sábado, 2 de marzo de 2024

La corrupción que no cesa

En España tenemos un serio problema con la corrupción. Así, en general. Pero, en particular, con la que germina en el ámbito de la política. No conozco ningún partido gobernante, desde que tengo uso de razón, que haya estado exento de corrupción por culpa de algún listillo de forma individual o como mecanismo estructural y fraudulento de financiación o de  remuneración adicional a la dirigencia. Insisto: salvo la UCD -que yo sepa, porque no lo he investigado- todos los partidos que han gobernado en este país desde la restauración democrática han protagonizado escándalos de corrupción. Eso incluye a formaciones nacionales y a las de ámbito autonómico  y municipal.

Es en esos ámbitos donde mejor puede enraizarse la corrupción entendida  como el “abuso del poder público para beneficio privado”, como la define el Banco Mundial. Y es allí donde se manifiesta en forma de malversación de fondos, uso del cargo público para el enriquecimiento personal, adjudicaciones fraudulentas a cambio de sobornos, nepotismo y mil maneras más.

En todos los partidos que han gobernado en todas las Administraciones del Estado ha aflorado la semilla de la corrupción. Unos de manera recurrente y otros de forma esporádica. Los hay que la cultivan de forma intencionada y los que son víctimas de la falta de control y transparencia o del exceso de confianza en personas de todo pelaje. Por lo que sea, ninguno se ha librado de unas prácticas que todos, paradójicamente, siempre denuncian y rechazan con rotunda pero ineficaz contundencia, sin que nunca se haya puesto freno al problema.

Y es que, al parecer, la corrupción es una tara que arrastra un buen número de españoles y con la que contaminan las organizaciones a las que pertenecen. Por eso se trata de un asunto grave. El segundo, después del paro, entre los problemas que más inquietan a los ciudadanos, según las encuestas. Es tan frecuente que parece consustancial con nuestra naturaleza o manera de ser. Y no es de extrañar porque, en cuanto podemos, tendemos a pasarnos de listos, como si los demás no cayeran en ella por tontos. No en balde, España es el país de la picaresca. Y por algo será, no sólo por el ingenio literario. Quizás por eso percibimos la corrupción como una forma moderna del pícaro que tanto contribuyó al prestigio de nuestra novela del Siglo de Oro.

Repasar la lista de casos de corrupción en nuestro país es desmoralizador. Además, ocuparía mucho espacio para un simple artículo periodístico. Es preferible recordar solo sus últimos episodios como muestra de la tesis que defiende este comentario. Y es para echarse a llorar. Porque, ni en las peores circunstancias vividas para la totalidad de la población en las últimas décadas, como fue la pandemia, la corrupción no ha dejado de aparecer entre las acciones adoptadas para combatirla. Acciones urgentes, de primera necesidad, para limitar la mortalidad de una pandemia atroz. Adquirir mascarillas en aquellos momentos angustiosos supuso para algunos desaprensivos una posibilidad de oro para enriquecerse con comisiones, por la intermediación, exorbitadas. Y de manera fácil, sin requerir grandes esfuerzos. Solo era necesario poseer pocos escrúpulos y ninguna decencia.  Y conocer a alguien.

Es lo que sucedió en el ayuntamiento de Madrid por parte de un hermano de la presidenta de la Comunidad. Y lo que ahora aflora en el Gobierno por parte de un asesor de un exministro de Transportes. Ambos casos se aprovechan de la urgencia por comprar mascarillas para vendérselas a la Administración a precios abusivos, gracias a la rebaja de controles en los procedimientos administrativos durante el Estado de Alarma. Que se muriera muchísima gente por Covid era lo de menos. Lo de más era que representaba una oportunidad providencial para un negocio redondo. Como dirían los implicados, parafraseando a Clinton: se trata del libre comercio, estúpidos.

Actualizando los mecanismos de la picaresca, la corrupción actúa como forma tradicional de agilizar trámites para solventar cualquier contratiempo a la hora de adquirir un bien o satisfacer una necesidad, máxime si es perentoria. Pero no en beneficio del interés general, sino el particular del corrupto. Como en esos casos a los que nos referimos.

El tal Koldo, émulo del Lazarillo de Tormes, es ejemplo de ello y representa un fenómeno que no cesa en nuestro país. Algo que practican quienes están dispuestos a aprovechar las oportunidades de enriquecimiento ilegítimo que se presenten en sus vidas. Justamente, lo que suele hacer el listillo a la menor ocasión. Es la conducta que explica que, cuando podemos, no respetemos una cola ni para coger el autobús, que eludamos  algún dato a Hacienda que pueda aminorar nuestros pagos de impuestos, que recurramos a amigos, familiares o conocidos para conseguir cualquier cosa, que busquemos “enchufes” a la hora de buscar empleos o para colocar a familiares en puestos sin respetar la igualdad de oportunidades, que prefiramos las facturas sin IVA o hasta que intentemos copiar en los exámenes. Es algo tan extendido que ni el rey emérito ha podido evitar la tentación. Porque somos así, proclives a los chanchullos. Es más, hasta nos parece lo más natural del mundo. Incluso nos vanagloriamos de ella como si fuera una demostración de inteligencia para afrontar los obstáculos que hallamos al vivir en una sociedad tan competitiva, compleja y exigente.

Si así nos conducimos para el trapicheo, no es de extrañar que, cuando accedemos a puestos en los que se administran caudales públicos, sea altamente probable que la corrupción salga a relucir con cualquiera de sus caras en esos manejos turbios que, si surgen a la luz, alimentan grandes titulares y enormes pero inútiles alarmas. Hoy nos quedamos boquiabiertos con lo que empieza a conocerse del caso Koldo y su padrino Ábalo. Ayer, con lo del hermano de la presidenta Ayuso. Y, más atrás, con lo que depararon Rato, la Gürtel, los Eres, Undargarín, Púnica, Roldán, Banca Catalana, etc. Tantos que, según un estudio publicado por el institut de Recerca en Economía Aplicada Regional i Pública de la Universidad de Barcelona, recogido por Infobae, sobre la corrupción que ha sufrido España entre los años 2000 y 2020, se produjo un caso cada dos días. Y es el Partido Popular el que más causas de corrupción acumula (40,5%) en esas dos décadas, seguido por el PSOE, implicado en el 38,3% de los casos. El motivo: ambos son los que más tiempo y más administraciones han gobernado.

Es evidente, por tanto, que albergamos un serio problema con la corrupción en España, aunque afortunadamente no sea de manera generalizada, como pudiera parecer. De hecho, la corrupción entre los funcionarios es la más baja de Europa. Pero existe corrupción, sobre todo cuando surgen períodos explosivos, de boom en las demandas, ya sea en el mercado inmobiliario o el sanitario, como sucedió con las mascarillas. Y, ante la posibilidad de negocio, aparece la picaresca. Buena parte de ella obedece a esa conducta que pretende burlar la igualdad de condiciones que se atiene al mérito y al imperio de la ley. Y que contribuye a que se perciba la democracia como sistema imperfecto o poco eficaz a la hora de regular nuestras complicadas relaciones de convivencia de forma que satisfaga a todos. Y al no sentirnos satisfechos, buscamos atajos que se benefician de los defectos institucionales importantes y las áreas de riesgo poco controladas, permitiendo la arbitrariedad y los abusos.

Todo ello nos ofrece una imagen social que resalta la falta de desarrollo que padecemos en nuestra formación cívica y en el respeto por el funcionamiento de nuestras instituciones. Y algo peor: evidencia la desconfianza que mostramos por nuestro sistema político y legal, lo que alimenta la incredulidad hacia la democracia. Es, sin duda, la consecuencia más peligrosa de la corrupción: debilita una democracia que tanto esfuerzo ha costado y socaba la legitimidad de las instituciones que la sostienen.

No hay que ser, por tanto, indulgentes con la corrupción, sea poca o mucha. Aunque la percepción que tengamos de ella sea cada vez mayor por tomar conciencia de su extensión y magnitud, no podemos dejar de denunciarla ni confundirla con aquellas prácticas tradicionales de los tiempos de la picaresca. Porque la corrupción es, simplemente, un delito que perjudica a todos. Y, como tal, merece el castigo penal, se dé donde se dé y caiga quien caiga. Tiene que cesar de una vez por todas.

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