Como si de la recaída de una enfermedad incurable se tratase, otro
brote de inusitada virulencia vuelve a surgir en el interminable conflicto que
sufren, sobre todo, el pueblo palestino y también el israelí. Un enésimo sarpullido
que, como las reacciones alérgicas, es cada vez
más grave y dañino, máxime si no se administran vacunas y
antihistamínicos para prevenirlo y contrarrestarlo. De igual manera se comporta
el larvado y nunca resuelto enfrentamiento letal que mantienen Israel y
Palestina, y que condena a esa región del Oriente Próximo a un sufrimiento y
una violencia inextinguibles.
Otra vez, una más, otra guerra declarada, por si no tenían
bastante con todas las anteriores, desde que se proclamó el Estado de Israel,
en 1948, en lo que era, desde los tiempos de los romanos, la tierra de Palestina.
Pero, en esta ocasión, sin que nada aparentemente la “justificara” o provocase, como suele ser habitual en un conflicto
que se alimenta históricamente de provocaciones y respuestas, de acciones y
reacciones por ambas partes.
Nunca se han podido o querido encontrar soluciones a unas
hostilidades que llevan décadas enconándose, engendrando odio, ira y víctimas entre
los contendientes. Pero esta vez parecía distinto, a pesar de que, según la
ONU, el año en curso ya registraba la cifra de 200 palestinos y casi 30
israelíes muertos, hasta agosto pasado, por escaramuzas mutuas. Esta vez, cosa
rara, había tibias esperanzas, al menos en el bando israelí, de que se estaban
dando pasos hacia una anhelada pacificación de la convivencia, fruto del reconocimiento
árabe (algunos de ellos) al Estado hebreo. No así en el bando palestino, para el
que la promesa y los acuerdos de un Estado propio, con idénticos derechos, independencia
y soberanía que el hebreo, sólo son sueños incumplidos. En cualquier caso, eran
incipientes pasos para la paz en una región que la desconoce. Pero no ha sido
así. Al final, el año va a convertirse en el más mortífero desde 2005. Los
cohetes y las bombas ya se encargan de ello.
Porque, el día después del 50º aniversario del comienzo de
la última gran guerra árabe-israelí de 1973, conocida como la del Yom Kippur,
las milicias de Ezedim Al Qasam, brazo armado del movimiento islámico Hamás –considerado
terrorista por EE UU y Europa- han lanzado desde la Franja de Gaza, el pasado 7
de octubre, una de las más sanguinarias,
atrevidas e inesperadas ofensivas, denominada Operación Inundación de Al Agsa,
contra poblaciones limítrofes del sur de Israel. Previo lanzamiento de más de 7.000 cohetes
desde la Franja, unos 1.500 “soldados” de esta milicia, junto a otros de la
Yhihad Islámica, han atravesado la verja fronteriza o la han saltado con
parapentes motorizados para invadir y ocupar durante tres días algunas
localidades sureñas de Israel, causando una matanza inaudita que ha
llenado de estupor al mundo entero. Más de mil muertos, la mayoría de ellos
civiles israelíes, es el resultado inicial de esta masacre, de los que cerca de
300 corresponden a unos jóvenes que se divertían en un festival del kibutz Reim, asesinados fría y
arbitrariamente. A este balance hay que sumar más de un centenar de rehenes,
entre civiles y militares, que fueron capturados por las milicias de Hamás y
llevados a Gaza.
Se trata, como decimos, del enésimo capítulo, sumamente
sangriento, de un conflicto que ninguna de las partes parece estar dispuesta a
resolver y que perjudica, fundamental y desgraciadamente, a la causa palestina.
Entre otras razones, porque es una batalla más del prolongado enfrentamiento
que libran ambos contendientes, y que ni es nuevo ni se limita a ese enclave,
pero que escamotea con su salvajismo e irracionalidad las auténticas raíces del
problema: el expolio que sufre el pueblo palestino. Desde ese punto de vista, a
pesar de que no tiene justificación alguna, se podría interpretar el criminal
ataque a Israel como una reacción desesperada, precisamente en un momento en
que el conflicto parecía quedar relegado u olvidado de la atención mundial.

No hay que obviar que los palestinos están pagando, desde
1948, el sentimiento de culpabilidad del antisemitismo europeo y el Holocausto
nazi que determinó la fundación del Estado de Israel. Desde entonces se ven expulsados
de sus tierras y humillados y arrinconados en un territorio que no para de menguar.
Tras años de estéril lucha, al final los palestinos aceptaron la existencia del
Estado de Israel en las fronteras anteriores a 1967, establecidas por
resoluciones de la ONU, con la esperanza de poder construir su propio Estado
con el resto de lo que había sido suyo: Jerusalén oriental, Cisjordania y Gaza.
Esta era la famosa solución de los “dos estados”, alcanzada en los Acuerdos de
Oslo, en 1993, y con la que Yasir Arafat, líder de la OLP y presidente de la
Autoridad Nacional Palestina, e Isaac Rabin, primer ministro de Israel, estuvieron
de acuerdo y se estrecharon la mano.
Sin embargo, aquellos acuerdos se convirtieron en papel
mojado y sus pacifistas autores fueron laminados por la historia. La nueva
política que los sustituyó, con Ariel Sharon primero y Benjamin Netanyahu
después, se basó en sabotear aquellas negociaciones, incumplir los acuerdos, extender
la ocupación israelí en territorio palestino y enterrar el objetivo de los dos
estados. Para los nuevos dirigentes hebreos, Israel no debía renunciar a sus
conquistas militares ni a la expansión de sus fronteras, a costa de tierras
palestinas. De hecho, se ha anexionado Jerusalén Este (la ciudad santa prevista
como capital de los dos estados), declarándola única capital de Israel, y ha retenido los altos del Golán (conquistados
a Siria), aparte de trufar de colonias judías (ilegales) Cisjordania, en un
intento descarado por poblarlo de israelíes y expulsar a los árabes. En 2005 se
retiró de Gaza, aunque la mantiene férreamente enjaulada y en la que limita los
desplazamientos de los gazatíes (rigurosos controles de entrada y salida) ,
convirtiendo la Franja en prácticamente una cárcel donde la población vive confinada.
Allí ganó Hamás las elecciones en 2006 y ejerce el poder sin reconocer el
Gobierno de la Autoridad Nacional Palestina, en manos en manos de la OLP, en
Cisjordania. Hay que recordar también que Hamás no apareció hasta 1998, a raíz del estallido de una Intifada que denunciaba la brutal ocupación que soportaba
el pueblo palestino.
En ese contexto de un pueblo apaleado, expulsado de sus
tierras, saqueadas sus pertenencias, tiroteado si se acerca a las vallas o
muros, ajusticiado con sentencias extrajudiciales o arbitrarias y enclaustrado en guetos,
como sucede en Gaza, donde se apiñan más de dos millones de personas, la mitad
de ellos niños, privado de recursos y bombardeado cada vez que Israel se siente
atacado, es en el que hay que circunscribir el actual enfrentamiento de
innecesaria violencia y atrocidad.
Lo que queda es la venganza, que no la justicia. Ya asistimos
a la respuesta de Israel al ataque, cuando reclama su derecho a defenderse a
cualquier precio. Y veremos responder con brutalidad desproporcionada a esa
brutalidad asesina de los terroristas de Hamás, alimentando una espiral sin
límites. Gaza está siendo arrasada por las bombas de la aviación hebrea (Operación Espadas de Hierro) y, mientras se
escriben estas líneas, está a la espera de ser invadida, como se hizo en 2014, por
tierra con los tanques de la maquinaria militar israelí, lo que ha dejado ya un
balance provisional de 1.500 gazatíes muertos, entre ellos 500 niños, y cerca
de 7.000 heridos.

A la ilegalidad y la brutalidad de una parte se le responde
diabólicamente con la brutalidad y la ilegalidad de la otra parte. Sin embargo,
la legítima defensa no ampara una reacción brutal y despiadada, y menos contra
inocentes, puesto que hasta para la guerra –incluida la que se libra contra el
terrorismo- existen leyes que hay que respetar. El derecho internacional
humanitario prohíbe expresamente los atentados a la población civil, personas
civiles o bienes civiles, como establece el Protocolo primero. Además, está
prohibido atacar, destruir y sustraer o invalidar los bienes indispensables
para la supervivencia de la población civil (Protocolo 7). Y eso es, justamente,
lo que pretende hacer Israel con Gaza, a la que ya ha bloqueado la luz, el
agua, los combustibles y el abastecimiento, instando a sus habitantes a que
abandonen el norte del enclave, cuando la población no tiene dónde huir ni por
dónde escapar –todo está destruido o lleno de escombros- o refugiarse, puesto que hasta
las locales o escuelas de la ONU son bombardeados.
Israel le ha declarado la guerra y se dispone a aplastarla
con toda la fuerza de que es capaz, en una venganza sin precedentes, que en
realidad constituye un flagrante crimen de guerra. Esta desproporción en la
violencia, los destrozos y las víctimas es lo que evidencia la desigualdad de este
conflicto y la distinta responsabilidad que asume cada bando. Hamás acabará
pagando, bien merecido lo tiene, su criminal ataque, pero el pueblo palestino,
que maldita culpa tiene, terminará masacrado, expulsado de las pocas tierras
que conserva y continuará siendo exterminado de manera impune. Todas las violencias
son injustificables, pero sólo una de ellas cargará con las peores consecuencias.
De ahí que los palestinos soporten un doble castigo: el que ejerce Israel para
controlarlos y arrinconarlos y el que aplican las milicias que dicen combatir
en su nombre, mientras no dudan en reprimir cualquier oposición y conducirlos a las dianas de las balas, los misiles y los morteros.
Sólo un exjefe del espionaje israelí, el almirante Ami
Ayalon, ha sabido entender el conflicto: “tendremos seguridad cuando ellos
tengan esperanza”. Todo lo contrario de
lo que piensa Netanhayu, que lamentablemente no es ningún estadista que busque
la paz y la convivencia entre israelíes y palestinos, sino un populista
ultraconservador que se aprovecha de cualquier circunstancia, como este ataque
que le viene al pelo, para afianzarse en el poder y esquivar la acción de la
justicia por sus corruptelas. Triste sino el de ser israelí en medio de este conflicto, pero mucho peor si se es palestino, que nace predestinado a ser carne de cañón.