martes, 8 de junio de 2021

Opinar de lo que se ignora

En estos tiempos excepcionales que nos ha tocado sufrir, en los que tantos problemas nos afligen, una característica parece destacar sobre todas: la imprudencia con que alardeamos de nuestra ignorancia, sin importarnos opinar de cualquier suceso que forme parte de la actualidad, tanto si disponemos de alguna información, obtenida fundamentalmente a través de las redes sociales, como si no. El caso es expresar, muchas veces de forma contundente, nuestro parecer sobre cualquier asunto, pretendiendo sentar cátedra en temas que sólo nos interesan por ocupar los titulares mediáticos.

Se opina de lo que no se sabe a ciencia cierta. A veces, en el mejor de los casos, nuestro superficial conocimiento, que nos sirve para expresar un comentario rotundo, procede del bombardeo informativo al que nos someten unos medios de comunicación que no siempre ofrecen información relevante, contrastada, completa y veraz. Y otras. en el peor, simplemente nos hacemos eco de insinuaciones, especulaciones, bulos y hasta mentiras vertidos por manipuladores, improvisados o profesionales, de datos sin contextualizar, poco homogéneos y rigurosos, o de auténticas barbaridades aireadas por interesados negacionistas y demás amantes de supuestas conspiraciones, capaces incluso de cuestionar toda evidencia, incluida la científica. Lo importante, en cualquier caso, es demostrar que se tiene una opinión, cuanto más excéntrica mejor, de cada hecho y hablar sin demostrar nada de lo que sea, tanto de las vacunas como de los indultos y hasta de la última crisis diplomática con Marruecos.

Sin embargo, esta predisposición a aventurar opiniones en público o en privado no es novedosa, ya que charlatanes han existido en todas las épocas y lugares. Lo llamativo ahora es la enorme proliferación de bocazas que disponen de capacidad para irradiar su ignorancia a través de las redes sociales hasta límites inconcebibles. Es tal su influjo que a veces causa estupor escuchar dichos comentarios en boca de un vecino al que considerábamos sensato y con sentido común. Se ha perdido la prudencia de callar lo que se ignora. No obstante, ello no es nada en comparación con lo que se oye en la barra de un bar, sitio en el que se suelen abordar y arreglar los problemas del mundo mundial, además de corregir a entrenadores y calificar a jugadores de cualquier deporte.

Pero lo más sorprendente de todo es que, lejos de combatir esta peste de pseudoautoridad autosuficiente, hasta el mismo Gobierno parece empeñado en animarla y alimentarla. Es lo que se desprende de la iniciativa de trasladar a la ciudadanía responsabilidades que no está en condiciones de asumir, por la formación que se requiere. Me refiero a la posibilidad de que decida, previa firma del correspondiente consentimiento, por si acaso, entre las marcas de Astrazeneca y Pfizer a la hora de completar la segunda dosis de su inmunización, cuando ni los médicos lo tienen claro. Que un profano en medicina, virología, inmunología o epidemiología asuma tal decisión sanitaria escapa a toda lógica. Más que criterios científicos o de salud pública, parecen predominar consideraciones políticas o de amortización del gasto farmacológico. No es de extrañar, por tanto, que cualquier persona en la calle recomiende a quien le preste oídos una u otra vacuna, según su particular criterio, sin más fundamento que la mera intuición y sin más apoyo que, en ciertos casos, su experiencia personal, que a veces ni eso. Y si esto se produce en temas de carácter científico, en los que se supone no cabe la discrepancia, es fácil imaginar la que se arma cuando se opina de asuntos que se brindan a interpretaciones diversas.

En tales casos, lo que surge son diatribas sobre la supuesta traición que comete el Gobierno si concede el indulto a los políticos catalanes encarcelados por un delito de sedición o se concibe como una medida legal de gracia que apaciguaría las tensiones territoriales con una comunidad en la que el problema identitario sólo es posible abordarlo desde la política, no con medidas judiciales o policiales. Nadie se para a valorar si es recomendable conocer la historia para expresar una opinión fundada al respecto. Basta ser visceral para oponerse o apoyar las iniciativas gubernamentales que han sido implementadas en los últimos años, máxime si el Gobierno precisa para seguir en el poder del apoyo parlamentario, entre otras, de aquellas formaciones nacionalistas implicadas en el problema, como es ERC, el partido republicano independentista que preside la Generalitat de Cataluña. No se critica que cada cual albergue su propia opinión, sino que esta se exprese con la autoridad de un doctor en Ciencias Políticas y la contundencia de una verdad revelada.

Lo mismo sucede con la crisis diplomática con Marruecos, a la que, para unos, el Gobierno no ha sabido afrontar con la determinación necesaria después de hacer gestos y tomar decisiones que han sido considerados afrentas y falta de confianza por el país vecino. Y para otros, un ejemplo más de la arbitraria política marroquí, capaz de utilizar a su propia población como medida de presión ante España por su respaldo a resoluciones de la ONU acerca del conflicto del Sáhara Occidental. Las inevitables relaciones y la codependencia entre países vecinos exigen una diplomacia de mutuo respeto, franca sinceridad, lealtad y confianza, cosa que no siempre es tenida en cuenta en las opiniones de los profanos en política internacional. Tampoco en la de esos patriotas que aprovechan estos enfrentamientos para socavar la posición de su país y negar todo apoyo al Gobierno aunque después, una vez resuelto el asunto, se pueda exigir responsabilidades donde procede, en el Parlamento. Desde “invasión” de España e “incompetencia” del Gobierno para defender las fronteras hasta el oportuno recordatorio de que aquellas son fronteras europeas, que hacen que el problema afecte a la UE y a sus acuerdos con el país marroquí, las opiniones de la gente no se han apartado de los argumentos que la propia clase política les ha ofrecido, pero sin la debida ponderación de la complejidad de los hechos. Y es que es más fácil dejarse llevar por la emoción y los prejuicios que por la valoración racional de los acontecimientos.

De este modo, es comprensible que sea difícil reprimir el impulso a opinar de cualquier cosa, tanto si nos tiran de la lengua como si no. En primer lugar, porque tenemos la tendencia a ser charlatanes. Y en segundo lugar, porque el ambiente nos predispone a elucubrar una opinión propia que nos distinga del ensordecedor griterío político y mediático al que estamos expuestos y en el que la disparidad y las contradicciones son, más que frecuentes, constantes. Puesto que no se ofrece una versión válida y única, al menos consensuada, de lo que acontece y nos pasa, cada cual construye su propia opinión, incluso sobre lo que se ignora o desconoce. Esta actitud nos hace, desgraciadamente, vulnerables a la manipulación y al engaño. Y todo ello puede ser intencionado, sin ningún género de duda. Por eso, es preferible Informarse mejor antes de abrir la boca.           

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