Lo llamativo es que no son los ojos o la boca, ni siquiera la inteligencia o bondad, sino el coño lo más relevante de la mitología cristiana sobre la Virgen hasta el extremo de llevarla a los altares. Todas las advocaciones de la Virgen tienen en común ese coño virginal, que fue atravesado sin rozar, penetrado sin desgarrar su himen para fecundar sin espermatozoides el óvulo intacto del que nació Jesús, el dios cristiano. De toda esa imaginería religiosa, lo que más conmueve a los creyentes es ese coño inmaculado que permite a la madre conservar su virginidad, sin que existan testigos ni pruebas de tal cosa, por mucho que en todos los textos de las religiones monoteístas abrahámicas se cite a la Virgen como milagro fisiológico o mujer ejemplar. Un coño virgen se convierte, de este modo, en causa de fe porque para los humanos de entonces, y de ahora, ese órgano genital es más relevante que el cerebro. De ahí que estemos predispuestos a dejarnos seducir por las creencias antes que por el conocimiento fundado y racional, máxime si sirven para darnos explicación de lo que parece incomprensible y desconocido.
No pretendo herir sensibilidades ni insultar a los que, por
simple tradición, veneran a la Virgen por el hecho de ser virgen, un detalle del
que Freud sospecharía alguna patología psicológica o complejo eminentemente
machista. No se adora a María por ser madre de un dios sino, fundamentalmente, por parirlo conservando “pura” su virginidad. Para la mentalidad masculina, se trata de lo
más sobresaliente e importante de una mujer: que su coño esté intacto. Por eso,
el adjetivo que señala tal nimiedad fisiológica se sustantiva para nombrar a la Virgen hasta erigirla en ídolo de culto y adoración en catedrales, iglesias y parroquias
de medio mundo. El otro medio también la considera un ser especial, aunque no
la idolatre.
Yo ignoro si es por el calor, pero estas son las ocurrencias
que me vienen a la mente durante este verano sofocante: pensar en el coño de
la Virgen.
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