lunes, 18 de enero de 2021

Vivencias de un (casi) enclaustrado (21)

Retomo estas vivencias después de haber abandonado un enclaustramiento duro y puro hace ocho meses. En marzo pasado, las autoridades españolas impusieron unas rigurosas medidas de confinamiento domiciliario para frenar los contagios que, de manera exponencial, estaba provocando la pandemia de la Covid19. Entonces, muchos de los contagiados ingresaban en los hospitales con cuadros de neumonía y otras afecciones, de los que un número significativo debía pasar a las uci por la severa gravedad de su estado. La red hospitalaria estuvo abocada al colapso.

Casi un año después, más de un millón de españoles ha sufrido o contagiado la enfermedad y alrededor de 80.000, no existen datos precisos, han muerto por su causa. Parecía, cuando iniciamos la desescalada de aquel rígido enclaustramiento que mantuvimos durante más de tres meses, que habíamos doblegado la capacidad de transmisión de la enfermedad y que con medidas de higiene y distanciamiento interpersonal podíamos ir asumiendo una “nueva” normalidad que posibilitaría una vida más llevadera, con apertura de comercios y el retorno paulatino de la actividad laboral. Fue una ilusión.

En verano se relajaron las medidas para, entre otros motivos, “salvar” la temporada al sector turístico, la gran industria de este país. De hecho, algunos -yo entre ellos- aprovechamos la oportunidad para irnos de vacaciones, puesto que imaginábamos que sería igual pasear con mascarillas en nuestra ciudad que en la playa. Pero fue un verano extraño, en que el recelo a las relaciones y la asfixia por la mascarilla y el calor hicieron de aquellos días algo parecido a una película de constante tensión. A finales de septiembre, una segunda ola de contagios brotó para recordarnos que la enfermedad campaba por sus respetos en nuestro país y que nada la detenía, menos aún si continuábamos con el relajamiento de las prevenciones sanitarias. Así, nuevas restricciones volvieron a limitar las reuniones, las aglomeraciones y nuestra inevitable tendencia a la concurrencia social, tanto en la calle como en nuestras casas. Las nuevas medidas no fueron tan estrictas como las de marzo, pero ayudaron a rebajar la tendencia al alza de la curva de contagios, sin llegar a aplanarla.

Mientras tanto, mutaciones del virus lo convirtieron aún más contagioso, aunque no más letal. Y una tercera ola, tras volver a relajarnos en navidades, se ha precipitado sobre nuestro país y en los de nuestro entorno, todos enfrascados en una lucha desesperada contra la pandemia. Esta tercera ola ha coincidido con la masiva campaña de inmunización que se desarrolla con una vacuna que se ha elaborado en tiempo récord para proteger a la ciudadanía. Sin tiempo suficiente para vacunar a toda la población, nuevas restricciones han venido a endurecer la movilidad social y la actividad económica. Se acompañan del confinamiento perimetral -por municipios, provincias o autonomías, según la incidencia epidemiológica de cada lugar-, el cierre de comercios no esenciales y el toque de queda nocturno desde horas más o menos tempranas. Algunos responsables políticos, olvidando su defensa a ultranza de la economía, solicitan del Gobierno que decrete el confinamiento domiciliario, como el de marzo. Ya no saben cómo dosificar el “grifo” de las restricciones.

Es por ello que vuelvo a sentir que vivo otro enclaustramiento, no tan extremo como aquel, pero sí tan desesperante. Porque desespera y agobia que, después de tanto tiempo y tantas medidas, sigamos prácticamente en la misma situación que al principio, a pesar de que ya existe una vacuna que aporta alguna esperanza de vencer esta epidemia. Vuelvo, pues, a mis vivencias de un (casi) enclaustrado.   

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