viernes, 27 de mayo de 2022

¡Qué putada, Antonio!

La muerte es inevitable, y la mayoría de las veces es inoportuna, no se espera. Siempre nos aguarda, aunque nos pasemos toda la vida ignorándola, como si no existiera. Nos sorprende cuando llega, arrebatándonos lo que sólo ella dota de sentido: la vida. Cuando se presenta sin avisar, trunca proyectos y expectativas que creíamos tener tiempo de emprender, sin considerar que mañana es sólo una posibilidad remota que no estamos en condiciones de garantizar. La muerte es esa puerta imprevista que oculta lo que hay detrás y tras la que desaparecemos en la nada como si no hubiésemos nacido. A todos coge desprevenidos y sólo unos cuantos la desean, hartos de estar muertos en vida. Es un misterio que acompaña al ser, el destino inexorable de lo viviente a cualquier escala y en todo tiempo y lugar. Pero la muerte no es el fin para los seres humanos, a quienes la evolución natural les confirió una capacidad racional y los distinguió de inteligencia. Gracias a la razón, los humanos trascienden la muerte con los frutos de su intelecto, con las obras de su raciocinio y con el ejemplo de sus vidas y sus conocimientos. Así, dejan un legado de cultura que enriquece a sus coetáneos y a las generaciones venideras. Por eso, aunque morir es siempre una putada, algunos sobreviven a la muerte y se vuelven inmortales, a los que siempre sentiremos a nuestro lado cada vez que recuperamos su memoria y nos dejamos bendecir con lo que dejaron para nosotros, su herencia artística y cultural. Como la que nos legó Antonio López Hidalgo en sus libros y sus artículos, la que siempre podemos rescatar para oír su voz, apreciar su talento y recordar, con infinita tristeza, la profundidad celeste de su mirada transparente. ¡Qué putada, Antonio!  

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