La inmediata actualidad, una redundancia porque la
actualidad siempre es inmediata, no deja de depararnos motivos para el
desconcierto. Los hechos que nos presenta provocan más confusión y desconfianza
que certidumbres y seguridad. Nos mantienen en vilo a la espera de alguna
“verdad” que no sea discutida, que no cause recelo y no sirva para la
confrontación y la polarización de la sociedad. Llevamos en esta situación de
desconcierto y desesperanza demasiado tiempo, aunque últimamente con mayor
intensidad que nunca.
Es cierto que vivimos unos tiempos de excepcionalidad por
causa de una pandemia que jamás antes en nuestra historia reciente habíamos conocido.
Pero, en vez de permanecer unidos en la lucha contra ese enemigo invisible y letal
(más de un millón de contagios y 50 mil muertos), siguiendo las directrices de
gobiernos que recaban el asesoramiento de expertos y de la ciencia, nos
dedicamos a utilizar el problema, que afecta a la salud de toda la población y
a la economía del país en su conjunto, para exhibir nuestras diferencias,
cuestionar las iniciativas y desobedecer las recomendaciones con las que no
estamos de acuerdo. Todo lo cual provoca tal estado de ansiedad e incredulidad
que la gente se vuelve insegura y desconfiada. No sabe a quién creer ni qué
hacer sin tener la sensación de que la están engañando o que, por lo menos, no
le cuentan toda la verdad. Los mal pensados -¿acaso equivocados?- consideran,
incluso, que están siendo utilizados con fines torticeros de intencionalidad
política.
Y es que, entre las directrices de unos y las contramedidas
de otros, el espectáculo que ofrece esta confrontación entre administraciones es,
cuando menos, de asombro. La vergüenza y el desconcierto que generan la
discusión y el incumplimiento de normas adoptadas para frenar las altísimas tasas
de transmisión en determinados territorios es inaudito. Si no fuera porque lo
que está en juego es la salud, cuando no la vida, de los ciudadanos, sería para
refugiarse en la desafección y la indiferencia de quienes parecen buscar sólo
un provecho partidista del mayor reto que afronta la salud pública en nuestro
país. Por eso resulta increíble que la comunidad de Madrid, la que mayor índice
de contagios por cada cien mil habitantes ha registrado hasta hace poco, consiga
ahora una súbita mejoría que hace descender sus cifras de manera espectacular,
a pesar de que los negocios de hostelería no han seguido las indicaciones
sanitarias que con mayor rigor acatan las demás comunidades. ¿Acaso los
expertos que asesoran al gobierno regional disponen de mayor y mejor información
que los de la OMS, el resto de Europa y el Ministerio de Sanidad? Es
desconcertante.

Como también es desconcertante que la regulación legal de la
educación en España siga siendo materia de enfrentamiento ideológico, nunca objeto
de un consenso estatal para fijar definitivamente la mejor educación de niños y
jóvenes, a fin de garantizar una óptima preparación a la generación que deberá sustituirnos,
de la que dependerá el futuro de nuestro país. Pues no, cada cambio de color en
el Ejecutivo supone una nueva ley de educación, y para peor. Ya el principal
partido de la oposición ha anunciado que, cuando acceda al gobierno, revocará la
ley que acaba de aprobar el Parlamento. Así no hay manera ni formación ni
progreso. Seguiremos siendo un país de servicios que desperdicia su talento en
servir copas, hacer camas y pegar ladrillos, sin interés por la ciencia, la
investigación, los idiomas y el emprendimiento. Tal vez sea lo que se proponen
los que diseñan los planes educativos, para que los futuros votantes no se
interesen por exigir responsabilidades. Causa pavor.
Casi tanto como la diatriba generada para aprobar unos
presupuestos que son imprescindibles para la gobernanza y la gestión de nuestro
país. No importa que llevemos tres años con unas cuentas prorrogadas que ya no
son válidas para afrontar los retos, máxime en una situación de excepcionalidad
como la que estamos sufriendo, a que nos enfrentamos hoy y cara a los próximos
años. Nos jugamos nuestro papel como nación en Europa y en el mundo. Pero no disponemos
de estadistas con capacidad de actuar de cara al futuro, sino de politiquillos
que ejercen en función de sus intereses del presente, incapaces de subordinar
sus avaricias al interés general. Y lo peor es que no se vislumbra a nadie en el
ruedo político con semejante generosidad y altura de miras. Porque si los que hay
no defienden siquiera, sin maniqueísmos, el sacrosanto derecho a la salud de
todos en plena amenaza de un patógeno sumamente contagioso, todavía menos
hallaremos que velen por la viabilidad presupuestaria del país y el respeto a
la democracia y sus instituciones. Escasean políticos que sean honestos con los
ciudadanos a los que dicen representar. Tal es la razón por la que ningún partido
se presta a priorizar los puntos de acuerdo, en pos de un bien superior, en vez
de parapetarse tras vetos que magnifican los de desacuerdo. Exigen todo o nada,
y así no hay manera de construir ni avanzar. Así no se hace país, por muy
patriota que uno se declare. Es desconcertante.
Pero el mayor desconcierto lo provoca el atrincheramiento de
Donald Trump en la Casa Blanca, quien se niega reconocer su derrota electoral. Lo
increíble es que, como excusa, esgrime un supuesto fraude electoral y trampas
en las votaciones, como si USA fuera un república bananera. Ninguna de sus graves acusaciones se basa en pruebas
fehacientes, a pesar de que un ejército de abogados a su servicio presente impugnaciones
en aquellos estados cuyos votos podrían revertir un resultado que le es adverso.
Ni en Michigan, Georgia, Nevada, Arizona, Wisconsin y Pensilvania ha logrado
que el recuento de votos le proporcione la victoria que le ha sido negada. En
ese último estado, el juez federal que ha fallado contra sus alegaciones, a
pesar de ser republicano, no ha podido evitar señalar en su escrito que éstas
se basaban en “argumentos legales torcidos sin mérito y acusaciones
especulativas” para construir un argumentario que es “como el monstruo de
Frankenstein”. Mientras tanto, Trump no ceja en destruir la confianza en la
democracia norteamericana y el prestigio de sus instituciones, insinuando todo
tipo de manipulaciones, fraudes y trampas que le arrebatan su victoria. No liga
su permanencia en el cargo al número de votos, a la voluntad popular, sino a su
intuición y al engreimiento patológico que padece. Por ello saldrá de la Casa
Blanca tal como gobernó: con soberbia, desconsideración, infantilismo, intolerancia
y mediocridad intelectual. Deja una sociedad polarizada, dividida, más desigual
y abandonada a su suerte frente a una crisis sanitaria que ha causado más
muertes que la guerra de Vietnam. Si desconcertante fue su elección, mayor lo
es su salida del poder. Aunque sabiendo las causas que tiene pendiente con la
Justicia, no es de extrañar que se aferre con los dientes a un cargo que le
proporciona inmunidad.
La actualidad, pues, se empeña en ofrecernos un panorama que
provoca una fuerte sensación de desconcierto. Lo cual es muy preocupante y da miedo.