miércoles, 18 de octubre de 2023

¿Existe la libertad de información?

Los lectores ávidos de información y la prensa ávida de lectores con frecuencia esgrimen la sacrosanta libertad de información (que intencionadamente mezclo con la de expresión y opinión) para defenderse de toda crítica o ataque que cuestione, no sólo su inquebrantable adhesión a la misma, sino el ejercicio que hacen de ella. Todo pronunciamiento público, individual o colectivo, se ampara en el derecho a la información y la libertad de expresión, aunque se trate de propalar una auténtica boutade. Al parecer, vivimos en la era de la información abundante y asequible. Sin embargo, no deja de ser sorprendente que, cuando mayor protección legal ampara en los regímenes democráticos la libertad de expresión e información, más expuestos estamos a la desinformación, los abusos, los bulos, la tendenciosidad, las mentiras o la tergiversación en la información que recibimos a través de los medios de comunicación, los que, en última instancia, hacen de la información su responsabilidad profesional y el objeto de su existencia. Las redes sociales son otra cosa: potentes multiplicadores a escala mundial del cotilleo comunitario sin apenas control. La realidad es que, como afirma Jean-François Rével en uno de sus libros*, en medio centenar de países la libertad de información no existe, y en los que existe o se tolera, son pocos los medios que se preocupan por informar con diligencia y rigor.

Es importante aclarar que la ley reconoce y protege esa libertad enunciada en las constituciones de los países libres, pero no garantiza la infalibilidad, la probidad y la veracidad de la información o, lo que es lo mismo, la certeza de los hechos.  Suelen, tanto los periodistas como los consumidores de información, ser exigentes y  mostrar más respeto por la libertad de expresión que por la información exacta y la opinión fundada. Y solemos, fundamentalmente los periodistas, concebir el periodismo como un `contrapoder´ imprescindible en toda democracia que se precie, pues nos enseñaron en las facultades que su papel consiste en buscar y decir la verdad, aquello que el poder procura ocultar porque le perjudica o desfavorece.  Y, visto así, es sin duda un argumento válido, aunque incompleto.

Es cierto que la libertad de información es indispensable en las sociedades democráticas, puesto que, de no contar con información veraz y suficiente para todos, los ciudadanos no podrían elegir con criterio a sus gobernantes ni valorar su gestión. Los medios son los que ponen a disposición de la ciudadanía toda la información pertinente. Pero cuando esa información es parcial o falsa, el mismo proceso de decisión y control resulta poco democrático o falseado. Y es que los medios no están (solo) para controlar al poder (y a la oposición, la industria, la economía, la religión, la cultura, el deporte, etc.), sino para ofrecer información y conocimientos relevantes y exactos, oportunos para conformar una opinión pública con conocimiento de causa. Sirven, por tanto, para buscar y decir la verdad. Entre otras razones, porque la mentira es absolutamente incompatible con la democracia, pues la abocaría a situaciones no deseadas por unos ciudadanos influidos por informaciones falsas o engañosas. Justamente, lo que vuelve peligroso al populismo de cualquier signo, pues se aprovecha de las bondades del sistema democrático para alcanzar el poder mediante la tergiversación, las exageraciones y las mentiras.

De ahí que, a pesar de los abusos, el derecho a la información esté especialmente protegido y que la libertad de información y expresión sea sagrada. Pero, retomando la pregunta inicial, ¿disfrutamos realmente de libertad de información o la información que recibimos se acomoda a la opinión de los medios y no a la inversa? Es generalmente aceptado que cada medio ofrece “su” versión de los hechos; es decir, presenta su particular punto de vista sobre lo que acontece, en vez de presentar objetivamente la información de lo que acontece. De hecho, nos han acostumbrado a preferir, de entre la “plural” oferta, la que coincide con nuestra visión de la realidad o la confirma.

Para ello, los medios se excusan en que la aspiración a la objetividad es imposible, ya que no es posible ofrecer ninguna información totalmente exhaustiva. Por ende, la pluralidad de versiones es, a su entender, la mejor manera de aproximarse a la verdad, como si esa capitulación ante la parcialidad conceda el derecho a cada medio de presentar la información como le plazca, en consonancia, curiosamente, con su línea editorial. Además, enarbolan la independencia (sólo empresarial) como garantía de una elaboración de la información no mediatizada por intereses espurios o ajenos, cuando tal independencia, si es que existe, solo es exigible en nombre de una objetividad que, de entrada, consideran imposible, pero que supone competencia y probidad. Son conscientes, aunque no lo reconozcan claramente, que la información, por su propia naturaleza, sólo puede ser verdadera o falsa, y lo único que puede ser plural son las opiniones que emanan o se basan en ella y que sirven para el debate y la confrontación de ideas. En cambio, se cuidan mucho en admitir que la dificultad para la objetividad suele obedecer a la pereza, la ignorancia, la arrogancia  o… al propósito de engañar, no a la imposibilidad de alcanzarla o del esfuerzo por llegar a ella. En definitiva, podemos responder que efectivamente existe, en una democracia como la nuestra, libertad de información, pero que esta no garantiza la infalibilidad como tampoco la independencia garantiza la imparcialidad. Del mismo modo, la pluralidad no es garantía de exactitud de la información ni de la credibilidad que debería caracterizar a los medios de comunicación de masas. Desgraciadamente, muy a menudo - más de la cuenta- nos “venden” otra cosa.

Porque, en realidad, lo que nos venden es opinión disfrazada de información. Es habitual que los medios ofrezcan una información no interpretada por sí misma, por su veracidad o falsedad, sino como precursora o indicadora de una opinión, la que se adecua a las interpretaciones preferidas por el público al que van dirigidas, o como forma de medir y cuantificar el efecto que puede producir en ese público. Y es que la misma selección de la información publicada, la agenda mediática, ya señala el sesgo interpretativo del medio o del periodista, ya que la opinión de estos, en la mayoría de los casos, determina la información, no al contrario, como sería lo deseable. No se trata de que los medios no expresen ninguna opinión, sino que esta resulte del análisis de las informaciones, con datos sólidos y demostraciones irrefutables, de tal manera que la opinión se convierta en una forma de información. En este sentido, la distinción entre opinión e información es un tópico periodístico, útil para el debate académico, en tanto en cuanto la información verdadera, la que se extrae con el criterio de la exactitud, no constituye el objetivo esencial de los medios, sino un recurso torticero para imponer puntos de vista políticos, ideológicos, religiosos, comerciales o proselitistas, que de todo hay en la viña del Señor.

No es pecar de pesimismo, sino de realismo, reconocer que son escasos los medios que se preocupan seriamente de proporcionar una información exacta y unos comentarios rigurosos. Porque solo los buenos medios, los más responsables (no tienen que ser los más poderosos o de mayor éxito), ponen por delante la exactitud y, con ella, la verdad. Y no es extraño que en ellos la libertad de información esté sustentada en la competencia y los escrúpulos deontológicos de profesionales y medios que muestran un escrupuloso respeto por esa libertad. Pero también, con igual importancia, en unos lectores y consumidores de información que saben discernir correctamente entre información y opinión.

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*: El conocimiento inútil, Jean-Francois Rével. Editorial Página Indómita, Barcelona, 2022.


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