martes, 30 de marzo de 2021

Vivencias de un (casi) enclaustrado (25)

Llevamos tantos meses con restricciones y medidas diversas y cambiantes contra una pandemia interminable que ya ni nos asombran ni desaniman, de lo hartos que estamos de que cada semana o ante períodos de asueto que se consideran un peligro nos vuelvan a tratar como menores de edad que hay que asustar para que no se desmadren y mantengan la disciplina.

La inicial promesa de una “nueva” normalidad que se nos vendió tras la primera desescalada se ha desvaído como la esperanza de corregir las políticas y los recursos que esta crisis sanitaria ha puesto en cuestión. Ni estábamos preparados para una situación así ni nos preparamos para las que se produzcan en el futuro. No se fortalece la sanidad ni se prevén los medios para robustecer nuestro estado de bienestar de manera que los indefensos y vulnerables de la población no sean siempre los más perjudicados. Nos avisaron que el virus no conocía fronteras, pero distingue barrios y estamentos sociales. Los ancianos de residencias, a los que se les negó la asistencia en hospitales, y el personal sanitario y de trabajos esenciales sufrieron como ningún otro colectivo las dentelladas mortales durante el primer embate de esta pandemia. Ellos, como el resto de la comunidad, siguen estando supeditados a la marcha de la economía, supremo e indiscutido bien en nuestras sociedades de consumo.

La estrategia de vacunación, cuando se consiguió fabricar un tratamiento farmacológico, tiene como finalidad la reactivación de la actividad a pleno rendimiento antes que procurar salvar vidas. Los gastos sanitarios que ocasionan los enfermos y todas las medidas de prevención establecidas para que los negocios medio funcionen obligan a elaborar un calendario de vacunas con mentalidad mercantil. Si los ancianos de residencias tuvieron prioridad para ser inmunizados fue por razones más propagandísticas que solidarias. Había que ocultar el desamparo al que siempre se les ha condenado, sin siquiera suficiente y eficaz protección médica. Aún así, después de más de dos meses de campaña de vacunación, todavía no todos los mayores de 80 años están vacunados. Al menos, los sanitarios, profesionales que podrían alertar a la población de las bondades de los instrumentos que ponemos en marcha contra esta crisis, están debidamente inmunizados. Que enfermen -y mueran- quienes deben curarnos sería un error estratégico.

Pero, tras estos dos grupos imprescindibles para publicitar una buena gestión, la campaña de vacunación persigue otros objetivos. Si no, no se entiende el salto que se ha dado, que nadie explica, para iniciar la administración de la vacuna a la población general entre 55 y 65 años, mientras se continúa con la vacunación de los mayores de 80 años. El colectivo de personas comprendido entre 65 y 79 años ha quedado rezagado, pendiente de alguna decisión incognoscible. A lo mejor es que el grupo poblacional más joven es todavía activo laboralmente y el de la franja de jubilados es… eso, no activos y jubilados. Una estrategia vacunal que no se adecúa al riesgo de mortalidad que determina la edad, como demuestran las estadísticas del Instituto de Salud Carlos III.   

Sea por lo que sea, los esfuerzos que se hacen para enfrentarnos como país a una situación sanitaria excepcional ponen en evidencia las carencias y debilidades de nuestras instituciones y de la moralidad de cada uno de nosotros como individuos. Y esa decepción es la peor consecuencia que la covid-19 nos está generando a quienes confiábamos en nuestros dirigentes y en nuestros conciudadanos. Ojalá el signo de esa “nueva” normalidad, cuando llegue, no sea el del desengaño, como en otras épocas de nuestra historia.    

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