En esta época confusa y líquida, las ideas no resultan tan
definidas o concretas como antaño, cuando estas servían para diferenciar con meridiana
claridad lo bueno de lo malo, la verdad de la falsedad o la derecha de la
izquierda, y distinguir nuestras certezas de las ignorancias. Al contrario de
lo que sucede hoy, hubo un tiempo en que las cosas no tenían matices, eran
claras: el enemigo estaba identificado y todos, excepto sus afines, lo
combatían sin establecer equidistancias, no se banalizaban los grandes males y
la vida era mucho más dura y menos confortable que en la actualidad, por mucho
que nos quejemos.
Para una generación de la que formo parte, en aquellos años se
entendía la política y la economía, si es que pueden considerarse cosas
distintas, como dos caras de un mismo proyecto, una realidad que se generaba a
partir del modelo ideológico predominante en cada lugar y tiempo. Para unos, la
política era consecuencia de la economía y, para otros, era la economía la
derivada de la política, algo parecido a las infraestructura y superestructura
de la teoría marxista. Aquello que nos resultaba tan evidente no procedía de
estudios académicos ni siquiera informales, sino de la simple apreciación que
cualquier profano en ciencias sociales, pero suficientemente ideologizado por
la experiencia y las lecturas, obtenía en la formación de su conciencia
política.
Tras la muerte del dictador -pues aquí hubo una dictadura, el
mayor estímulo ideológico-, esa visión ideologizada de la realidad se
materializó durante décadas en un bipartidismo político que distinguía
diáfanamente los modelos sociales enfrentados: el de la derecha y el de la
izquierda, el que asumía la política en función de la economía (modelo
capitalista) y el que subordinaba la economía a la política (modelo socialista).
Para los primeros, la economía y el mercado serían los encargados de modelar la
sociedad y satisfacer sus necesidades; y para los segundos, era la sociedad la
que controlaría y regularía la actividad económica de manera que sirviese para corregir
las desigualdades y las injusticias que soportan los ciudadanos por sus condiciones
de origen.

Asumiendo la influencia de tales condiciones, era posible
determinar qué modelo social podría convenir a los intereses de los ciudadanos,
según la clase social a la que pertenezcan. Los pudientes y afortunados engrosarían
las filas de la derecha, la que preconiza que debía prevalecer el capital y la
economía sobre el interés social, mientras que los obreros y los sin recursos
nutrirían las huestes de la izquierda, que defiende que la economía ha de ser un
instrumento de equidad y justicia social. Y entre ambos grupos, se hallaría una
amplia zona central, integrada por una clase media a medio camino entre la
burguesía y el proletariado, que fluctúa entre un bando y otro, posibilitando la
alternancia en el poder de la derecha y la izquierda, según circunstancias
coyunturales. Como es obvio, se trata de una lectura simple, pero comprensible,
coherente y hasta predecible electoralmente sobre la organización social y
económica de la realidad. Del mismo modo, también se percibían simplificados los
problemas a los que debía hacer frente la sociedad en su conjunto: riqueza/pobreza,
privilegios/derechos, injusticia/igualdad, opresión/libertad, prebendas/oportunidades.
Desde tales esquemas mentales, cuando hoy escuchamos la
reivindicación callejera de “libertad” por parte de quienes perciben las
restricciones sanitarias a causa de una pandemia como intolerables medidas de
opresión, tachándolas incluso de dictadura democrática. no se da crédito a los
oídos. Mayor perplejidad provoca, si cabe, que los que pertenecen a clases
trabajadoras y humildes, que dependen para la satisfacción de sus necesidades
básicas de los servicios públicos que provee el Estado de bienestar, depositen
su confianza en partidos que persiguen la prevalencia del capital sobre la
política, es decir, priorizan la economía a la protección de la salud de la
población. Tales comportamientos resultan chocantes para aquella mentalidad del
pasado, al evidenciar la confusión y las contradicciones que caracterizan la
visión política en la actualidad. Y, lo que es más grave, la pueril
banalización que se hace de conquistas sociales, como la libertad, que no sólo
fueron costosas en vidas y sacrificios, sino que aspiran a objetivos de
emancipación más elevados para la dignidad humana que la mera distracción
lúdica en bares y discotecas.
Tal mezcolanza ideológica, que vuelve indistinguible
aquellos enfoques antiguos de economía y política, nos trae a la memoria el fin
de la historia, ese negro porvenir que plantease con clarividencia el escritor Fukuyama,
en el que desaparecería la evolución del pensamiento humano debido al aplastante
dominio del sistema capitalista a nivel mundial. Porque, llegados a ese futuro en
el que no hay alternativas, la única lógica imperante será la mercantil. La
misma que persigue la derecha neoliberal, que exige rentabilidad o
“sostenibilidad” financiera de cualquier servicio público que provea el Estado,
ya sea un hospital, una carretera o un colegio, para, acto seguido, ceder los
más rentables a la iniciativa privada, cuya finalidad es el lucro, para su
construcción y explotación.
Gracias a esa confusión, se ha logrado una especie de desideologización
de la ciudadanía que contagia transversalmente a toda la sociedad y que hace que
personas de toda condición se sientan convencidas de que el derecho a la vida
deba supeditarse a la libertad de ocio, que el liberalismo económico haya de
prevalecer sobre la política y que el único sistema que garantiza el bienestar
personal y la salvaguarda de derechos y libertades sea el sistema capitalista
de libre mercado. Y que todo lo demás (salud, igualdad, seguridad, trabajo, educación,
justicia, etc.) habrá de estar subordinado a lo que permita la economía con sus
leyes mercantiles.

En esta sociedad “líquida” actual, como la definió Bauman, en
que además de la desideologización abundan el individualismo y unas estructuras
(trabajo, familia, relaciones, compromisos) cambiantes y efímeras, no resulta
extraño que cunda la confusión y la incoherencia, hasta el punto de entregar
nuestra confianza a quienes defienden intereses contrarios de los que nos convienen.
Y lo hacemos porque ya nada es seguro ni verdadero, como nos han hecho creer
las
fakenews y quienes las propagan, para que pongamos en duda hasta las
vacunas y la existencia de una pandemia vírica. Incluso nos han mentalizado de
que todos los partidos y los políticos son iguales, contribuyendo, así, a esa muerte
de las ideologías que tanto beneficia a los que predican las bondades de una
gestión exclusivamente económica.
Pero esta confusión y desideologización son intencionados, curiosamente tienen
motivos ideológicos y económicos precisos por parte de poderes e intereses que
se camuflan detrás de palabras, como libertad, de un significado simbólico y real
que conmueve con solo escucharlas. Se utilizan como eficaz reclamo entre
quienes, no sólo ignoran lo que costó conseguirlas, sino el hondo valor que contienen
y que se desprecia al banalizarlo. Cuando
ya ni se conoce nuestro lugar en sociedad ni importan los proyectos o las ideas
sobre la mejor manera de organizarnos colectivamente, cuando no se valora lo
que nos conviene para que el futuro que se ambiciona dependa sólo de nuestras
propias manos, caemos presos de la confusión y la manipulación. Cuando nos incapacitan
para todo juicio crítico, fundado en las causas de los hechos, nos dejamos
guiar con docilidad por los que siembran confusión y alimentan la desideologización.
Justamente, lo opuesto a la curiosidad e inquietud política y económica de
quienes sufrieron tiempos peores y más opresivos que los actuales, cuando la
libertad era la promesa de un horizonte de expansión para el espíritu humano sin
ataduras, no sólo la exigencia de un derecho a emborracharse.