Llevamos tantos meses con restricciones y medidas diversas y
cambiantes contra una pandemia interminable que ya ni nos asombran ni desaniman,
de lo hartos que estamos de que cada semana o ante períodos de asueto que se
consideran un peligro nos vuelvan a tratar como menores de edad que hay que asustar
para que no se desmadren y mantengan la disciplina.
La inicial promesa de una “nueva” normalidad que se nos
vendió tras la primera desescalada se ha desvaído como la esperanza de corregir
las políticas y los recursos que esta crisis sanitaria ha puesto en cuestión.
Ni estábamos preparados para una situación así ni nos preparamos para las que
se produzcan en el futuro. No se fortalece la sanidad ni se prevén los medios
para robustecer nuestro estado de bienestar de manera que los indefensos y
vulnerables de la población no sean siempre los más perjudicados. Nos avisaron que
el virus no conocía fronteras, pero distingue barrios y estamentos sociales. Los
ancianos de residencias, a los que se les negó la asistencia en hospitales, y
el personal sanitario y de trabajos esenciales sufrieron como ningún otro colectivo
las dentelladas mortales durante el primer embate de esta pandemia. Ellos, como
el resto de la comunidad, siguen estando supeditados a la marcha de la economía,
supremo e indiscutido bien en nuestras sociedades de consumo.

La estrategia de vacunación, cuando se consiguió fabricar un
tratamiento farmacológico, tiene como finalidad la reactivación de la actividad
a pleno rendimiento antes que procurar salvar vidas. Los gastos sanitarios que
ocasionan los enfermos y todas las medidas de prevención establecidas para que
los negocios medio funcionen obligan a elaborar un calendario de vacunas con
mentalidad mercantil. Si los ancianos de residencias tuvieron prioridad para
ser inmunizados fue por razones más propagandísticas que solidarias. Había que
ocultar el desamparo al que siempre se les ha condenado, sin siquiera suficiente
y eficaz protección médica. Aún así, después de más de dos meses de campaña de
vacunación, todavía no todos los mayores de 80 años están vacunados. Al menos,
los sanitarios, profesionales que podrían alertar a la población de las
bondades de los instrumentos que ponemos en marcha contra esta crisis, están debidamente inmunizados. Que enfermen -y mueran- quienes deben curarnos
sería un error estratégico.
Pero, tras estos dos grupos imprescindibles para publicitar
una buena gestión, la campaña de vacunación persigue otros objetivos. Si no, no
se entiende el salto que se ha dado, que nadie explica, para iniciar la administración
de la vacuna a la población general entre 55 y 65 años, mientras se continúa
con la vacunación de los mayores de 80 años. El colectivo de personas
comprendido entre 65 y 79 años ha quedado rezagado, pendiente de alguna
decisión incognoscible. A lo mejor es que el grupo poblacional más joven es todavía activo laboralmente y el de la franja de jubilados es… eso, no activos
y jubilados. Una estrategia vacunal que no se adecúa al riesgo de mortalidad
que determina la edad, como demuestran las estadísticas del Instituto de Salud
Carlos III.

Sea por lo que sea, los esfuerzos que se hacen para
enfrentarnos como país a una situación sanitaria excepcional ponen en evidencia
las carencias y debilidades de nuestras instituciones y de la moralidad de cada
uno de nosotros como individuos. Y esa decepción es la peor consecuencia que la
covid-19 nos está generando a quienes confiábamos en nuestros dirigentes y en nuestros
conciudadanos. Ojalá el signo de esa “nueva” normalidad, cuando llegue, no sea
el del desengaño, como en otras épocas de nuestra historia.
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