martes, 12 de enero de 2021

La luz y el mercado

Justamente cuando un temporal de frío y nieve deja España sepultada bajo un manto blanco que cubre medio país, el precio de la luz alcanza máximos históricos en décadas, apreciándose en más de un 120 por ciento. Ello podría tener explicaciones técnicas que remiten invariablemente a la lógica del mercado y otros factores de poco claro entendimiento para quien escudriña la factura antes de abonarla religiosamente. Ninguno de tales argumentos justifica, aunque lo expliquen, tan elevado importe de la factura en momentos cruciales que hacen aumentar el consumo eléctrico. No hay razones de decencia y equidad social en el descomunal aumento del precio de la luz, llevado a cabo precisamente en lo más duro del invierno, siendo, como es, un bien o servicio esencial que goza de subvenciones o compensaciones públicas y que hasta cierto punto está regulado.

Se podrá argüir que el fuerte aumento de la demanda, unido al incremento del precio del gas que se importa para su producción y una menor generación de energía procedente de fuentes renovables (solar y eólica) explican la imparable subida del precio de la luz. Una explicación que se apoya en complicadas reglas que fijan el coste del megavatio hora, sin atender a ninguna otra razón más que al beneficio económico y no a la necesidad de los consumidores.

Las compañías eléctricas, que se reparten geográficamente el suministro energético casi de forma monopolística, aplican unas fórmulas complejas para determinar mediante subasta el precio final de la energía que ha de pagar el consumidor doméstico. Evidentemente, tal procedimiento de cálculo del coste favorece a las empresas generadoras de electricidad, no al cliente que queda a merced de factores que le son ajenos, extraños, confusos y adversos. Pero que, en ningún caso, sirven para justificar un incremento desorbitado de la energía eléctrica precisamente cuando su consumo se incrementa por causas climatológicas. Tal proceder se asemeja a la misma trampa que encarece la gasolina cuando más alta es su demanda durante los desplazamientos vacacionales. En ambos casos, se aprovecha la mayor demanda para encarecer abusivamente un producto en perjuicio de los usuarios, lo que proporciona pingües beneficios a las empresas.

La “explicación” del mercado, dios supremo de la economía capitalista, posibilita las subidas de precio de bienes y servicios cuando la demanda aumenta, pero, curiosamente, no contempla, en sentido inverso, la exención de ningún coste cuando los mismos no se utilizan. En el caso de la energía eléctrica, aunque no encienda ni una bombilla en una casa vacía, la factura le seguirá llegando porque no dejará de cuantificar cualquier otro factor (potencia contratada, distribución, “alquiler” de contadores, prorrata de nucleares, etc.) que “justifique” su cobro. La prioridad, por tanto, es la obtención de ganancias económicas y no la prestación de ningún servicio, por esencial que sea. Mientras más “venden”, más rentabilidad y más margen comercial obtienen las compañías eléctricas con esas extrañas fórmulas con las que establecen un precio de coste que de forma unilateral y abusiva imponen a los clientes.

No se contentan con vender más, como cualquier negocio, sino que lo hacen cada vez más caro cuanto más venden. Extraña “lógica” mercantil que sólo se aplica en aquellos sectores dominados por prácticas monopolistas. Y esta es la razón, no el mercado, que “explica” los inexplicables incrementos de precio de determinados productos cuando su demanda es necesaria. No atienden a la necesidad, sino a la rentabilidad empresarial, aunque sean considerados servicios o bienes esenciales, básicos para el funcionamiento de la sociedad, y por ello sometidos a la intervención del Estado para regular, a cambio de otras contrapartidas, su oferta, distribución y coste.  

Tal es la posición de dominio de estas compañías que, si no se aceptan sus normas, le cortarán sin remordimientos la luz, aunque esté muriéndose materialmente de frío. Es lo que ha pasado en el asentamiento marginal de Cañada Real, de Madrid, donde han interrumpido el suministro eléctrico en viviendas que no podían hacer frente a la factura. Y han cortado la luz cuando la nieve cubría calles, campos y tejados de medio país, convirtiendo España en un congelador imposible de soportar sin medios de calefacción. Pero esta circunstancia excepcional de la climatología, con temperaturas desplomadas a mínimos históricos, no ha importado a las compañías eléctricas, muy hábiles en explicar su comportamiento mercantil con fórmulas y recetas de imbricada complejidad a la hora de determinar, de manera unilateral, el coste de sus servicios. Muy celosas, en fin, de proteger y garantizar sus lucrativos rendimientos económicos.

A nadie convencen, pero todos están obligados a someterse a sus dictados. El Gobierno anuncia estudiar medidas, pero es parte de los beneficiados con ese proceder tarifario. La mitad de la factura son impuestos que recauda el Estado, al que no le interesa perder ingresos. Sin embargo, aparenta estar preocupado por las repercusiones sociales que conlleva la aplicación estricta de la lógica mercantil. Y promete reformas y buenos propósitos que se quedan siempre en meras intenciones que sólo sirven para elaborar titulares de prensa. Mientras tanto, decenas de familias de Cañada Real y otros sitios llevan semanas soportando el rigor del invierno con mantas y fogatas, como ciudadanos de tercera categoría de un país que margina a su población en función de su capacidad económica. Y eso que la Constitución, de la que emana toda la legalidad vigente, lo define como un Estado Social… etc. Estos derechos constitucionales no son de aplicación cuando las leyes del mercado son predominantes. Por eso las compañías de electricidad hacen lo que les da la gana. Es lo que hay.    

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