La época de la censura ya ha sido olvidada por lo remota e
improbable que nos parece. Sin embargo, durante la dictadura -no hace tanto,
históricamente hablando- estuvo en pleno vigor por la necesaria
autorización gubernativa (previa o posterior), que la hacía visible con demasiada
frecuencia mediante la retirada en los quioscos de cualquier publicación que no
contara con el correspondiente consentimiento administrativo o la mutilación
de páginas o artículos que eran censurados en aquellas otras a las que se les
permitía una difusión amputada. Más que Ministerio de Información, lo que
existía entonces era, en la realidad, una Oficina de Control y Censura, cuyas
tijeras -Camilo José Cela fue un censor en esos tiempos oscuros- se cebaban, con especial ahínco, con los semanarios de información general, como
Triunfo,
Cuadernos
para el Diálogo o
Cambio16, por citar algunos ejemplos. Pero de tan férreo
celo no se libraban siquiera las revistas humorísticas, como fueron el caso de
Por
favor o
Hermano Lobo, entre otras
. Afortunadamente, eran otros
tiempos, felizmente superados, que hoy nos parecen inconcebibles.
No obstante, no resulta tan claro que la censura haya
desaparecido definitivamente. Es verdad que no se ejerce de manera tan
descarada y burda, pero sí de un modo sutil, casi imperceptible. Y es que, hoy en
día, existen otras formas de controlar la información que consumen los
ciudadanos sin que formalmente se les impida o niegue el acceso a su derecho a
la información. Más que limitársela u ocultársela, ahora se les satura de un
exceso apabullante de información que mezcla noticias, opinión, especulación, datos
parciales, bulos y mentiras en un tótum revolútum del que es imposible obtener
un juicio de valor objetivo. Se consigue, así, que el destinatario poco
habituado a distinguir el grano entre tanta paja sea incapaz de formarse una
opinión fundada y válida, independiente de la que le dicta cada medio de
comunicación, según su línea editorial, o la que pretenden los poderes dominantes
con su capacidad propagandística. Tal saturación informativa constituye, en la
práctica, una nueva forma de censura, difícilmente detectable por los
ciudadanos, máxime si el flujo de información a que están sometidos no sólo es
ingente, sino además contradictorio, la mayoría de las veces sin verificar ni
contrastar, fragmentario y, para colmo, superficial o elaborado desde una
ignorancia que se limita cortar y pegar a un ritmo que posibilite ofrecer novedades
y exclusivas cada día. De ahí la dificultad de que la avalancha informativa de semejante
magnitud pueda ser asimilada por alguien que, siendo por lo general profano en la
materia sobre la que desea informarse, acaba convirtiéndose en víctima de una manipulación
que, incluso, no pretende ser intencionada, lo cual es peor porque no se reconoce.

Se trata de un problema o peligro que se acrecienta con los nuevos
canales de comunicación social que multiplican la propagación de una información no
contrastada, inexacta, raramente independiente, sospechosamente vertida por
intereses políticos, ideológicos o comerciales, y en no pocas ocasiones
simplemente falsa, como las famosas
fakenews. Desgraciadamente, es el tipo de información que abunda en las redes sociales o el mundo digital, donde la facilidad de
acceso, la gratuidad, la simplicidad y el anonimato u ocultamiento de identidad
facilitan un consumo generalizado de información poco fiable y confusa, cuando
no tendenciosa o falaz. Esa maraña de contenidos cuestionables, sin ninguna
fiabilidad, basados en su mayor parte en rumores y especulaciones más que en información
verificada y de fuentes fidedignas, constituye la vía informativa por
excelencia de la mayor parte de la población, la más influenciable y, por ende, manipulable.
Tal ha sido, precisamente, el inquietante panorama que ha puesto
de relieve el tratamiento informativo de la actual pandemia que a todos nos ha
tenido en vilo, cuando no atemorizados, impulsándonos a recabar cuánta mayor
información sea posible. El incremento de horas de televisión, compra de
periódicos o conexiones a internet evidencian ese súbito apetito de información
al que no todos los medios han respondido con el rigor y la profesionalidad que
se les supone. La mayoría de ellos han pecado de practicar desinformación con
la pandemia, lo que se conoce como infodemia, por su tendencia empresarial
a satisfacer las demandas de sus “clientes” si resulta rentable para la cuenta
de resultados. Ofrecen lo que se vende, no siempre lo que interesa o es verdadero.
Muchos de tales medios no han sido exigentes a la hora de recoger
referencias, sin ninguna verificación, sobre, por ejemplo, la hidroxicloroquina u otros fármacos
que se consideraron eficaces para el tratamiento contra la Covid-19. O han reiterado hasta la saciedad los riesgos exagerados de contagio a través de las superficies. Incluso, ahora, favorecen la alarma y las sospechas a causa de algunas vacunas, sin contextualizar unos riesgos sobre beneficios que, en otros ámbitos, aceptamos como normales aun siendo infinitamente más elevados, como los accidentes a la hora de conducir y las úlceras por la ingesta de aspirinas. Todo lo cual,
unido a los mensajes populistas de políticos negacionistas o más interesados
por la economía que por la salud de la población -como Trump, Bolsonaro y demás
compañía-, que inundan los medios de comunicación sin apenas resistencia, ha
contribuido a engordar esta colosal infodemia sobre la crisis sanitaria que aún nos
asola.
Pero es que, por si fuera poco, la utilización como munición
para la confrontación política que se ha hecho en nuestro país de los consejos
de los “expertos”, especialistas dependientes de cada Administración y
Autonomía, ha favorecido la proliferación contradictoria de informes, recomendaciones, medidas,
datos, hallazgos, hipótesis y opiniones sin la suficiente credibilidad
experimental y una endeble interpretación científica. Excepcionales han sido aquellos
medios que han filtrado toda esa sobreabundancia de información para recoger sólo
la relevante y contrastada.
La mayoría sigue así, actuando como protagonista de una
desinformación que ha generado más confusión y alarma que certezas sobre el
virus (SARS-CoV-19) y la enfermedad (Covid-19) que provoca. Esos medios no caen en la
cuenta de que repiten el “desorden informativo”* que ya hace un siglo analizó
Walter Lippmann y Charles Merz, en un estudio publicado por
The New Republic,
en 1920, en el que se preguntaban por la validez de la información. Y es que hoy,
como entonces, la fiabilidad de la información que ofrecen los medios de
comunicación convencionales, los que se supone están obligados a obtener y
elaborar información de manera diligente y contrastada, adolece de una excesiva confianza
en las fuentes oficiales, descansa en lo que le brindan las agencias de noticias y es escasa en investigación propia, crea confusión entre
información, rumores y opiniones y, más grave aún, evidencia la pobre preparación en la
materia de los encargados en recogerla y elaborarla, todo lo cual distorsiona
involuntariamente la realidad de la que se pretende informar para que los
ciudadanos se formen una opinión fundada y válida.
Desafortunadamente, los tiempos acelerados que vivimos no ayudan a que esta forma
moderna de censura pueda ser combatida por los propios medios de comunicación, con
profesionalidad y mecanismos de autorregulación, dada la complejidad de la
sociedad actual y la competencia desigual que ofrecen las nuevas tecnologías de la
información y la comunicación. Pero tal exigencia de una información fiable y
veraz sigue siendo imprescindible, hoy más que nunca, para que los ciudadanos puedan formarse una
opinión pública en libertad, con rigor y sin riesgos de ser manipulados, a
pesar de que la pandemia haya demostrado lo contrario.
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· * "El `desorden informativo´ hace un siglo", por Hugo
Aznar, Revista Claves de Razón Práctica, nº 274, págs. 116-125.