
Que existe una política activa contra el automóvil en
ciudades como Sevilla es de sobra conocido por cualquier ciudadano que haya
osado adquirir un vehículo a motor para su uso particular. El coche todavía no
es un artículo ilegal, pero ya es perseguido, restringido y sancionado como si
fuera una droga, a pesar de los pingües beneficios que reporta a las arcas
municipales. El Impuesto de Circulación, que todo vehículo ha de pagar religiosamente
para poder transitar las calles, y el de Bienes Inmuebles (IBI), que grava las
supuestas plusvalías que cada año genera una vivienda, son las mayores fuentes
de ingresos de los ayuntamientos en cualquier pueblo o ciudad. Pero si finalmente
comulgas con ese afán de expulsar el coche de las ciudades y te resistes a
comprar uno, convirtiéndote en un eremita urbano, inmediatamente la industria
del motor y el Gobierno comienzan a lanzar advertencias lastimeras sobre el
descenso de producción en la industria automovilística y de las consecuencias
que ello acarrea al volumen ingente de trabajadores que depende, directa o
indirectamente, del sector. Al parecer, la solución pasa por comprar coche y
dejarlo aparcado para no contaminar ni saturar la circulación, sustituyendo el
vehículo privado por el transporte público para trayectos urbanos y
metropolitanos. O, al menos, eso es lo que se deduce de unas medidas cada vez
más coercitivas y hasta irracionales contra el automóvil.
Si no, observen la fotografía que ilustra este comentario.
Toda una zona de aparcamientos, de más de ciento cincuenta metros de longitud, que
era utilizada por los propietarios de las viviendas lindantes y los clientes de
los comercios frente a ella, ha sido suprimida de la noche a la mañana, sin
contemplaciones. La que existía en la acera opuesta, ya había sido anulada por
la construcción de un carril para bicicletas. Se trata de una avenida importante,
una vía radial que sale de la ciudad en dirección noreste, razón por la que se
llama Carretera de Carmona. Por lo que se ve, ya no se trata sólo de prohibir
circular, como si fuera un delito, sino también de aparcar, cosa al parecer tan
grave o más que la primera. Echándole buena fe para asumir que no se deba
circular, no se comprende por qué no se puede aparcar.
Es cierto que cada vez hay más coches mientras las calles y
avenidas siguen siendo las mismas, salvo en áreas nuevas de crecimiento urbano
en la periferia. La excusa medioambiental y la densidad del tráfico sirven para
perpetrar estos despropósitos a la hora de presumir sensibilidad ecológica en municipios
presuntamente “verdes”, pero sin que merme la recaudación fiscal. La idea es
acabar con el coche en las ciudades, sin que se deje de comprarlos, de manera que
sólo taxis, autobuses, motocicletas, bicicletas y patinetes conformen el parque
motorizado de las urbes modernas. Y si usted no tiene garaje para su coche, vaya
a buscarse la vida a otra calle, y continúe pagando su “sellito” del coche.
La situación, para más “inri”, sería de risa si no fuera porque
a los “iluminados” de la iniciativa se les ha escapado las consecuencias de extrema
peligrosidad que se podrían derivar. En su fanatismo por impedir cualquier
posibilidad de aparcar, instalando marmolillos de hierro atornillados a la
calzada, también están obstaculizando el acceso de ambulancias o bomberos a las
viviendas o comercios de la calle que precisen de su intervención urgente. Además,
se imposibilita, incluso, detener el vehículo para que se bajen quienes deban
acudir a un Centro de Salud ubicado a pocos metros de esta zona de
aparcamientos anulados. Si esta medida ha rendido algún beneficio a la
circulación, cosa que se desconoce, ha sido a costa de provocar problemas y
perjuicios mayores a los vecinos y viandantes de la zona. Sevilla aspiraba a ser
la ciudad de las personas, pero no cuenta con ellas ni con sus necesidades de
movilidad. Un hábitat sostenible no se consigue sólo con prohibiciones y
sanciones que criminalizan al coche, sino concienciando sobre la preservación
del medio ambiente y facilitando la transición a un modo más sostenible de
nuestro estilo de vida, que, por cierto, nos ha sido impuesto. Y, de momento,
sólo se ha optado por las multas y la demagogia.