lunes, 12 de abril de 2021

¿AstraZeneca? ¡Venga!

El descubrimiento y fabricación de un remedio terapéutico contra la covid-19, esta pandemia que ni en nuestras peores pesadillas creíamos posible que pudiera arrasar al mundo moderno, ha constituido una carrera contrarreloj de la biología y la industria. Acortando plazos de ensayos y experimentación, y recurriendo a la cooperación entre laboratorios que dejaron de lado la competición para dedicarse a la investigación consensuada, varias vacunas han sido puestas, en tiempo récord, a disposición de la medicina para inmunizar y proteger contra una enfermedad que se ha extendido por medio mundo y se ha cobrado la vida de millones de seres humanos. El esfuerzo farmacológico ha sido impresionante, lo que demuestra que con voluntad, ciencia y medios se pueden combatir y hasta derrotar (en ello estamos) cualquier enemigo infeccioso, por poderoso y mortífero que sea, como este nuevo virus microscópico pero mortal que no entiende de fronteras, razas, capacidades económicas o sistemas políticos para convertirnos en víctimas de su letalidad.

Ha sido tanta la expectación por disponer de una vacuna que nos librara de esta peste que, de manera obsesiva, se ha hecho un constante seguimiento informativo sobre su descubrimiento y desarrollo. No ha habido día en que los medios de comunicación informen de la más nimia eventualidad en la fabricación, conservación, distribución, resultados y efectos secundarios de las distintas vacunas que afortunadamente han comenzado a inyectarse a la población. Noticias, comentarios y opiniones que, en cualquier otra circunstancia, no escrutan tan minuciosamente ningún procedimiento o producto de los que habitualmente hacemos uso. Ni tantos profanos valorando las decisiones de los expertos y el proceder y valor de la ciencia.

No se cuestiona, en absoluto, el derecho del ciudadano a la información precisa y pertinente, pero sí la sobreabundancia de opinión y comentarios, en su mayor parte emitidos por ignaros en la materia, que crean confusión y recelo en la opinión pública, ofreciendo datos descontextualizados o apreciaciones precipitadas. Es lo que sucede con la vacuna británica de AstraZeneca, de la que se han detectado reacciones adversas de trombosis en una proporción de un caso por millón. Ello ha creado cierta inquietud en la población por el tipo de vacuna que podría recibir para inmunizarse de la covid-19. Una inquietud comprensible, pero injustificada. Comprensible por ser un hecho noticioso que de manera insistente reclama la atención del ciudadano, también por las reacciones de la autoridad sanitaria, más pendientes de la opinión pública de cada país que de la científica, a la hora de determinar la población objeto a la que estaría indicada, según información del laboratorio fabricante y de la Agencia del Medicamento que la autoriza. Pero no justificada porque los efectos secundarios son tan infrecuentes que apenas significan peligro alguno en comparación con los beneficios que reporta la vacuna, máxime si se comparan con los que cotidianamente asumimos con otros productos.

Es un axioma que ningún medicamento es totalmente seguro. Todos presentan riesgos que se han de valorar en función de los beneficios que proporcionan. Un fármaco es eficaz e idóneo si en esa balanza estos son muy superiores a aquellos. Por ejemplo, la probabilidad de reacciones adversas, errores o incidentes en una transfusión sanguínea es de 20 por cada 10.000 componentes transfundidos, según el estudio de hemovigilancia de la Dirección General de Salud Pública de 2016. Sin embargo, nadie duda de una transfusión cuando realmente se requiere (Hemorragias, intervenciones quirúrgicas, enfermedades hematológicas, etc.), y el número de vidas salvadas gracias a ella es infinitamente superior al de puestas en peligro.

Con la vacuna de Osford-AstraZeneca el riesgo de una reacción trombótica es tan remoto que recelar de su idoneidad es una temeridad propia de ignorante. Por eso, si me preguntan si confiaría en ser vacunado con ella, respondería al instante: ¡venga!

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