Así lo demuestra monseñor Sebastián Taltavull, como se llama
el fariseo, obispo de Mallorca, cuando acudió a inmunizarse con la primera
dosis de la vacuna de Pfizer, a principios de enero, en una residencia de
sacerdotes jubilados, a pesar de no ser residente ni jubilado ni trabajador de
la misma. No cumplía ninguno de los requisitos ni pertenecía a los colectivos que
debían ser los primeros en vacunarse: ancianos en asilos y personal sanitario.
Como buen “listillo”, no quiso esperar su turno.
El obispo se comportó de la misma manera de la que han dado muestras
otros señalados “próceres” -civiles y religiosos- de nuestra sociedad, y que
forma parte de la idiosincrasia que caracteriza a buena parte de los españoles
en cuanto se presenta la oportunidad: disfrutar de privilegios. Así, quien más o
quien menos ha recurrido a “enchufes” y contactos que le permitan librarse de normas
y procedimientos que igualan sus derechos y méritos a los del común de la
ciudadanía. Una conducta que siempre procura ventajas sin merecerlo para no
esperar una cola, acceder a un puesto, recibir alguna prestación, conseguir un
contrato, obtener una distinción o diploma y hasta recibir antes que nadie el
pinchazo de una vacuna.
Está tan extendida esa actitud picaresca en nuestro país que
aparece, no sólo en el comportamiento de clérigos y feligreses, sino también
entre políticos, militares, sanitarios y en cuantos se creen superiores o más indispensables
que los demás. Alcaldes, consejeros de Salud, jefes del Estado Mayor, funcionarios,
familiares de empleados de residencias o de personal sanitario y, también
ahora, obispos cuyo reino no es de este mundo, pero se aferran a él. Pícaros
todos ellos que no toleran ser tratados como cualquier ciudadano, con sus
mismos derechos y obligaciones, y que reclaman prebendas y privilegios, incluso
para acceder a una vacuna que se dispensa en función de la vulnerabilidad de
los colectivos sociales y la capacidad de distribución y aplicación.
El personal eclesiástico, que responde sólo ante Dios, no es
equiparable al personal no religioso, público y civil (militares incluidos), de
cuyos cargos o puestos pueden ser desalojados por voluntad propia (dimisión) o de
sus superiores (ceses), ya que están sujetos a responsabilidad civil (irregularidades)
o penal (delitos). Los puestos y atribuciones de los religiosos están garantizados
“eternamente” (en esta vida y, según ellos, compensados en la otra), siempre y
cuando los “pecados” en los que caigan (naturalmente, contra su voluntad) puedan
ser perdonados o corregidos por la jerarquía de la Santa Madre Iglesia.
Es decir, el ministro eclesiástico no dimitirá de su cargo,
ni la iglesia lo relevará o destituirá, por ser sorprendido en un
comportamiento inmoral, impropio de quien ejerce de tutor moral de la sociedad.
Ha bastado una simple vacuna para que el obispo de Mallorca haga valer el peso
de su púrpura autoridad para reclamar un trato privilegiado. Pero a diferencia
de todos los demás “listillos” que no visten hábitos, que también expresan excusas
banales para disculpar un uso patrimonialista del cargo o posición, el señor
obispo mantiene no sólo su puesto, sino también la pretensión de consejero moral de la
ciudadanía, a la que quería dar ejemplo, aunque a escondidillas. Y el ejemplo
que ofreció es el poco edificante de cómo correr para salvarse el primero. Como
el capitán del Costa Concordia.
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