jueves, 7 de marzo de 2024

¿Aprendimos algo del 11-M?

Se han cumplido exactamente dos décadas del mayor atentado terrorista cometido en España y en Europa por fanáticos islamistas abanderados por Al Qaeda. Aquel 11 de marzo de hace 20 años las bombas segaron las vidas de 193 personas y causaron heridas de diversa consideración a otras 1.900 que aun recuerdan con dolor y cierta sensación de abandono tan espeluznante experiencia. También es la fecha en que un Gobierno temeroso de perder el poder fabricó deliberadamente la mayor mentira jamás construida para ocultar la autoría yihadista del atentado y culpar sin pruebas a ETA, al menos hasta la celebración de unas elecciones generales, previstas para cuatro días después de la masacre que dejara en estado de shock a la sociedad española. Transcurridos estos años, parece que esa tentación de valerse de la falsedad y la manipulación con fines políticos sigue siendo una socorrida herramienta habitual que no causa reservas éticas o morales a los protagonistas actuales de la confrontación partidista. ¿Se ha aprendido algo de aquellos hechos del 11-M para que la política reniegue de recurrir a la desinformación como método para elaborar “hechos alternativos” que favorezcan sus intereses? Cualquier lector medianamente informado está en condiciones de responder tan retórica pregunta.

Pero yo añadiría que, en tanto en cuanto los responsables de aquellas mentiras jamás se han arrepentido de su conducta y nunca han pedido perdón por ello, nada ha cambiado en el comportamiento de los políticos en la actualidad. Antes al contrario, la mentira, el engaño y la manipulación se han convertido en usos convencionales del debate político, hasta el extremo de minusvalorar conscientemente el daño que ello ocasiona a la legitimidad de los procedimientos democráticos de nuestro sistema político y a la credibilidad y confianza en las instituciones. Todo aquel engranaje para inventar conspiraciones continúa aplicándose con la finalidad de derrotar al adversario político, pero ahora con más fuerza, con mejores y más potentes instrumentos para difundir bulos y más eficiencia a la hora de confundir y engañar a amplios sectores de la población con patrañas, medias verdades y mentiras.

Nada, por tanto, se ha aprendido de aquellos brutales atentados, cuando 11 artefactos hicieron explosión en cuatro trenes de Cercanías en las estaciones de Atocha, el Pozo y Santa Eugenia de Madrid, a primeras horas de la mañana del jueves 11 de marzo de 2004. Es más, quienes por pudor corporativo entonces se mantuvieron al margen de la diatriba política y mediática, ahora participan sin complejos y sin quitarse la toga en campañas políticas que legalmente no les está permitido, dada la separación de poderes en que se basa toda democracia. Tanto es así que algunos jueces y magistrados no tienen empacho, a día de hoy, en adoptar decisiones judiciales e instruir causas que parecen destinadas a contrarrestar iniciativas del poder legislativo o del ejecutivo. De ahí que, si la primera lección del 11-M fue la necesidad de un poder político que no mienta a los ciudadanos, la prevalencia de la mentira como arma rutinaria hoy día en la confrontación política demuestra el nulo aprendizaje que se ha conseguido, a pesar  de haber sido testigos del peligroso daño que produce una mentira de Estado para la convivencia de cualquier comunidad. Desgraciadamente, nada se ha aprendido del 11-M.     

Y es que la política, ejercida desde el poder o la oposición, continúa intentando dirigir la respuesta de la sociedad y la formación de la opinión pública para determinar su sentido y controlar sus efectos y consecuencias. Y ello, a pesar de que la reacción ciudadana al 11-M demostró, con el resultado de las elecciones del 14-M, que cuando el cuerpo social toma consciencia de la manipulación de la que es objeto, no se deja engañar fácilmente y exige que se le cuente la verdad. La gente tolera hasta cierto punto las artimañas políticas, pero no consiente la burda mentira, la tergiversación grosera y la manipulación constante como forma de ejercer la política o como método de derrotar al adversario para acceder al poder o mantenerse en él. Reclama honestidad, transparencia y dignidad. Y una información veraz y hasta donde sea posible exhaustiva, dado que el fortalecimiento de la democracia descansa en el apoyo social a la misma, en la confianza que despierta en la población y en el conocimiento real, sin ocultamientos ni mentiras, de las amenazas a las que se enfrenta, como el terrorismo. Porque es, desde la lealtad con los ciudadanos y sobre una fundada opinión pública, como puede hacerse frente a todo intento de manipulación o destrucción que provenga de cualquier ámbito de poder, ya sea político, económico, militar o religioso.

Por eso fracasaron las mentiras elaboradas por el Gobierno sobre la autoría del 11-M. Porque solo por desconocimiento se podía sostener que el atentado era obra de la banda terrorista de ETA. Ni la policía que lo investigó, ni los jueces que juzgaron a los culpables ni la población que asistió conmocionada al espanto se tragaron aquella trola, mantenida obsesivamente solo por evitar que la gente relacionada el atentado con el terrorismo yihadista y la implicación de España en la ilegal guerra de Irak. Por eso Aznar, presidente del Gobierno, prohibió la emisión de una entrevista en exclusiva al presidente norteamericano George W. Bush, con quien aparecía en la famosa foto de las Azores junto a Blair y Barroso, del corresponsal de Televisión Española en Estados Unidos, Lorenzo Milá. Y por eso también evitó a toda costa mostrar unidad de acción con el resto de partidos en apoyo del Gobierno, como pidió el PSOE de José Luis Rodríguez Zapatero. Todos tenían dudas de la versión de Aznar. Máxime cuando ya en octubre de 2003 Osama bin Laden había señalado a España como país al que castigar por ser “uno de los pilares de los Cruzados y sus aliados” en esa guerra de Irak. Eran evidentes, a las pocas horas de producirse los atentados, los indicios que apuntaban al yihadismo islámico.

Pero parece que todavía no lo hemos comprendido, aunque hayan pasado veinte años. No hemos comprendido que con mentiras no se gana la confianza de la población ni se consigue su apoyo en los momentos difíciles. Que no hay que negar los hechos, sino informar rápidamente  desde el primer momento. Y que, también, hay que reconocer los errores. No se puede, como hizo el entonces ministro de Interior, Ángel Acebes, dar seis ruedas de prensa para ofrecer solo valoraciones y suposiciones políticas, intentando escamotear la cruda realidad, que el atentado era obra de terroristas islamistas. Y lo que es más indigno: se mintió a sabiendas de que se falseaban los hechos a conveniencia del partido en el poder. Por eso, hoy, con ocasión del XX Aniversario del 11-M, ni siquiera se van a celebran actos oficiales para honrar a las víctimas y no olvidar un hecho tan deleznable. No parecen dignas de reconocimiento para unas autoridades incapaces de aprender ninguna lección.

De ahí que no se haya aprendido a no utilizar el dolor de las víctimas, como se hizo electoralmente con las del 11-M, sino confortarlas y acompañarlas en su inmerecido e injusto sufrimiento. No se ha aprendido que faltar a la verdad provoca traumas que, ni en el transcurrir del tiempo, dejan de ensanchar la brecha social que aun caracteriza a la sociedad española en forma de crispación, intolerancia y división. Se continúa ignorando la lección y alimentando con mentiras tal despropósito, sin querer darnos cuenta de que la agitación y los enfrentamientos que en la actualidad padecemos son consecuencia del indigno comportamiento mostrado ante aquellos –y otros- hechos. De la impunidad con que se fabricó una mentira sobre el peor atentado sufrido en nuestro país. Y los responsables, tan tranquilos, sin rendir cuentas. Nada, pues, hemos aprendido. Y así nos va.

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