania lo que ha resucitado las trompetas a la movilización
de Occidente, pero también que la OTAN, nuestro bando aliado, ha ido acercándose
al territorio que considera una amenaza, englobando antiguas partes del mismo,
como las repúblicas bálticas. Si yo fuera ruso, me pondría nervioso. Como me
pondría nervioso si fuera norteamericano ante el avance del desaparecido Pacto
de Varsovia hasta la isla de Cuba o Venezuela. Es lo que le ha pasado a Putin, pero
reaccionando con el impulso de un violento: propinando golpes para que no le sustraigan
lo que considera suyo. Los juegos geoestratégicos de un bando y otro los acaban
sufriendo inocentes que nada se les ha perdido en el conflicto, y los paga la
parte más débil, muriendo bajo las bombas o endeudándose para armarse hasta los
dientes. No hay otra. A nosotros, afortunadamente, nos toca aumentar la partida
del gasto militar reduciendo inversiones en sanidad, educación y obra pública.
Y apretarnos el cinturón para una economía de guerra y por las carencias
energéticas y alimentarias, instrumentalizadas como armas bélicas, que la
guerra de Ucrania está ocasionando. Sólo la OTAN sale fortalecida y, con ella,
la industria militar. La vieja máxima latina, “Si vis pacem, para bellum”, se convierte
en el lema de estos tiempos que nos hacen desandar el camino del progreso.
No hay duda, pues, de que caminamos hacia atrás, tanto por
lo señalado como por otros muchos asuntos. Recuperamos antiguas actitudes intransigentes
y viejos lastres dogmáticos que nos impiden avanzar. Por tal razón son tiempos
cínicos y cenizos. Y julio no ha hecho más que empezar. ¡Felices vacaciones, si
es que pueden o les dejan!