Esta insólita ausencia de Velázquez en el MBAS sólo es compensada por “Retrato de Cristóbal Suárez de Ribera”, una obra póstuma sobre ese sacerdote, que pertenece a la Hermandad de San Hermenegildo, y, desde hace poco tiempo, el cuadro “Cabeza de Apóstol”, que pertenece al Museo del Prado, que lo ha cedido en depósito mientras se conmemora el 425 aniversario del nacimiento del artista sevillano en la pinacoteca de Sevilla.
Y, precisamente, delante de esa “Cabeza de apóstol”, un óleo de pequeño tamaño, es donde me detengo sin prisas a contemplarla y admirarla, pues, para mí, es otra de las maravillas que alberga, al menos temporalmente, este museo que me impresiona sobremanera. Se trata de un cuadro pintado por Velázquez entre 1619 y 1620, que representa la cabeza de un apóstol no identificado, en el que destaca un predominante color pardo oscuro, típico de la producción sevillana del joven Velázquez.
El genial artista, que a los 24 años se traslada a Madrid y es nombrado pintor de cámara del rey Felipe IV, pinta el rostro de un anciano, basándose probablemente en un modelo real, de faz enjuta e incluso sucia, con bolsas en los ojos, penetrante mirada y profundas arrugas en la frente, en el que el modelado del cabello y la larga barba, entremezclados de canas, recuerda al anciano del Aguador del mismo autor. Todo ello denota la ausencia de cualquier clase de idealización del personaje en la intención del autor y sitúa la obra en la órbita del naturalismo tenebrista, remarcado por la oscuridad del cuadro.
Esa oscuridad, conseguida mediante una gran economía de tonos cromáticos, recibe, sin embargo, una tenue luz, proveniente de algún foco situado a la izquierda, que incide en la zona derecha del rostro, dejando el resto en absoluta penumbra, y al que, por el contraste lumínico sobre el fondo neutro, dota de volumen, como si esos toques de luz lo modelaran hasta definir las peculiaridades de la piel, consiguiendo transmitir, en su conjunto, una sensación de naturalidad y vida.
Se percibe, además, que Velázquez empleó largas pero precisas pinceladas, propias de su genialidad, para pintar los profundos surcos de las arrugas de la frente y el cabello y las barbas, de manera similar a las empleadas en otras obras tempranas del autor. Tal técnica confiere carácter a la figura, transmitiendo esa sensación de naturalismo, del que Velázquez fue uno de los principales protagonistas.
No en balde Diego Rodríguez de Silva y Velázquez es el pintor más importante y reconocido de la historia del arte de España, siendo un maestro del realismo y de la técnica del claroscuro, con la que es capaz de capturar la luz y la sombra de forma asombrosamente realista. Su influencia en el desarrollo del género del retrato es reconocida, pues logra captar la personalidad y el carácter del sujeto, como lo atestiguan este cuadro de “Cabeza de apóstol” y demás retratos de la familia real española, que son considerados obras maestras del género y del arte en general.
No es extraño, pues, permanecer boquiabiertos delante de esta obra, como me pasa a mí.
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