La pluralidad democrática permite que formaciones políticas
contrarias a la propia democracia puedan existir bajo su amparo legal. Grupos
radicales ultraconservadores o antisistema emergen a la sombra de las
libertades que la democracia extiende a cualquier ideología, incluidos el
fascismo, el comunismo o el independentismo. Cumpliendo con la apariencia de
respetar las reglas de la libre confrontación de ideas y el sufragio universal,
estas formaciones ultras subvierten el sistema democrático para imponer sus
objetivos, muchos de ellos contrarios con algunos derechos y libertades consagrados
por todo sistema democrático. A veces, incluso, hacen bandera de una actitud
abiertamente antidemocrática al presentarse como defensoras de tradiciones y esencias
de un supuesto patriotismo que sólo ellas saben interpretar y representar.
No es extraño, pues, que estos partidos radicales no oculten
ser anti-autonómicos, anti-europeístas, anti-inmigrantes, anti-feministas y
anti-cualquier cosa que consideren contrario al concepto de país y modelo social
que ellos encarnan. Más aún, hasta se declaran partidarios de ilegalizar a
partidos adversarios como si fueran enemigos mortales de la población, sean
izquierdistas, fascistas o simplemente liberales. No toleran la pluralidad de
otras formaciones, pero exigen ser tratados y tolerados como ellas, con derecho
a participar en democracia para difundir su ideario y captar adeptos, manipulando
y exagerando los problemas o necesidades de la población, así como de las coyunturas por las que atraviesa el país. De hecho, son expertos en hacer, de la anécdota,
categoría y de las emociones, un arma política. No utilizan argumentos o datos contextualizados,
sino impresiones, sensaciones y prejuicios para ganarse a la gente mediante la emoción,
no por la razón. Y, así, acaban infiltrándose paulatinamente por todo el
sistema y sus instituciones, segregando un sutil veneno de sectarismo, odio y
violencia, que causa polarización y desestabilización en la sociedad y, a la
postre, crisis y quiebra de la convivencia y la democracia, Este es el
verdadero peligro de los grupos radicales saprófitos de la democracia: subsisten
gracias a ella hasta destruirla. Un peligro letal si no se combate a tiempo y
con determinación.

No hay duda de que, en España, el veneno a la democracia y
la convivencia pacífica ha sido inoculado y está alcanzando niveles tóxicos
para la sociedad. Nunca antes, en nuestra moderna democracia, la confrontación
política y las amenazas veladas o francas a contrincantes electorales habían
sido tan agresivas y descaradas. El enfrentamiento partidista y los mensajes
provocadores, cuando no los insultos, conforman el grueso de las campañas
electorales, como la que se desarrolla en Madrid en la actualidad para la
elección del Ejecutivo regional. Mítines con grescas y peleas, descalificaciones
groseras, utilización de la pandemia para criticar al adversario, intentos de
sortear la legalidad para reclutar candidatos de última hora, mentiras, medias
verdades y tergiversaciones a diestro y siniestro y, por último, envío de
cartas con amenazas de muerte (balas y cuchillos incluidos) a candidatos de la izquierda
y miembros del Gobierno. Una convulsión político-social que recuerda mucho a los tiempos de la
revolución de 1917, que desestabilizó la Monarquía parlamentaria de la
Restauración, y.de la sublevación militar que acabó con la Segunda República de 1931, por citar ejemplos de distinto color, ambos períodos de reformas, democracia y sustentados por sendos Estados de derecho, pero combatidos por los radicales, fanáticos e intransigentes con odio y violencia.
Si no se actúa con determinación, los síntomas de este
envenenamiento político que sufre el país podrían empeorar, como pasó en
aquellos años. Es, por tanto, necesario aplicar un antídoto eficaz que devuelva
la sensatez, el respeto y la mesura a la práctica política y a la convivencia tolerante
en España. Y el mejor antídoto es impedir que las mentiras, las
tergiversaciones y los malos modos se impongan en el ejercicio de la política,
ni siquiera como excusa de una campaña electoral. Pero la vacuna realmente
definitiva es el voto, la papeleta que se le niega al agresivo, al radical, al que
no respeta a sus adversarios políticos ni al ciudadano, al que intenta engañar como
a un niño mediante un populismo paternalista saturado de mentiras.
Hay que detener y eliminar este veneno que se infiltra por el
sistema político como un cáncer hasta alcanzar las instituciones. Hay que impedir
que los radicales avancen hasta ocupar órganos del poder (nacional, autonómico
o local) desde los cuales, cual metástasis, seguir envenenando al resto de la
población con medidas e iniciativas que causan división, enfrentamientos,
desigualdad, pérdida de derechos y quiebra social.

La ultraderecha es el agente más tóxico de este veneno que,
hoy en día, corroe a la democracia. No es el único, pues otros agentes,
izquierdistas y separatistas, también son asimilables por su efecto perturbador
y desestabilizante de la democracia y la convivencia, aunque actúen con menos
agresividad. Vox es la marca de la extrema derecha en España. Se trata de un
partido tradicionalista y ultraconservador que se vale del populismo patriotero
para ganarse la confianza de la gente. Su ideario es excluyente, sectario y
reaccionario, contrario al Estado de las Autonomías, a la Unión Europea, a la
igualdad entre hombres y mujeres, a la separación Iglesia-Estado, a la
educación laica, no segregacionista y pública, a la lucha contra el cambio
climático, a la sostenibilidad y la defensa del medio ambiente, a los Derechos
Humanos y la solidaridad con los migrantes, al multilateralismo en las
relaciones internacionales y hasta a la Constitución española en aquellas
cuestiones que no son de su agrado, especialmente las que reconocen derechos y
libertades sin distinción por sexo, raza, religión o educación.
Vox nació por decisión de Santiago Abascal, un exmiembro del
Partido Popular, bajo los auspicios de otros movimientos similares en Europa, como
el de Viktor Orbán (Fidesz-Unión Cívica) en Hungría, Marine Le Pen (Agrupación
Nacional) en Francia, Matteo Salvini (Liga del Norte) en Italia, Alexander Gauland
(Alternativa para Alemania) en Alemania, Jair Bolsonaro (Partido Social
Liberal) en Brasil, y tantos otros. También EE UU sufrió la calamidad de tener
un presidente populista y ultraconservador con Donald Trump, que hizo todo lo
que pudo y más por encumbrar y promover todos estos grupos por el mundo. Se
caracterizan por ser partidos ultranacionalistas, xenófobos, racistas,
misóginos, tradicionalistas, supremacistas, autoritarios, negacionistas y
excluyentes. Actúan exagerando los problemas del país donde emergen para atraer
y convencer a la gente, a la que seducen con recetas simplistas y draconianas
que prometen resolver de un plumazo cualquier problema. Contra la inmigración,
un muro y criminalización del inmigrante. Contra la complejidad de la economía,
aislacionismo, aranceles y abandono de las instituciones regulatorias internacionales.
Contra la crisis sanitaria, negación y críticas a la OMS. Contra la diversidad,
supremacismo racial y religioso. Y así con todo: todo muy fácil.
Son partidos que envenenan las democracias de sus países,
nada resuelven y acaban limitando o lastrando las conquistas sociales y de
libertades logradas en sus respectivas naciones, tras el espejismo inicial con
el que consiguieron el triunfo electoral. En España van por el mismo camino:
envenenando el debate político, cuestionando el sistema, agitando la
crispación, destruyendo la convivencia pacífica y la tolerancia e implantando,
donde pueden y gobiernan, el sectarismo, la desigualdad y la pérdida de
derechos. No hay que ser ciegos ante el desafío que representan y actuar en consecuencia. No se puede banalizar el peligro que suponen ni contemporizar, por cuotas de poder, con ellos. Hay que tenerlo en cuenta a la hora de votar.