La historia, más que del acúmulo de datos, es reflejo del
olvido. Por eso se dice que la historia la escriben los ganadores, los que
condenan al olvido a los perdedores para glorificar la gesta, siempre sesgada,
parcial e incompleta, de los que triunfan en la lucha de las ideas, los
pueblos, el poder. Así es la historia del mundo y de cualquiera de sus pedazos,
constituidos ya como naciones o estados que se suponen estructura administrativa
de los pueblos que habitan el planeta. Y en ese relato histórico, que aún se
escribe y se modifica a gusto del vencedor de turno, algunos pueblos tienen
predeterminado su destino, condenados al olvido.
En estos días no ha sido casualidad que dos de esos pueblos
sufran, de manera casi simultánea, el desprecio y el abandono de los que
practican la hermenéutica histórica en unos tiempos en que escasea la decencia
y se rinde culto a la obscenidad. Tanto el pueblo palestino como el saharaui acaban
de recibir la puntilla a sus aspiraciones nacionales y han sido relegados a la
condición de figurantes de los poderes aliados en la región, por decisión
arbitraria, pero determinante, del mediocre cabecilla del imperio que hoy escribe
la narrativa mundial: el presidente de los Estados Unidos de América (EE UU),
Donald Trump.
Con todo el poder que otorga gobernar la única superpotencia
mundial, modelo imperante tanto de lo político como de lo económico, cultural y
sobre todo militar, el dirigente menos cualificado de EE UU ha optado por
saltarse a la torera la legalidad internacional y desoír las resoluciones de la
ONU que amparan y legitiman el derecho que asisten a Palestina y Sahara Occidental
para dotarse de un Estado independiente y soberano, reconocido y admitido en el
concierto global de naciones. Por la fuerza de los hechos consumados, Donald
Trump, a punto de abandonar la Casa Blanca tras perder, aunque no lo quiera
reconocer, las elecciones, ha querido sembrar de obstáculos el mandato del
próximo presidente electo, Joe Biden. Y lo hace con tan malos modos y de forma
tan obscena como corresponde al estilo faltón, impetuoso y sobrado de soberbia
del mandatario derrotado.

Porque, desde que asumió la presidencia, Donald Trump ha otorgado
a Israel no sólo el beneplácito sino apoyo para completar la anexión de los territorios
palestinos ocupados y considerar ciudadanos de segunda clase a la población
árabe del país, contraviniendo las resoluciones de la ONU, los acuerdos
internacionales y hasta la propia posición de EE UU, mantenida hasta la fecha
sobre el conflicto palestino-israelí, al distanciarse de la canónica “solución
de dos Estados” y patrocinar un plan que atiende exclusivamente a los intereses
judíos. Con él ratifica la política sionista para la disolución social del
pueblo palestino, consistente en la progresiva desnaturalización de Cisjordania
mediante la proliferación de colonias judías en su interior, la declaración de la
totalidad de Jerusalén como capital del Estado hebreo, sin respetar su estatus jurídico
internacional, y el férreo control militar de cualquier actividad de los
palestinos, tanto en Cisjordania como en la Franja de Gaza. Tal política cuenta
con la plena avenencia de Donald Trump, quien mantiene un absoluto cabildeo con
las autoridades judías más intransigentes, radicales y corruptas, como la que
representa Benjamín Netanyahu, actual primer ministro hebreo, procesado por la
justicia de su país.
Ese mal llamado “Plan de paz”, patrocinado por Trump y elaborado
por su yerno, Jared Kushner, ha sido la penúltima traición a las aspiraciones de
los palestinos de erigirse en nación soberana. Un plan que no sólo fragmenta
Cisjordania, reduce su tamaño y la mantiene bajo soberanía israelí con autonomía
limitada, sino que consolida y extiende la diseminación de colonias judías en
su seno y la separa aún más, administrativamente, de la Franja de Gaza. Todo
ello supone, en la práctica, la anexión definitiva de los enclaves palestinos en
el Estado de Israel, incumpliendo los parámetros internacionales y las
resoluciones de la ONU.
Pero la puntilla última, esperemos que no definitiva, ha consistido
en desunir y enfrentar a los aliados árabes de la causa palestina para que
establezcan relaciones con Israel y dejen de apoyarla, a cambio de suntuosas contraprestaciones
económicas avaladas por EE UU. El frente homogéneo que todos los países árabes
mantenían contra el Estado judío y a favor de las demandas palestinas ha
quedado, así, resquebrajado. Además de Egipto (1979) y Jordania (1994), los
únicos países árabes con los que Israel mantenía relaciones, acordadas con la
firma de la paz tras enfrentamientos bélicos, Trump ha conseguido en sus
últimas horas que Emiratos Árabes Unidos, Baréin, Sudán y Marruecos establezcan
relaciones diplomáticas con el otrora acérrimo enemigo, el estado sionista de
Israel.
Esta “normalización” de relaciones, olvidando las viejas
demandas del fin de la ocupación de Palestina y la creación de un Estado
palestino independiente y viable, circunscrito a los límites acordados antes de
1967, cuando se desató la Guerra de los Seis Días, parece responder antes a una
estrategia defensiva contra la influencia de Irán, en la que Israel actuaría
como paraguas militar, que al desistimiento de la causa palestina, ahora relegada
a las prioridades geoestratégicas del tablero de Oriente Próximo. Sin embargo,
este plan, promovido por Trump y denominado enfáticamente Acuerdos de Abraham,
no acaba de atraer la adhesión de Estados árabes más significativos en la
región, como Arabia Saudí, pero supone una puñalada mortal a las pretensiones
del pueblo palestino. Se trata del enésimo bofetón a un pueblo que no ha dejado
nunca de ser considerado perdedor en la narrativa de la historia que escriben los
vencedores, es decir, los que disponen de la fuerza.

Perdedores como lo son, también, los saharauis desde que
fueron vergonzosamente abandonados a su suerte, bajo la presión de la bota
marroquí (marcha verde), por la España entonces potencia colonizadora
(administradora) de aquel territorio africano, allá por el año 1975, en los
estertores del franquismo. Víctimas del mismo atropello injustificable, moneda
de cambio en las transacciones geopolíticas que interpretan la historia sin
contar con sus protagonistas, el pueblo saharaui está también predestinado al
olvido y el desprecio. Son tratados como calderilla en las manos de Donald
Trump, válida para poner chinitas a su sucesor, engrosando adhesiones “compradas”
a esos Acuerdos de Abraham que persiguen el reconocimiento de Israel por parte
de países árabes. Magro triunfo de la diplomacia
trumpista que sirve,
además, para ignorar a España, país con responsabilidad en el conflicto, otra
vez a la ONU, incapaz de organizar el acordado referéndum de autodeterminación,
y al consenso y legalidad internacionales, manifiestamente pisoteados e inoperantes.
Dando expreso reconocimiento a la soberanía marroquí sobre el
Sahara Occidental, EE UU ha conseguido que el reino alauita se sume a los
países árabes que mantendrán relaciones con Israel. Si ya el pueblo saharaui vivía
en un limbo legal que los recluía en los campamentos desérticos de Tinduf, desde
donde se podía acoger a niños en vacaciones como acto de consoladora
solidaridad, que no compromete a nada, ahora se le condena al olvido
definitivo, tras aquel acuerdo de 1975 con el que España dividió en dos al
Sahara para entregarlo a Mauritania y Marruecos, declarado nulo por la ONU.
En este caso, Trump no ha hecho más que aprovechar una
situación de hecho consentida, la colonización marroquí del Sahara ocupado,
para reforzar su “diplomacia” personal, su venganza por la derrota electoral y
su obsesión incondicional con Israel. Y en ese relato del poder, algunos
pueblos llevan la de perder, como el palestino y el saharaui. Están, desgraciadamente,
condenados al olvido.