martes, 26 de enero de 2021

El obispo y la vacuna

Ya no es la imagen de aquellos sacerdotes portando mascarillas, mostrando ser más crédulos de la ciencia que de su fe, sino la de un señor obispo, purpurado de la Iglesia Católica, quien ofrece la última evidencia de la esencia humana, demasiado humana, del constructo creacionista que pretende ser fruto de la voluntad divina. Es lo que ha hecho aflorar la pandemia del Covid19: que de tanto sumergirnos en nosotros mismos, por no tener qué hacer ni dónde ir, hemos desalojado -cumpliendo el Principio de Arquímedes- la auténtica sustancia de lo que somos: hipócritas, egoístas, melindrosos y mentirosos, más falsos que Judas.

Así lo demuestra monseñor Sebastián Taltavull, como se llama el fariseo, obispo de Mallorca, cuando acudió a inmunizarse con la primera dosis de la vacuna de Pfizer, a principios de enero, en una residencia de sacerdotes jubilados, a pesar de no ser residente ni jubilado ni trabajador de la misma. No cumplía ninguno de los requisitos ni pertenecía a los colectivos que debían ser los primeros en vacunarse: ancianos en asilos y personal sanitario. Como buen “listillo”, no quiso esperar su turno.

El obispo se comportó de la misma manera de la que han dado muestras otros señalados “próceres” -civiles y religiosos- de nuestra sociedad, y que forma parte de la idiosincrasia que caracteriza a buena parte de los españoles en cuanto se presenta la oportunidad: disfrutar de privilegios. Así, quien más o quien menos ha recurrido a “enchufes” y contactos que le permitan librarse de normas y procedimientos que igualan sus derechos y méritos a los del común de la ciudadanía. Una conducta que siempre procura ventajas sin merecerlo para no esperar una cola, acceder a un puesto, recibir alguna prestación, conseguir un contrato, obtener una distinción o diploma y hasta recibir antes que nadie el pinchazo de una vacuna.

El prelado católico, a pesar de pretender ser un referente moral para la sociedad a la que aspira pastorear, se engaña a sí mismo con sus objeciones y excusas, al decir que actuó para “dar ejemplo” y que respondió “de buena fe” a la recomendación del papa Francisco que “instó a todos a vacunarnos”. Que se sepa, el papa no es la autoridad sanitaria que establece los protocolos de vacunación en España -un Estado aconfesional-, ni monseñor cumplió con recomendación alguna más que la que le dictó su propia posición privilegiada, que le permitió “colarse” para ser vacunado en ámbitos subordinados a su jerarquía religiosa.

Está tan extendida esa actitud picaresca en nuestro país que aparece, no sólo en el comportamiento de clérigos y feligreses, sino también entre políticos, militares, sanitarios y en cuantos se creen superiores o más indispensables que los demás. Alcaldes, consejeros de Salud, jefes del Estado Mayor, funcionarios, familiares de empleados de residencias o de personal sanitario y, también ahora, obispos cuyo reino no es de este mundo, pero se aferran a él. Pícaros todos ellos que no toleran ser tratados como cualquier ciudadano, con sus mismos derechos y obligaciones, y que reclaman prebendas y privilegios, incluso para acceder a una vacuna que se dispensa en función de la vulnerabilidad de los colectivos sociales y la capacidad de distribución y aplicación.

El personal eclesiástico, que responde sólo ante Dios, no es equiparable al personal no religioso, público y civil (militares incluidos), de cuyos cargos o puestos pueden ser desalojados por voluntad propia (dimisión) o de sus superiores (ceses), ya que están sujetos a responsabilidad civil (irregularidades) o penal (delitos). Los puestos y atribuciones de los religiosos están garantizados “eternamente” (en esta vida y, según ellos, compensados en la otra), siempre y cuando los “pecados” en los que caigan (naturalmente, contra su voluntad) puedan ser perdonados o corregidos por la jerarquía de la Santa Madre Iglesia.

Es decir, el ministro eclesiástico no dimitirá de su cargo, ni la iglesia lo relevará o destituirá, por ser sorprendido en un comportamiento inmoral, impropio de quien ejerce de tutor moral de la sociedad. Ha bastado una simple vacuna para que el obispo de Mallorca haga valer el peso de su púrpura autoridad para reclamar un trato privilegiado. Pero a diferencia de todos los demás “listillos” que no visten hábitos, que también expresan excusas banales para disculpar un uso patrimonialista del cargo o posición, el señor obispo mantiene no sólo su puesto, sino también  la pretensión de consejero moral de la ciudadanía, a la que quería dar ejemplo, aunque a escondidillas. Y el ejemplo que ofreció es el poco edificante de cómo correr para salvarse el primero. Como el capitán del Costa Concordia.          

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