
El descubrimiento y fabricación de un remedio terapéutico contra
la covid-19, esta pandemia que ni en nuestras peores pesadillas creíamos
posible que pudiera arrasar al mundo moderno, ha constituido una carrera
contrarreloj de la biología y la industria. Acortando plazos de ensayos y
experimentación, y recurriendo a la cooperación entre laboratorios que dejaron de
lado la competición para dedicarse a la investigación consensuada, varias
vacunas han sido puestas, en tiempo récord, a disposición de la medicina para inmunizar
y proteger contra una enfermedad que se ha extendido por medio mundo y se ha
cobrado la vida de millones de seres humanos. El esfuerzo farmacológico ha sido
impresionante, lo que demuestra que con voluntad, ciencia y medios se pueden combatir
y hasta derrotar (en ello estamos) cualquier enemigo infeccioso, por poderoso y
mortífero que sea, como este nuevo virus microscópico pero mortal que no entiende
de fronteras, razas, capacidades económicas o sistemas políticos para convertirnos
en víctimas de su letalidad.
Ha sido tanta la expectación por disponer de una vacuna que
nos librara de esta peste que, de manera obsesiva, se ha hecho un constante seguimiento
informativo sobre su descubrimiento y desarrollo. No ha habido día en que los
medios de comunicación informen de la más nimia eventualidad en la fabricación,
conservación, distribución, resultados y efectos secundarios de las distintas
vacunas que afortunadamente han comenzado a inyectarse a la población. Noticias,
comentarios y opiniones que, en cualquier otra circunstancia, no escrutan tan minuciosamente
ningún procedimiento o producto de los que habitualmente hacemos uso. Ni tantos
profanos valorando las decisiones de los expertos y el proceder y valor de la
ciencia.

No se cuestiona, en absoluto, el derecho del ciudadano a la
información precisa y pertinente, pero sí la sobreabundancia de opinión y
comentarios, en su mayor parte emitidos por ignaros en la materia, que crean
confusión y recelo en la opinión pública, ofreciendo datos descontextualizados o
apreciaciones precipitadas. Es lo que sucede con la vacuna británica de
AstraZeneca, de la que se han detectado reacciones adversas de trombosis en una
proporción de un caso por millón. Ello ha creado cierta inquietud en la
población por el tipo de vacuna que podría recibir para inmunizarse de la
covid-19. Una inquietud comprensible, pero injustificada. Comprensible por ser
un hecho noticioso que de manera insistente reclama la atención del ciudadano, también
por las reacciones de la autoridad sanitaria, más pendientes de la opinión
pública de cada país que de la científica, a la hora de determinar la población
objeto a la que estaría indicada, según información del laboratorio fabricante y
de la Agencia del Medicamento que la autoriza. Pero no justificada porque los
efectos secundarios son tan infrecuentes que apenas significan peligro alguno
en comparación con los beneficios que reporta la vacuna, máxime si se comparan
con los que cotidianamente asumimos con otros productos.
Es un axioma que ningún medicamento es totalmente seguro. Todos
presentan riesgos que se han de valorar en función de los beneficios que
proporcionan. Un fármaco es eficaz e idóneo si en esa balanza estos son muy
superiores a aquellos. Por ejemplo, la probabilidad de reacciones adversas,
errores o incidentes en una transfusión sanguínea es de 20 por cada 10.000
componentes transfundidos, según el estudio de hemovigilancia de la Dirección General
de Salud Pública de 2016. Sin embargo, nadie duda de una transfusión cuando realmente
se requiere (Hemorragias, intervenciones quirúrgicas, enfermedades hematológicas,
etc.), y el número de vidas salvadas gracias a ella es infinitamente superior
al de puestas en peligro.
Con la vacuna de Osford-AstraZeneca el riesgo de una
reacción trombótica es tan remoto que recelar de su idoneidad es una temeridad
propia de ignorante. Por eso, si me preguntan si confiaría en ser vacunado con
ella, respondería al instante: ¡venga!
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